En la sesión que vendría a ser la última, Florinda, como había hecho al principio de nuestra instrucción, me esperaba en el vestíbulo. Me tomó del brazo y me llevó a la sala. Tomamos asiento. Me advirtió que no tratara aún de hallarle sentido a mis viajes con doña Soledad. Me explicó que los acechadores son innatamente distintos a los ensoñadores en la manera como utilizan el mundo, y que lo que doña Soledad hacía conmigo era tratar de ayudarme a voltear la cabeza.
Cuando don Juan me describió el concepto de voltear la cabeza del guerrero para enfrentar una nueva dirección, yo lo había entendido como una metáfora que señalaba un cambio de actitud. Florinda me dijo que mi idea era correcta, pero que no se trataba de una metáfora. Era verdad que los acechadores voltean la cabeza; sin embargo, no lo hacen para enfrentar una nueva dirección, sino para enfrentarse al tiempo de una manera distinta. Los acechadores encaran el tiempo que llega. Normalmente encaramos el tiempo cuando éste se va de nosotros. Sólo los acechadores pueden cambiar esta situación y enfrentar el tiempo cuando éste avanza hacia ellos.
Florinda me explicó que voltear la cabeza no significa que uno ve el futuro, sino que uno ve el tiempo como algo concreto, pero incomprensible. Por tanto, era superfluo tratar de clarificar lo que doña Soledad y yo hacíamos. Todo esto tendría sentido cuando yo pudiera percibir la totalidad de mí mismo y tuviese entonces la energía necesaria para descifrar ese misterio
Florinda me dijo, en el tono de alguien que revela un secreto, que doña Soledad era una acechadora suprema, la llamaba la más grande de todas. Decía que doña Soledad podía cruzar las líneas paralelas en cualquier momento. Además, ninguno de los guerreros del grupo del nagual Juan Matus había podido hacer lo que ella había hecho. Doña Soledad, a través de sus técnicas impecables de acechar, había encontrado su ser paralelo.
Florinda me explicó que cualquiera de las experiencias que tuve con el nagual Juan Matus, con Genaro, Silvio Manuel o con Zuleica, sólo eran mínimas porciones de la segunda atención; todo lo que doña Soledad me estaba ayudando a presenciar era también una porción mínima; pero, eso sí, diferente.
Doña Soledad no sólo me había hecho enfrentar el tiempo que llega, sino que también me llevó a su ser paralelo. Florinda definía el ser paralelo como el contrapeso que todos los seres vivientes tienen por el hecho de ser entidades luminosas llenas de energía inexplicable. El ser paralelo de una persona es otra persona del mismo sexo que está unida íntima e inextricablemente a la primera. Coexisten en el mundo al mismo tiempo. Los dos seres paralelos son como las dos puntas de la misma vara.
Florinda me dijo que a los guerreros, por lo general, les es casi imposible encontrar a su ser paralelo. Pero quienquiera que es capaz de lograrlo encontrará en su ser paralelo, tal como lo había hecho doña Soledad, una fuente infinita de juventud y de energía.
Florinda se puso en pie abruptamente, me condujo al cuarto de doña Soledad y me dejó a solas con ella. Quizá porque ya sabía que ése sería nuestro último encuentro, me invadió una extraña ansiedad. Doña Soledad sonrió cuando le referí lo que Florinda me acababa de decir. Dijo, con una verdadera humildad de guerrero, que ella no me estaba enseñando nada, que todo lo que había aspirado a hacer era llevarme donde su ser paralelo, porque allí se retiraría después que el nagual Juan Matus y sus guerreros dejaran el mundo. Dijo que en nuestro encuentro, sin embargo, había ocurrido algo que rebasaba su comprensión. Ella y yo, según Florinda le había explicado, habíamos mutuamente aumentado nuestra energía individual y que eso nos había hecho enfrentar el tiempo venidero, pero no en pequeñas dosis, como Florinda habría preferido que lo hiciéramos, sino en enormes porciones, como mi desenfrenada naturaleza lo quería.
Doña Soledad y yo entramos por última vez juntos en la segunda atención. El resultado de ese encuentro fue aún más asombroso para mí. Doña Soledad, su ser paralelo y yo permanecimos juntos en lo que yo sentí que fue un lapso extraordinariamente largo. Vi todos los rasgos del rostro de su ser paralelo. Sentí que éste trataba de decirme quién era. También parecía saber que ese era nuestro último encuentro. Había una sensación abrumadora de fragilidad en su mirada. Después, una fuerza que semejaba un viento nos arrojó adentro de algo que no tenía sentido para mí.
Florinda, de repente, me ayudó a levantarme. Me tomó del brazo y me llevó a la puerta. Doña Soledad fue con nosotros. Florinda dijo que iba a ser muy difícil recordar todo lo que había acontecido allí, porque me estaba dando totalmente a mi manía intelectual; esto era un asunto que sólo empeoraría porque ellos estaban a punto de partir del mundo y yo no tendría más a nadie que me ayudara a cambiar niveles de conciencia. Añadió que algún día doña Soledad y yo nos toparíamos de nuevo en el mundo de todos los días.
Fue entonces cuando me volví a doña Soledad y le supliqué que cuando nos viéramos de nuevo me liberara de mi prisión; le dije que si ella fracasaba debería matarme porque yo no quería vivir en la pobreza de mi racionalidad.
– Es una estupidez decir eso -dijo Florinda-. Somos guerreros, y los guerreros tienen una sola meta en la mente: ser libres. Morir y ser devorado por el Águila es el destino del hombre. Por otra parte, querer salirnos de nuestro destino, querer entrar serenos y desprendidos a la libertad, es la audacia final.
XV. LA SERPIENTE EMPLUMADA
Habiendo alcanzado cada una de las metas que especificaba la regla, don Juan y su grupo de guerreros estaban listos para la tarea final, abandonar el mundo. Lo que nos quedaba a la Gorda, a los demás aprendices y a mí era presenciar su salida. Había un solo problema irresoluto: ¿qué hacer con los aprendices? Don Juan decía que, propiamente, deberían acompañarlos incorporándose a su propio grupo; sin embargo, no estaban listos. Las reacciones que habían tenido al intentar cruzar el puente habían demostrado cuáles eran sus debilidades.
Don Juan decía que la decisión de su benefactor de esperar años para congregar el grupo de sus guerreros, había sido una decisión sensata que produjo resultados positivos, en tanto que su propia determinación de reunirme sin pérdida de tiempo con la mujer nagual y mi propio grupo había sido casi fatal para nosotros.
Don Juan no expresaba esto como una queja o una acusación sino como la afirmación de la libertad del guerrero de escoger y aceptar su selección. Dijo, además, que en un comienzo él consideró seriamente seguir el ejemplo de su benefactor, y que de haberlo hecho habría descubierto con la suficiente anticipación que yo no era un nagual como él, y que nadie más, a excepción mía, habría quedado enredado en su mundo. Como estaban las cosas, Lidia, Rosa, Benigno, Néstor y Pablito tenían serias desventajas; la Gorda y Josefina necesitaban tiempo para perfeccionarse; tan sólo Soledad y Eligio estaban a salvo, pues ellos quizás eran más hábiles que los guerreros viejos de su propio grupo. Don Juan añadió que les correspondía a los nueve sopesar las circunstancias desfavorables o favorables y, sin lamentarse ni desesperarse ni darse palmaditas en la espalda, convertir su maldición o bendición en un incentivo.
Don Juan señaló que no todo en nosotros había sido un fracaso: lo poco que nos tocó ver y hacer entre sus guerreros había sido un éxito completo en el sentido de que la regla encajaba en cada uno de mi grupo, a excepción mía. Estuve completamente de acuerdo con él. Para empezar, la mujer nagual era todo lo que la regla. prescribía. Tenía gracia, control; era un ser en guerra y, sin embargo, completamente en paz. Sin ninguna preparación evidente, supo tratar y guiar a todos los dotados guerreros de don Juan a pesar de que éstos tenían la suficiente edad como para ser sus abuelos. Ellos aseguraban que ella era una copia al carbón de la otra mujer nagual que habían conocido. Reflejaba a la perfección a cada una de las ocho guerreras de don Juan y consecuentemente también podía reflejar a las cinco mujeres que él había hallado para mi grupo, pues éstas eran las réplicas de las mayores. Lidia era como Hermelinda, Josefina era como Zuleica, Rosa y la Gorda eran como Nélida, y Soledad era como Delia.