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Llegaron al anochecer a casa de la curandera. El sitio se hallaba bien iluminado y había mucha gente allí. Florinda me dijo que un señor anciano muy simpático le informó que la curandera había salido todo el día a tratar a un paciente. El hombre parecía estar muy bien informado de las actividades de la curandera y Florinda encontró que le era muy fácil hablar con él. Era muy solícito y le confió que él también estaba enfermo. Describió su enfermedad como una condición incurable que lo hacía olvidarse del mundo. Conversaron amigablemente hasta que se hizo tarde. El señor era tan caballeroso que incluso le cedió su cama para que ella pudiera descansar y esperar hasta el día siguiente, cuando regresaría la curandera.

En la mañana; Florinda dijo que de repente la despertó un dolor agudo en la pierna. Una mujer le movía la pierna, presionándola con un trozo de madera lustrosa.

– La curandera era una mujer bonita -prosiguió Florinda-. Miró mi pierna y meneó la cabeza. "Ya se quién te hizo esto", me dijo. "O le han debido de pagar muy bien, o te miró y se dio cuenta de que eres una pinche pendeja que vale madre. ¿Cómo crees que fue?"

Florinda rió. Me dijo que lo único que se le ocurrió fue que la curandera o estaba loca o era una mujer grosera. No podía concebir que alguien en el mundo pudiese creer que ella era un ser que no valía nada. Incluso, a pesar de que se hallaba en medio de dolores agudísimos, le hizo saber a la mujer, sin escatimar palabras, que ella era una persona rica y honorable, y que nadie la podía tomar por tonta.

Florinda dijo que la curandera cambió de actitud al instante. Pareció haberse asustado. Respetuosamente se dirigió a ella diciéndole "señorita", se levantó de la silla donde estaba sentada y ordenó que todos salieran del cuarto. Cuando estuvieron solas, la curandera se abalanzó sobre Florinda, se sentó en el lecho y le empujó la cabeza hacia atrás sobre el borde de la cama. Florinda resistió con toda su fuerza. Creyó que la iba a matar. Quiso gritar, poner en guardia a sus sirvientes, pero la curandera rápidamente le cubrió la cabeza con una cobija y le tapó la nariz. Florinda se ahogaba y tuvo que respirar con la boca abierta. Mientras más le presionaba el pecho la curandera y mientras más le apretaba la nariz, Florinda abría más y más la boca. Cuando advirtió lo que la curandera realmente estaba haciendo, ya había bebido todo el asqueroso líquido que contenía una gran botella que la curandera le había colocado en la boca. Florinda comentó que la curandera la había manejado tan bien, que ella ni siquiera se atragantó a pesar de que su cabeza colgaba a un lado de la cama.

– Bebí tanto líquido que estuve a punto de vomitar -continuó Florinda-. La curandera me hizo sentar y me miró fijamente a los ojos, sin parpadear. Yo quería meterme el dedo en la garganta y vomitar. Me dio sendas bofetadas hasta que me sangraron los labios. ¡Una india dándome de bofetadas! ¡Sacándome sangre de los labios! Ni siquiera mi padre o mi madre me habían puesto las manos encima. Mi sorpresa fue tan enorme que me olvidé de la náusea.

"Llamó a mi gente y les dijo que me llevaran a casa. Después se inclinó sobre mí y me puso la boca en el oído para que nadie más pudiese oírla. ‘Sino regresas en nueve días, pendeja’, me susurró, ‘te vas a hinchar como sapo y que Dios te proteja de lo que te espera’.

Florinda me contó que el líquido le había irritado la garganta y las cuerdas vocales. No podía emitir una sola palabra. Esta era, sin embargo, la menor de sus preocupaciones. Cuando llegó a su casa, Celestino la esperaba, frenético, vociferando lleno de rabia. Como no podía hablar, Florinda tuvo la posibilidad de observarlo. Advirtió que su ira no se debía a una preocupación por el estado de salud de ella, era más bien un desasosiego debido al temor de que sus amigos se burlaran de él. Siendo hombre pudiente y de posición social, no podía tolerar que lo consideraran como alguien que recurre a curanderas indias. A gritos, Celestino le dijo que se quejaría al comandante del ejército y que haría que los soldados capturasen a la curandera y la trajeran al pueblo para azotarla y meterla en la cárcel. Estas no fueron amenazas vanas; de hecho, Celestino obligó al comandante para que enviase una patrulla a capturar a la curandera. Los soldados regresaron unos días después con la noticia de que la mujer había huido.

La criada tranquilizó a Florinda asegurándole que la curandera la estaría esperando si ella se aventuraba a regresar. Aunque la inflamación de la garganta persistió al punto de que no podía ingerir comida sólida y apenas podía tomar líquidos, Florinda no veía la hora de volver a la curandera. La medicina había mitigado el dolor de su pierna.

Cuando hizo conocer sus intenciones a Celestino, éste se puso tan furioso que contrató a ciertas personas para que lo ayudasen a poner fin por sí mismo a toda esa insensatez. El y tres de sus hombres de confianza salieron a caballo antes que ella.

Cuando Florinda llegó a casa de la curandera, esperaba encontrarla quizá muerta, pero en vez de eso encontró a Celestino sentado, solo. Había enviado a sus hombres a tres distintos lugares del rumbo con órdenes de traer a la curandera, por medio de la fuerza si eso era necesario. Florinda reconoció al anciano que había conocido la vez anterior, lo vio cómo trataba de calmar a Celestino, asegurándole que quizás alguno de los hombres regresaría pronto con la mujer.

Tan pronto como Florinda fue colocada en una cama en la entrada de la casa, la curandera salió de un cuarto. Empezó a insultar a Celestino, gritándole obscenidades hasta que él se indignó tanto que se lanzó a golpearla. El anciano lo contuvo y le suplicó que no le pegara. Se lo imploró de rodillas, haciéndole ver que la curandera era ya una mujer de edad. Celestino no se conmovió. Dijo que aunque fuera vieja, él la iba a azotar con las riendas de su caballo. Avanzó para agarrarlo, pero se detuvo en seco. Seis hombres de apariencia temible salieron de tras las matas blandiendo machetes. Florinda me dijo que el terror paralizó a Celestino en el lugar donde se hallaba. Se quedó mortalmente pálido. La curandera fue a él y le dijo que o dócilmente se dejaba que ella le diera de azotes en el trasero, o sus ayudantes lo harían pedazos. En un momento, la curandera lo redujo a nada. Se rió de él en su cara. Sabía que lo tenía dominado y lo dejó hundirse. El mismo se metió en la trampa -prosiguió Florinda-, como buen tonto imprudente que era, embriagado con sus ideas bonachonas de ser hombre pudiente y de posición social. Con todo lo orgulloso que era, Celestino se encorvó dócilmente para que lo azotaran.

Florinda me miró y sonrió. Guardó silencio durante unos momentos.

– El primer principio del arte de acechar es que los guerreros eligen su campo de batalla -me dijo-. Un guerrero sólo entra en batalla cuando sabe todo lo que puede acerca del campo de lucha. En la batalla con Celestino, la curandera me enseñó el primer principio de acechar.

“Después, ella se acercó a donde me habían acostado. Yo lloraba porque era lo único que podía hacer. Ella parecía preocupada. Me arropó los hombros con mi cobija y sonrió y me guiñó un ojo.”

"Aún sigue el trato, vieja pendeja", dijo. ‘Regresa tan pronto como puedas si es que quieres seguir viviendo. Pero no traigas a tu patrón contigo, vieja reputa. Trae nada más a los que sean absolutamente necesarios’.

Florinda fijó sus ojos en mí durante un momento. De su silencio concluí que esperaba comentarios.

– Eliminar todo lo innecesario es el segundo principio del arte de acechar -dijo, sin darme tiempo de decir nada.

Estaba yo tan absorto en su narración que no me había dado cuenta de que la pared de niebla había desaparecido, simplemente advertí que ya no estaba allí. Florinda se levantó de su silla y me llevó a la puerta. Allí nos quedamos un rato, como habíamos hecho al final de nuestro primer encuentro.

Florinda dijo que la ira de Celestino también había permitido a la curandera demostrarle -no a su razón, sino a su cuerpo- los primeros tres preceptos de la regla para acechadores. Aunque su mente estaba concentrada exclusivamente en ella misma, ya que nada existía para ella aparte de su dolor físico y de la angustia de perder la belleza, su cuerpo sí pudo reconocer todo lo que aconteció; y todo lo que necesitó más tarde fue una leve reminiscencia a fin de colocar cada cosa en su lugar.