– Benigno cree ahora que esto nos está ayudando para que nuestros cuerpos recuerden -prosiguió Néstor-. La Gorda, por ejemplo, juega de una manera bien rara. Siempre gana, no importa en qué posición se ponga. Benigno cree que es porque su cuerpo recuerda.
Les pregunté si ellos también observaban la regla del silencio. Se rieron. Pablito dijo que, más que nada, la Gorda quería ser como el nagual Juan Matus. Lo imitaba deliberadamente, hasta en los detalles más absurdos.
– ¿Quieren decir que entonces sí podemos hablar entre nosotros de lo que paso la otra noche? -pregunté, casi perplejo, ya que la Gorda había sido tan enfática al negarse a hacerlo.
– Nosotros no tenemos trabas -reconoció Pablito-. Tú eres el nagual.
– Aquí, Benigno se acordó de algo pero bien, bien extraño -precisó Néstor, sin mirarme.
– Yo creo que fue un ensueño a medias -adujo Benigno-. Pero Néstor cree que no.
Esperé con paciencia. Con un movimiento de cabeza, les urgí a que continuaran.
– El otro día él se acordó de que tú le enseñaste cómo encontrar huellas de gente en la tierra floja -declaró Néstor.
– Tuvo que haber sido un ensueño -dije.
Quería reír de lo absurdo que era eso, pero los tres me miraron con ojos suplicantes.
– Es absurdo -recalqué.
– De cualquier manera, más vale que te diga que yo tengo un recuerdo parecido -dijo Néstor-. Tú me llevaste a unas rocas y me explicaste cómo esconderme. Lo mío no fue un ensueño a medias. Yo estaba bien despierto. Un día iba caminando con Benigno, buscando plantas, y de repente me acordé que tú me aleccionaste, así es que me escondí como tú me enseñaste y le pegué un sustazo a Benigno.
– ¿Yo te enseñé? ¿Cómo pudo ser? ¿Cuándo?
Me estaba empezando a poner nervioso. Ninguno de ellos parecía bromear.
– ¿Cuándo? Ahí está la cosa -convino Néstor-. No podemos acordarnos de cuándo. Pero Benigno y yo sabemos que eras tú.
Me sentí pesado, oprimido. Mi respiración se volvió más dificultosa. Tuve miedo de volver a sentirme mal. En ese momento decidí contarles lo que la Gorda y yo habíamos visto juntos. Hablar de eso me calmó. Al final de mi narración, de nuevo ya podía controlarme.
– El nagual Juan Matus nos dejó un poquito abiertos -dijo Néstor-. Todos nosotros podemos ver un poco. Vemos agujeros en la gente que tiene hijos y también, de vez en vez, vemos un pequeño resplandor en la gente. Puesto que tú no ves nada, parece que el nagual te dejó completamente cerrado para que te vayas abriendo desde dentro. Ahora ya le ayudaste a la Gor da y ella puede ver por sí misma o, de lo contrario, está dejando que la lleves a cuestas.
Les dije que lo que había ocurrido en Oaxaca pudo haber sido una chiripa.
Pablito pensó que deberíamos ir a la roca favorita de Genaro y sentarnos allí con las cabezas juntas. Los otros dos dijeron que la idea era brillante. Yo no presenté objeciones. Aunque estuvimos sentados allí un largo rato, nada pasó. Pero nos sentimos muy bien.
Cuando aún nos hallábamos sentados en la roca les conté de los dos hombres que la Gorda y yo creímos que eran don Juan y don Genaro. Se resbalaron de la roca inmediatamente y entraron a casa de la Gorda. Néstor era el más agitado. Estaba casi incoherente. Todo lo que pude entender fue, así supuse, que todos ellos estuvieron esperando un signo de esta naturaleza.
La Gorda nos estaba esperando a la puerta. Ya sabía lo que yo les había dicho.
– Yo tan sólo quería darle tiempo a mi cuerpo -aclaró, antes de que nosotros pudiéramos decir algo-. Tenía que estar completamente segura, y ya lo estoy. Eran el nagual y Genaro.
– ¿Qué hay en esas chozas donde desaparecieron? -preguntó Néstor.
– No se metieron allí -aseguró la Gorda-. Se fueron caminando por el campo abierto, hacia el Este. En dirección de este pueblo.
Parecía estar decidida a apaciguarlos. Les pidió que se quedaran, pero rehusaron, se disculparon y se fueron. Estaba seguro de que se sentían incómodos en presencia de ella, quien parecía estar muy enojada. Yo más bien me divertí con las explosiones de temperamento de la Gorda, y esto era bastante contrario a mis reacciones normales. Siempre me había sentido inquieto en presencia de alguien que estaba enojado, con la misteriosa excepción de la Gorda.
Durante las primeras horas de la noche nos congregamos en el cuarto de la Gorda. Todos se veían preocupados. Tomaron asiento silenciosamente, mirando al piso. La Gorda trató de iniciar la conversación. Explicó que no había estado ociosa, que hizo ciertas indagaciones y que encontró una solución.
– Esto no es un asunto de hacer indagaciones -dijo Néstor-. Esta es una tarea de recordar con el cuerpo.
Parecía que todos habían estado conferenciando entre sí, a juzgar por los asentimientos que Néstor obtuvo de los otros. Eso nos dejó aparte a la Gorda y a mí.
– Lidia también recuerda algo -continuó Néstor-. Ella creía que era su pura estupidez, pero al oír lo que yo recordé, nos dijo que este nagual la llevó con una curandera y la dejó allí para que le curaran los ojos.
La Gorda y yo nos volvimos hacia Lidia. Ella inclinó la cabeza como si estuviera avergonzada. Habló entre dientes. El recuerdo seguramente le era muy doloroso. Dijo que cuando don Juan la encontró por primera vez, sus ojos estaban infectados y no podía ver. Alguien la llevó en automóvil una gran distancia, a una curandera que la sanó. Lidia siempre estuvo convencida de que don Juan había hecho eso, pero al oír mi voz se dio cuenta de que yo fui quien la llevó allí. La incongruencia de tal recuerdo la hundió en una agonía desde el primer día que me conoció.
– Mis oídos no me mienten -añadió Lidia después de un largo silencio-. Tú fuiste el que me llevó allí.
– ¡Imposible! ¡Imposible! -grité.
Mi cuerpo empezó a sacudirse, fuera de control. Tuve una sensación de dualidad. Quizá lo que yo llamo mi ser racional, incapaz de controlar al resto de mí tomó asiento como espectador. Una parte mía observaba, mientras otra se sacudía.
IV. EL TRANSBORDE DE LOS LINDEROS DEL AFECTO
– ¿Qué nos está pasando, Gorda? -le pregunté cuando los demás se habían ido.
– Nuestros cuerpos están recordando, pero no me da qué es lo que recuerdan -determinó.
– ¿Crees en esos recuerdos de Lidia, Néstor y Benigno?
– Claro que sí. Ellos son gente seria. No se pondrían a decir esas cosas así nomás por que sí.
– Pero lo que dicen es imposible. Me crees, ¿verdad, Gorda?
– Yo creo que no puedes recordar, pero de un momento a otro…
No concluyó la frase. Vino a mi lado y empezó a cuchichear en mi oído. Me contó que había algo que el nagual Juan Matus la había obligado a guardar hasta que llegara el momento propicio, algo que sólo debería usarse cuando no hubiese ninguna otra salida. Con un murmullo dramático añadió que el nagual previó la nueva organización que había surgido cuando yo me llevé a Josefina a Tula para que estuviera con Pablito. Dijo que existía una endeble oportunidad de que pudiéramos triunfar como grupo si seguíamos el orden natural de esa organización. Me explicó que, puesto que nos hallábamos divididos en parejas, formábamos un organismo viviente. Éramos una serpiente, una víbora de cascabel. La serpiente tenía cuatro secciones y se hallaba dividida en dos mitades longitudinales, masculina y femenina. Aseguró que ella y yo conformábamos la primera sección de la serpiente: la cabeza. Se trataba de una cabeza fría, calculadora, ponzoñosa. La segunda sección, formada por Néstor y Lidia, era el firme y bello corazón de la serpiente. La tercera era el vientre: un vientre furtivo, caprichoso, desconfiable, que componían Pablito y Josefina. Y la cuarta sección, la cola, donde se hallaba el cascabel, estaba formada por la pareja que en la vida real podía cascabelear en su lengua tzotzil por horas enteras, Benigno y Rosa.