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– Eso nos pasa seguido -corroboró Néstor.

Me volví hacia la Gorda, quien asintió. Le pedí que se explicara.

– Estas cosas raras y confusas nos han estado viniendo a la cabeza -reforzó la Gorda-. Pregúntale a Lidia, o a Rosa, o a Josefina.

Desde que habían iniciado su nueva organización de vida, Lidia, Rosa y Josefina casi no me hablaban. Se limitaron a saludarme y a hacer comentarios triviales sobre la comida o el tiempo.

Lidia evitó mis ojos. Murmuró que había pensado que en momentos recordaba otras cosas.

– A veces, de veras te odio -me dijo-. Creo que estás haciendo el estúpido. Y después me acuerdo de que estuviste muy enfermo por nosotros. ¿Eras tú?

– Claro que era él -intervino Rosa-. Yo también recuerdo cosas. Me acuerdo de una señora que era muy buena conmigo. Me enseñó a lavarme, y este nagual me cortó el pelo por primera vez, mientras que la señora me tenía agarrada porque yo estaba espantada. Esa señora me quería. Ha sido la única persona que se ha preocupado por mí. Con mucho gusto me hubiera ido a la tumba por ella.

– ¿Quién era esa señora, Rosa? -le preguntó la Gorda con el aliento entrecortado.

– El sabe -afirmó Rosa.

Todos me miraron, esperando una respuesta. Me enojé y le grité a Rosa que no tenía por qué andar afirmando cosas que en realidad eran acusaciones. De ninguna manera yo les estaba mintiendo.

Rosa no se inmutó ante mi estallido. Calmadamente me explicó que se acordaba de la señora diciéndole que yo regresaría algún día, después de estar curado de mi enfermedad. Comprendió que la señora estaba atendiéndome, cuidándome para que yo recuperara la salud; por tanto, tenía que saber quién era ella y dónde estaba, puesto que ya estaba sano.

– ¿De qué estaba enfermo, Rosa? -quise saber.

– Te enfermaste porque no podías seguir con tu mundo -aseveró con la máxima convicción-. Alguien me dijo, y de esto creo que hace mucho tiempo, que tú no estabas hecho para nosotros, lo mismo que Eligio le dijo a la Gorda en su ensueño. Tú te fuiste por eso y Lidia nunca te perdonó. Te va a odiar más allá de este mundo.

Lidia protestó que sus sentimientos hacia mí no tenían nada que ver con lo que Rosa estaba diciendo. Ella simplemente era de temperamento brusco y se enojaba con facilidad ante mis estupideces.

Le pregunté a Josefina si ella también se acordaba.

– Claro que sí -afirmó con una sonrisa-. Pero tú ya me conoces, estoy loca. No puedes confiar en mi. No soy digna de confianza.

La Gorda insistió en escuchar lo que Josefina recordaba, pero ésta no quiso decir nada y todos se pusieron a discutir; finalmente, Josefina se dirigió a mí:

– ¿Qué caso tiene toda esta habladuría de acordarse? Es pura baba -afirmó-. Y no vale un pito.

Josefina pareció haber ganado un punto sobre todos nosotros. Ya no hubo más que decir. Todos empezaron a ponerse en pie para irse.

– Me acuerdo que me compraste ropas bonitas -dijo repentinamente Josefina-. ¿No te acuerdas de cuando me caí de las escaleras de una tienda? Casi me rompí la pierna y tú tuviste que sacarme cargada.

Todos volvieron a tomar asiento con los ojos fijos en Josefina.

– También recuerdo a una vieja loca -continuó-. Me pegaba y me correteaba por toda la casa hasta que tú te enojaste y la paraste.

Me sentí exasperado. Todos pendían de las palabras de Josefina, cuando ella misma nos había dicho que no confiáramos en ella porque estaba loca. Tenía razón. Sus recuerdos eran aberración pura para mí.

– Yo también sé por qué te enfermaste -prosiguió-. Yo estaba ahí. Pero no me acuerdo dónde. Te llevaron al otro lado de la pared de niebla para buscar a esta estúpida Gorda. Me supongo que se habría perdido. No tuviste fuerza para regresar. Cuando te sacaron ya estabas casi muerto.

El silencio que siguió a estas revelaciones fue opresivo. Yo tuve miedo de hacer más preguntas.

– No puedo recordar por qué demonios fue a dar allá la Gor da, o quién te trajo de regreso -continuó Josefina-. Pero sí me acuerdo que estabas tan enfermo que ya no me podías reconocer. Esta estúpida Gorda jura que no te conocía cuando llegaste por primera vez a esta casa hace unos meses. Yo te reconocí al instante. Me acordé de que tú eras el nagual que se enfermó. ¿Quieres saber una cosa? Creo que estas viejas nomás se están haciendo las difíciles. Y también los hombres, en especial ese estúpido Pablito. Tienen que acordarse. Ellos también estaban allí.

– ¿Te puedes acordar dónde estábamos? -pregunté.

– No. No puedo -negó Josefina-. Pero si tú me llevas ahí, lo sabré. Cuando nosotros estábamos allí nos decían los borrachos, porque siempre andábamos mareados. Yo era la menos mareada de todos, por eso me acuerdo bien.

– ¿Quién nos decía borrachos? -pregunté.

– A ti no, sólo a nosotros -replicó Josefina-. No sé quién, el nagual Juan Matus, supongo.

Miré a cada uno de ellos, y cada uno rehuyó mi mirada.

– Estamos llegando al final -murmuró Néstor, como si hablara consigo mismo-. Ya nuestro fin se nos está echando encima.

Parecía estar al borde de las lágrimas.

– Debería sentirme contento y orgulloso porque ya llegamos al final de nuestros días -continuó-. Y sin embargo estoy triste. ¿Puedes explicarme eso, nagual?

De repente, todos estábamos tristes. Incluso la desafiante Lidia había entristecido.

– ¿Qué les pasa a todos ustedes? -pregunté con tono conviviente-. ¿De qué final están hablando?

– Yo creo que todos saben de qué final se trata -manifestó Néstor-. Últimamente he estado experimentando sentimientos extraños. Algo nos llama. Y no nos dejamos ir como deberíamos. Nos aferramos.

Pablito tuvo un verdadero momento de galantería y apuntó que la Gorda era la única entre ellos que no se aferraba a nada. El resto, me aseguró, eran egoístas casi irremediables.

– El nagual Juan Matus nos dijo que cuando sea el momento de irnos de este mundo tendremos un signo -planteó Néstor-. Algo que en verdad nos guste nos saldrá al paso para llevarnos.

– Dijo que no tiene que ser nada grandioso -añadió Benigno-. Cualquier cosilla que nos guste será suficiente.

– Para mí, el signo aparecerá con la forma de los soldaditos de plomo que nunca tuve -me dijo Néstor-. Una hilera de húsares a caballo vendrá para llevarme. ¿Qué será en tu caso?

Recordé que una vez don Juan me había dicho que la muerte se escondía detrás de cualquier cosa imaginable, incluso detrás de un punto en mi cuaderno de notas. Me dio luego la metáfora definitiva de mi muerte. Yo le había dicho que una vez caminando por el Hollywood Boulevard, en Los Ángeles, había oído el sonido de una trompeta que tocaba una vieja, idiota tonada popular. La música venía de una tienda de discos al otro lado de la calle. Nunca antes había oído yo un sonido tan hermoso. Quedé extasiado con él. Me tuve que sentar en la acera. El límpido sonido metálico de esa trompeta se colaba directo a mi cerebro. Lo sentí por encima de mi sien derecha. Me apaciguó hasta que me embriagué con él. Cuando concluyó supe que nunca habría manera de repetir esa experiencia, y tuve el suficiente desapego para no ir corriendo a la tienda a comprar el disco y un equipo estereofónico en el cual tocarlo.

Don Juan dijo que ése había sido un signo que me fue dado por los poderes que gobiernan el destino de los hombres. Cuando me llegue el momento de dejar el mundo, en cualquier forma que sea, escucharé el mismo sonido de esa trompeta, la misma tonada idiota, el mismo trompetista inigualable.

El día siguiente fue frenético para todos. Parecían tener infinitas cosas que hacer. La Gorda dijo que sus quehaceres eran personales y que tenían que ser ejecutados por cada uno de ellos sin ninguna ayuda. Yo también tenía cosas que hacer. Me sentó muy bien quedarme solo. Manejé hasta el pueblo cercano que me había perturbado tanto. Fui directo a la casa que nos fascinara. Toqué a la puerta. Una señora abrió. Le inventé la historia de que yo, de niño, viví en esa casa y que quería verla de nuevo. La señora era muy gentil. Me dejó recorrer la casa, disculpándose reiteradamente por un inexistente desorden.