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La Gorda se enderezó de la posición que había adoptado para susurrar en mi oído. Me sonrió y me dio unas palmaditas en la espalda.

– Eligio dijo una palabra que me ha estado dando vueltas en la cabeza -continuó-. Josefina está de acuerdo conmigo en que la palabra era "sendero", una y otra vez. ¡Vamos a ir por un sendero!

Sin darme oportunidad de formular preguntas, anunció que se iba a dormir un rato y que después congregaría al grupo para que nos fuéramos de viaje.

Iniciamos el camino antes de la medianoche y avanzamos bajo la brillante luz de la luna. Todos los demás, en un principio, se mostraron renuentes a salir, pero la Gorda, con gran habilidad, desplegó la supuesta descripción que don Juan hizo de la serpiente. Antes de echar a andar, lidia sugirió que lleváramos comida por si el viaje resultaba largo. La Gorda rechazó la sugerencia con base en que no teníamos idea de la naturaleza de la jornada. Recordó que el nagual Juan Matus una vez le señaló el principio de un sendero, y le dijo que en la oportunidad correcta debíamos ir a ese sitio para dejar que el poder del sendero se nos revelara. Añadió que no era camino de cabras, común y corriente, sino una línea natural de la tierra, la cual, había dicho el nagual, nos daría fuerza y conocimiento si la podíamos seguir y ser uno con ella.

Nos desplazamos bajó un liderazgo mixto. La Gorda aportaba el ímpetu y Néstor conocía el terreno en cuestión. Ella nos condujo a un lugar en las montañas. Néstor se hizo cargo entonces y localizó una vereda. Era evidente nuestra formación, con la cabeza como guía y los demás ordenados de acuerdo con el modelo anatómico de la serpiente: corazón, intestinos y cola. Los hombres iban a la derecha. Cada pareja a metro y medio detrás de la que avanzaba delante de ellos.

Caminamos tan rápida y calladamente como nos fue posible. Unos perros ladraron durante un rato; y conforme subíamos sólo iba quedando el sonido de los grillos. Caminamos mucho. De súbito, la Gorda se detuvo y tomó mi brazo. Nos señaló hacia delante. A unos veinte o treinta metros, exactamente en el centro del sendero, se hallaba la aparatosa silueta de un hombre enorme, de más de dos metros de altura. Nos bloqueaba el camino. Nos agrupamos en un montón apretado. Nuestros ojos se hallaban fijos en la forma oscura. No se movía. Después de un momento, Néstor avanzó unos pasos hacia él. Hasta entonces se movió la figura. Vino hacia nosotros. A pesar de ser gigantesca, caminaba ágilmente.

Néstor regresó corriendo. En el momento en que se nos unió, el hombre se detuvo. Audazmente, la Gorda dio un paso hacia él. El hombre correspondió con otro hacia nosotros. Era evidente que si continuábamos yendo hacia delante, chocaríamos con el gigante. Y no éramos partido para él, fuese lo que fuese. Sin esperar a comprobarlo, tomé la iniciativa, empujé a todos hacia atrás y prestamente los alejé de ese sitio.

Regresamos a casa de la Gorda, en silencio total. Nos tomó horas llegar. Estábamos absolutamente exhaustos. Cuando ya nos hallábamos a salvo, sentados en el cuarto de la Gorda, ésta habló:

Estamos fregados -me dijo-. No quisiste que avanzáramos. Esa cosa que vimos en el sendero era uno de tus aliados, ¿verdad? Salen de sus escondites cuando tú los jalas.

No respondí. No tenía caso protestar. Recordé las incontables veces en que yo creí que don Juan y don Genaro se habían conjurado el uno con el otro. Yo creía que mientras don Juan hablaba conmigo en la oscuridad, don Genaro se ponía un disfraz para asustarme, y don Juan insistía en que era un aliado. La idea de que hubiera aliados o entidades en el mundo, que escapan a nuestra atención cotidiana, resultaba demasiado inverosímil para mí. Pero luego, mi forma de vida me hizo descubrir que los aliados de los que don Juan hablaba sí existían en realidad; eran, como él dijera, entidades en el mundo.

Con un estallido autoritario, extraño para mí en mi vida de todos los días, me puse en pie y le dije a la Gorda y al resto que les tenía una proposición y que podían aceptarla o rehusarla. Si estaban listos para irse de allí yo me hallaba dispuesto a asumir la responsabilidad de llevarlos a otra parte. Si no estaban listos, me sentiría exonerado de toda relación ulterior con ellos.

Sentí un brote de optimismo y seguridad. Nadie dijo nada. Me miraron silenciosamente, como si en su interior sopesaran mi proposición.

– ¿Cuánto tiempo les llevaría juntar todas sus cosas? -pregunté.

– No tenemos cosas -dijo la Gorda-. Nos iremos como estamos. Y nos podemos ir en este mismo minuto si es necesario. Pero si podemos esperar tres días, todo irá mejor.

– ¿Qué pasará con las casas que tienes? -pregunté.

– Soledad se encargará de eso.

Esa era la primera ocasión en que se mencionaba el nombre de doña Soledad, desde la última vez que la había visto. Esto me intrigó tanto que transitoriamente olvidé el drama del momento. Me senté. La Gorda se mostró indecisa a responder a mi pregunta, acerca de doña Soledad. Néstor se adelantó y replicó que doña Soledad andaba por ahí, pero que ninguno de ellos sabía gran cosa de sus actividades. Y venía sin avisarle a nadie, y el arreglo entre ellos consistía en que ellos cuidarían la casa de ella, y viceversa. Doña Soledad sabía que ellos tendrían que irse tarde ó temprano, y que ella asumiría la responsabilidad de hacer lo que fuera necesario para disponer de las propiedades.

– ¿Y como le van a avisar? -pregunté.

– Eso es cosa de la Gorda -respondió Néstor-. Nosotros no sabemos dónde está.

– ¿Dónde está doña Soledad, Gorda? -pregunté.

– ¿Cómo diablos lo voy a saber? -me replicó.

– Pero tú eres quien la llama -dijo Néstor.

La Gorda me miró. Era una mirada casual, pero me dio un escalofrío. Pude reconocer esa mirada; pero, ¿de dónde? Las profundidades de mi cuerpo se agitaron, mi plexo solar adquirió una solidez que nunca antes había sentido. Mi diafragma parecía empujar por su propia cuenta. Me hallaba considerando si debería tenderme en el suelo, cuando de pronto me hallé parado.

– La Gorda no sabe -les advertí-. Yo soy el único que sabe dónde está.

Hubo una conmoción, quizá más en mí que en nadie. Acababa de hacer esa afirmación sin ninguna base racional. Sin embargo, en el momento en que la hice tuve la convicción exacta de que sabía dónde se hallaba. Fue como un relámpago que cruzó mi conciencia. Vi una zona montañosa con picos áridos, muy rugosos; un terreno escabroso, frío y desolado.

Tan pronto como hube hablado, mi subsiguiente pensamiento consciente fue que sin duda había visto ese paisaje en una película y que la presión de estar con esa gente me estaba causando un colapso nervioso.

Les pedí disculpas por desconcertarlos de esa manera tan estrepitosa como involuntaria. Volví a tomar asiento.

– ¿Quieres decir que no sabes por qué dijiste eso? -me preguntó Néstor.

Había elegido cada palabra cuidadosamente. Lo natural, al menos para mi, era que hubiese dicho: "Así que en realidad no sabes dónde está". Les dije que algo desconocido me había posesionado. Les describí el terreno que vi y planteé la certeza que tuve de que doña Soledad se encontraba allí.