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Cuando nosotros llegamos a la esquina, los dos hombres aún conservaban la misma distancia. No pude distinguir sus rasgos. Uno era fornido, como don Juan, y el otro, delgado como don Genaro. Los dos hombres dieron vuelta en otra esquina y de nuevo corrimos estrepitosamente tras ellos. La calle en la que habían volteado se hallaba desierta y conducía a las afueras de la ciudad. Se curvaba un tanto hacia la izquierda En ese momento, algo ocurrió que me hizo pensar que en realidad sí podría tratarse de don Juan y don Genaro. Fue un movimiento que hizo el hombre más pequeño. Se volvió tres cuartos de perfil hacia nosotros e inclinó su cabeza como diciéndonos que los siguiéramos, algo que don Genaro acostumbraba hacer cuando íbamos al campo. Siempre caminaba delante de mí, instándome, alentándome con un movimiento de cabeza para que yo lo alcanzara.

La Gorda empezó a gritar a todo volumen:

– ¡Nagual! ¡Genaro! ¡Espérense!

Corría adelante de mí. A su vez, ellos caminaban con gran rapidez hacia unas chozas que apenas se distinguían en la semioscuridad. Debieron entrar en alguna de ellas o enfilaron por cualquiera de las numerosas veredas; repentinamente, ya no los vimos más.

La Gorda se detuvo y vociferó sus nombres sin ninguna inhibición. Varias personas salieron a ver quién gritaba. Yo la abracé hasta que se calmó.

– Estaban exactamente enfrente de mí -aseguró, llorando-, ni siquiera a un metro de distancia. Guando grité y te dije que los vieras, en un instante ya se encontraban una cuadra más lejos.

Traté de apaciguarla. Se hallaba en un alto estado de nerviosismo. Se colgó de mí, temblando. Por alguna razón indescifrable, yo estaba absolutamente seguro de que esos hombres no eran don Juan ni don Genaro, por tanto no podía compartir la agitación de la Gorda. Me dijo que teníamos que regresar a casa, que el poder no le permitiría ir conmigo a Los Ángeles, ni siquiera a la ciudad de México. Estaba convencida de que el haberlos visto, significaba un augurio. Desaparecieron señalando hacia el este, hacia el pueblo de ella.

No presenté objeciones para volver a su casa en ese mismo instante. Después de las cosas que nos habían ocurrido ese día, debería estar mortalmente fatigado. En cambio, me hallaba vibrando con un vigor de los más extraordinarios, que me recordaba los días con don Juan, cuando había sentido que podía derribar murallas con los hombros.

Al regresar al auto me sentí lleno del más apasionado afecto por la Gorda. Nunca podría agradecerle suficientemente su ayuda. Pensé que lo que fuera que ella hizo para ayudarme a ver los huevos luminosos, había dado resultado. Además, la Gorda fue muy valerosa arriesgándose al ridículo, e incluso a alguna injuria física, al sentarse conmigo en esa banca. Le expresé mi gratitud. Ella me miró como si yo estuviera loco y después soltó una carcajada.

– Yo pensé lo mismo de ti -reconoció-. Pensé que tú lo habías hecho nada más por mí. Yo también vi los huevos luminosos. Esta fue la primera vez para mí también. ¡Hemos visto juntos! Como el nagual y Genaro solían hacerlo.

Cuando abría la puerta del auto para que entrara la Gorda, todo el impacto de lo que habíamos hecho me golpeó. Hasta ese momento estuve aturdido, algo en mí me había vuelto lerdo. Ahora, mi euforia era tan intensa como la agitación de la Gorda momentos antes. Quería correr por la calle y pegar de gritos. Le tocó a la Gorda contenerme. Se encuclilló y me masajeó las pantorrillas. Extrañamente, me calmé en el acto. Descubrí que me estaba resultando difícil hablar. Mis pensamientos iban por delante de mi habilidad para verbalizarlos.

No quería manejar de regreso a la casa en ese instante. Me parecía que aún había mucho que hacer. Como no podía explicar con claridad lo que quería, prácticamente arrastré a la renuente Gorda de vuelta al zócalo, pero a esa hora ya no encontramos bancas vacías. Me estaba muriendo de hambre, así que empujé a la Gorda hacia un restaurante. Ella pensó que no podría comer, pero cuando nos trajeron la comida tuvo tanta hambre como yo. El comer nos tranquilizó por completo.

Más tarde, esa noche, nos sentamos en la banca. Yo me había refrenado para no hablar de lo que nos sucedió, hasta que tuviéramos oportunidad de sentarnos allí. En un principio, la Gorda no parecía dispuesta a hablar. Mi mente se hallaba en un extraño estado de regocijo. En tiempos anteriores experimenté momentos similares con don Juan, pero éstos se hallaban asociados, inevitablemente, con los efectos posteriores a la ingestión de plantas alucinogénicas.

Empecé por describir a la Gorda lo que había visto. El rasgo de esos huevos luminosos que más me impresionó eran los movimientos. No caminaban. Se movían como si flotaran y, sin embargo, se hallaban en el suelo. La manera como se movían era desagradable. Sus movimientos eran mecánicos, torpes y a sacudidas. Cuando se movían, toda su forma se volvía más pequeña y redonda; parecían brincar o tironearse, o sacudirse de arriba abajo con gran velocidad. El resultado era un temblor nervioso sumamente fatigoso. Quizá la manera más aproximada de describir esa molestia física causada por los movimientos sería decir que sentí como si hubieran acelerado las imágenes de una película.

Otra cosa que me intrigaba era que no podía vislumbrar sus piernas. Una vez había visto una representación de ballet en la que los bailarines imitaban el movimiento de soldados en patines de hielo; para lograr el efecto se pusieron túnicas sueltas que llegaban hasta el suelo. No había manera de verles los pies, de allí la ilusión de que se deslizaban sobre el hielo. Los huevos luminosos que habían desfilado frente a mí me dieron la impresión de que se desplazaban sobre una superficie áspera. La luminosidad se sacudía de arriba abajo casi imperceptiblemente, pero lo suficiente como para casi hacerme vomitar. Cuando los huevos luminosos reposaban, empezaban a extenderse. Algunos eran tan largos y rígidos que parecían las imágenes de un ícono de madera.

Otro rasgo aún más perturbador de los huevos luminosos era la ausencia de ojos. Nunca había comprendido tan punzantemente hasta qué punto nos atraen los ojos de los vivientes. Los huevos luminosos estaban completamente vivos y me observaban con gran curiosidad. Los podía ver sacudiéndose de arriba abajo, inclinándose para mirarme, pero sin ojos.

Muchos de estos huevos luminosos tenían manchas negras: huecos enormes bajo la parte media. Otros no las tenían. La Gorda me había dicho que la reproducción afecta a los cuerpos, lo mismo de mujeres que de hombres, provocándoles un agujero bajo el estómago; empero, las manchas de esos seres luminosos no parecían agujeros. Eran áreas sin luminosidad, pero en ellas no había profundidad. Los que tenían las manchas parecían ser apacibles, o estar cansados; la cresta de su forma de huevo se hallaba ajada, se veía opaca en comparación con el resto del brillo. Por otra parte, los que no tenían manchas eran cegadoramente brillantes. Los imaginaba peligrosos. Se veían vibrantes, llenos de energía y blancura.

La Gorda dijo que en el instante que apoyé mi cabeza sobre la suya, ella también entró en un estado que parecía ensoñar. Estaba despierta, pero no se podía mover. Se hallaba consciente de que había gente apilándose en torno a nosotros. Entonces los vio convirtiéndose en burbujas luminosas y finalmente en criaturas con forma de huevo. Ella ignoraba que yo también estaba viendo. En un principio pensó que yo simplemente la estaba cuidando, pero después la impresión de mi cabeza fue tan pesada que con toda claridad concluyó que yo también tenía que estar ensoñando. Por mi parte, sólo hasta después que me incorporé y descubrí al tipo acariciándola, porque ella parecía dormir, tuve idea de lo que pudiera estar ocurriéndole.

Nuestras visiones diferían en cuanto que ella podía distinguir a los hombres de las mujeres por la forma de unos filamentos que ella llamó "raíces". Las mujeres, dijo, tenían espesos montones de filamentos que semejaban la cola de un león; éstos crecían hacia adentro a partir de los genitales. Explicó que esas raíces eran las donadoras de vida. El embrión, para poder efectuar su crecimiento, se adhiere a una de estas raíces nutritivas y después la consume por completo, dejando sólo un agujero. Los hombres, por otra parte, tenían filamentos cortos que estaban vivos y flotaban casi separados de la masa luminosa de sus cuerpos.