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– Mejor vámonos adentro -dijo-. No debe haber nada que te distraiga. El nagual Juan Matus ya te ha distraído lo suficiente, te ha mostrado el mundo; eso era importante para lo que te tenía que decir. Yo tengo otras cosas que decirte, que requieren otro ambiente.

Nos sentamos en un sofá con asientos de cuero, en una habitación con puerta al patio. Me sentí muy a gusto allí. Ella de inmediato comenzó con la historia de su vida.

Me dijo que había nacido en la República Mexicana, en una ciudad bastante grande. Su familia era acomodada. Como era hija única, sus padres la consintieron desde el momento en que nació. Sin ningún rasgo de falsa modestia, Florinda admitió que siempre supo que era hermosa. Dijo que la belleza es un demonio que se engendra y prolifera cuando se le admira. Me aseguró que podía decir sin la menor duda que ese demonio es el más difícil de vencer, y que si yo examinaba a la gente hermosa encontraría a los seres más infelices que se puedan imaginar.

No quería discutir con ella, pero tenía un deseo sumamente intenso de decirle que era bastante dogmática. Debió darse cuenta de mis sentimientos. Me guiñó un ojo.

– Son seres desdichados, créemelo -continuó-. Aguijonéalos. Dales a saber que no estás de acuerdo con su idea de que son hermosos y por eso importantes. Vas a ver lo que pasa.

Florinda continuó con su historia. Dijo que no era posible culpar totalmente a sus padres o culparse ella misma por su presunción. Todos los que la rodeaban desde su infancia habían conspirado para hacerla sentir importante y única.

– Cuando tenía quince años -prosiguió-, yo estaba segura de ser lo más exquisito que pisó la tierra. Todo el mundo me lo decía, especialmente los hombres.

Confesó que durante los años de su adolescencia disfrutó del cortejo y la adulación de numerosos admiradores. A los dieciocho, juiciosamente decidió casarse con el mejor candidato entre no menos de once serios pretendientes. Se casó con Celestino, un hombre de recursos, quince años mayor que ella.

Florinda describía su vida de casada como el paraíso terrenal. A su enorme círculo de amigos añadió los de Celestino. El efecto total era una vacación perenne.

Su éxtasis, sin embargo, sólo duró seis meses, que pasaron casi sin advertirse. Todo llegó a un final de lo más abrupto y brutal cuando contrajo una enfermedad misteriosa y paralizante. El pie, tobillo y pantorrilla de su pierna izquierda empezaron a hincharse. Su hermosísima figura se arruinó. La hinchazón fue tan intensa que no pudo caminar más. Los tejidos cutáneos empezaron a ampollarse y a supurar. Toda la parte inferior de su pierna izquierda, de la rodilla hacia abajo, se llenó de costras y de una secreción pestilente. La piel se endureció. Y la enfermedad fue diagnosticada como elefantiasis. Los intentos que hicieron los médicos por curarla fueron torpes y dolorosos, y la conclusión final fue que sólo en Europa había centros médicos lo suficientemente avanzados para emprender una cura.

En cuestión de tres meses el paraíso de Florinda se había convertido en un infierno en la tierra. Desesperada y en verdadera agonía quería morir antes que seguir así. Su sufrimiento era tan práctico que un día una criada, que ya no pudo soportar más verla así, le confesó que la antigua amante de Celestino la había sobornado para que echara cierta mezcla en su comida: un veneno manufacturado por brujos. La criada, como acto de contrición, prometió llevarla con una curandera, una mujer que se decía era la única que podía contrarrestar ese veneno.

Florinda rió al recordar su dilema. Era una devota católica. No creía en brujerías ni en curanderos indios. Pero sus dolores eran tan intensos, y su condición tan seria, que estaba dispuesta a probar cualquier cosa. Celestino se opuso decididamente. Quería enviar a la criada a la cárcel. Florinda intercedió, no tanto por compasión sino por temor a que no pudiera encontrar a la curandera ella sola.

Florinda se puso en pie repentinamente. Me dijo que tenía que irme. Me tomó del brazo y me condujo a la puerta como si yo fuera su más antiguo y querido amigo. Me explicó que me hallaba agotado, ya que estar en la conciencia del lado izquierdo es una condición frágil y especial que debe de usarse parsimoniosamente; y, por cierto, no es un estado de poder. La prueba residía en que yo casi había muerto cuando Silvio Manuel trató de agrupar mi segunda atención forzándome a entrar en ella. Florinda me dijo que no hay manera en que uno pueda ordenar a alguien, o a uno mismo, a hacer lo que los guerreros llaman "replegar" el conocimiento. Eso más bien es un asunto lento; el cuerpo, en el momento adecuado y bajo las apropiadas circunstancias de impecabilidad, agrupa su conocimiento sin la intervención de la volición.

Nos quedamos en la puerta principal durante un rato, intercambiando comentarios agradables y trivialidades. Repentinamente dijo que el nagual Juan Matus me había llevado con ella ese día porque él sabía que estaba a punto de concluir su estadía en la tierra. Las dos formas de instrucción que yo había recibido, de acuerdo con el plan de Silvio Manuel, ya se habían llevado a cabo. Todo lo que quedaba pendiente era lo que ella me tenía que decir. Subrayo que la suya no era una instrucción propiamente hablando, sino más bien el acto de establecer un vínculo con ella.

La próxima vez que don Juan me llevó donde Florinda, un momento antes de dejarme en la puerta me repitió que ella ya me había dicho que se estaba aproximando el momento en que él y su grupo iban a entrar en la tercera atención. Antes de que pudiera hacerle preguntas, me empujó al interior de la casa. Su empellón no sólo me envió adentro de la casa, sino también adentro del estado de conciencia más agudo. Vi la pared de niebla.

Florinda se hallaba en el vestíbulo. Me tomó del brazo y calladamente me llevó a la sala. Tomamos asiento. Quise iniciar una conversación pero no pude hablar. Ella me explicó que un empellón dado por un guerrero impecable, como el nagual Juan Matus, puede causar el desplazamiento de una a otra área de la conciencia. Dijo que siempre mi error había consistido en creer que los procedimientos son importantes. El procedimiento de empujar a un guerrero a otro estado de conciencia es utilizable si ambos participantes, en especial el que empuja, son impecables y se hallan imbuidos de poder personal.

El hecho de estar viendo la pared de niebla me hacía sentir terriblemente nervioso. Mi cuerpo temblaba incontrolablemente. Florinda dijo que yo temblaba porque había aprendido a saborear el movimiento, la actividad cuando me hallaba en ese estado de conciencia, y que yo también podía aprender a saborear las palabras, lo que alguien me estuviera diciendo.

Me dio luego la razón por la cual era conveniente ser colocado en la conciencia del lado izquierdo. Dijo que al forzarme a entrar en un estado de conciencia acrecentada y al permitirme tratar con sus guerreros sólo cuando me hallaba en ese estado, el nagual Juan Matus se estaba asegurando de que yo tendría un punto de apoyo. Su estrategia consistía en cultivar una pequeña parte del otro yo llenándolo premeditadamente de recuerdos personales. Esos recuerdos se olvidan sólo para que algún día resurjan y sirvan como cuartel de avanzada desde el cual partir hacia la inconmensurable vastedad del otro yo.

Como yo estaba tan nervioso, Florinda propuso calmarme prosiguiendo con la historia de su vida, que, me clarificó, no se trataba de la historia de su vida como mujer, sino que era la historia de cómo una mujer deplorable se había convertido en guerrera.

Me dijo que una vez que se resolvió a ver a la curandera, ya no hubo cómo detenerla. Inició el viaje, llevada en una camilla por la criada y cuatro hombres; fue un viaje de dos días que cambió el curso de su vida. No había caminos. El terreno era montañoso y a veces los hombres tuvieron que cargarla en sus espaldas.