Había un acopio de recuerdos ocultos en esa casa. Allí se encontraban, podía sentirlos, pero no pude recordar nada.
Al día siguiente, la Gorda salió al amanecer; yo juzgué que estaría fuera todo el día, pero regresó a eso de las doce. Se veía muy molesta.
– Ya vino Soledad y quiere verte -me avisó llanamente.
Sin otra palabra de explicación me llevó a la casa de doña Soledad. Ésta se hallaba a la puerta. Se veía más joven y más fuerte que la última vez que hablé con ella. Sólo le quedaba un leve parecido con la mujer a la que yo había conocido años antes.
La Gorda parecía a punto de soltar las lágrimas. La tensión nerviosa por la que pasábamos hacía que su humor me fuera perfectamente comprensible. Se fue sin decir una palabra.
Doña Soledad dijo que sólo tenía muy poco tiempo para hablar conmigo y que estaba dispuesta a aprovechar hasta el último segundo. Se mostraba extrañamente diferente. Había un tono de urbanidad en cada palabra que decía.
Hice un gesto para interrumpirla y formular una pregunta. Quería saber dónde había estado. Ella me desairó de una manera delicadísima. Escogió cada palabra cuidadosamente, y reafirmó que la falta de tiempo sólo le permitiría decir lo que fuese esencial.
Atisbó en mis ojos durante un momento que me pareció largo y poco natural. Esto me molestó. Durante ese lapso bien pudo hablar conmigo y responderme varias preguntas. Rompió el silencio y empezó a decir lo que yo juzgué puras cosas absurdas. Dijo que me había atacado tal como yo se lo pedí el día en que cruzamos las líneas paralelas por primera vez, y que sólo esperaba que el ataque hubiera sido efectivo y que hubiese cumplido su propósito. Quise gritarle que yo nunca le había pedido nada de eso. No entendía nada de líneas paralelas y todo lo que me decía era insensato. Ella cerró mis labios con su mano. Me eché hacia atrás automáticamente. Pareció entristecerse. Dijo que no había manera de que pudiéramos hablar porque en ese momento estábamos en dos líneas paralelas y ninguno de los dos tenía la energía suficiente para cruzarlas; solamente sus ojos me expresarían su estado de ánimo.
Sin razón aparente comencé a tranquilizarme; algo dentro de mí se sintió cómodo. Advertí que las lágrimas rodaban por mis mejillas. Y después, una sensación increíble me posesionó momentáneamente. Fue un instante, pero lo suficientemente largo como para sacudir los cimientos de mi conciencia, o de mi persona, o de los que yo creo y siento que soy yo mismo. Durante ese breve instante supe que ella y yo nos hallábamos muy próximos el uno al otro en propósito y temperamento. Nuestras circunstancias eran semejantes. Le dije, sin decir palabra alguna, que la nuestra había sido una lucha ardua, pero que esa lucha aún no terminaba. Nunca terminaría. Ella me decía adiós. Me decía que nuestros caminos jamás se volverían a cruzar, que habíamos llegado al fin de un sendero. Una ola perdida de afiliación, de parentesco, surgió desde algún inimaginable rincón oscuro de mí mismo. Fue un relámpago, estalló como una carga eléctrica en mi cuerpo. La abracé; mi boca se movía, decía cosas que no tenían significado para mí. Sus ojos se iluminaron. Ella también me decía algo que yo no podía comprender. Lo único que me era claro era que yo había cruzado las líneas paralelas, y esto no tenía ningún significado pragmático para mí. Había una angustia almacenada dentro de mi, que empujaba hacia afuera. Alguna fuerza inexplicable me hendía. No podía respirar y todo se oscureció.
Sentí que alguien me movía, me sacudía con suavidad. El rostro de la Gorda se volvió nítido. Me hallaba tendido en la cama de doña Soledad, y la Gorda estaba sentada a mi lado. Nos hallábamos solos.
– ¿Dónde está doña Soledad? -pregunté.
– Se fue -respondió la Gorda.
Quería contarle todo a la Gorda. Ella me lo pidió. Abrió la puerta. Todos los aprendices se encontraban afuera, esperándome. Se habían puesto sus ropas más parchadas. La Gor da me explicó que rasgaron las demás que tenían. Ya empezaba a atardecer. Había dormido durante horas. Sin hablar, caminamos a casa de la Gorda, donde mi auto se hallaba estacionado. Todos se apilaron dentro, como niños que van a su paseo dominical.
Antes de subir al auto me quedé contemplando el valle. Mi cuerpo inició una lenta rotación e hizo un círculo completo, como si tuviese voluntad, propósito por sí mismo. Sentí que me hallaba capturando la esencia de ese lugar. Quería conservarlo dentro de mi, pues sabía inequívocamente que nunca lo volvería a ver en esta vida.
Los otros seguramente ya lo habían hecho. Estaban libres de melancolía, reían y se hacían bromas.
Arranqué el auto y nos fuimos. Cuando llegamos a la última curva de la carretera, el sol estaba poniéndose, y la Gorda gritó que me detuviera. Salió del auto y corrió hasta una pequeña colina que se hallaba junto al camino. Trepó a ella y echó una última mirada a su valle. Extendió sus brazos hacia él y trató de inhalarlo.
Descender esas montañas nos tomó un tiempo extrañamente corto; fue un viaje sin ningún tipo de percances. Todos iban callados. Traté de iniciar una conversación con la Gorda, pero ella se negó del todo. Explicó que esas montañas eran posesivas y que exigían ser dueñas de ellos, y que si no guardaban su energía, las montañas nunca los dejarían ir.
Una vez que llegamos a las tierras bajas, todos se animaron mucho más, la Gorda en especial. Parecía burbujear de energía. Incluso me proporcionó informaciones sin ninguna coacción de mi parte. Una de las cosas que dijo fue que el nagual Juan Matus le había dicho, y Soledad se lo confirmó, que había otro lado en nosotros. Al oír esto, los demás se unieron a la conversación con preguntas y comentarios. Todos se encontraban terriblemente confundidos con los extraños recuerdos que tenían de eventos que lógicamente no pudieron haber ocurrido. Puesto que algunos de ellos me habían conocido unos cuantos meses antes, recordarme en un pasado remoto era algo que rebasaba los confines de la razón.
Les hablé de mi encuentro con doña Soledad. Les describí mi sensación de haberla conocido íntimamente desde antes, y sobre todo, la sensación de haber cruzado inequívocamente lo que ella llamaba las líneas paralelas. Esto último les causó una gran agitación; parecía que ya habían escuchado el término con anterioridad, pero yo no estaba seguro de que comprendiesen lo que significaba. Para mí era una metáfora. Pero no podría asegurar si sería lo mismo para ellos.
Cuando nos acercábamos a la ciudad de Oaxaca expresaron el deseo de visitar el lugar donde la Gorda aseguró que don Juan y don Genaro habían desaparecido. Manejé directo hasta ese sitio. Salieron apresuradamente del auto y parecían estar orientándose, olfateando algo, buscando huellas. La Gorda señaló la dirección en la que creía que don Juan y don Genaro se habían ido.
– Cometiste un error terrible, Gorda -dijo Néstor en voz muy alta-. Ese no es el Este, es el Norte.
La Gorda protestó y defendió su opinión. Las mujeres la apoyaron, al igual que Pablito. Benigno no quiso comprometerse; sólo continuaba mirándome como si yo fuera el que proporcionaría la respuesta, lo cual hice. Me referí al mapa de la ciudad de Oaxaca que tenía en el auto. La dirección que la Gorda señalaba ciertamente era el Norte.
Néstor comentó que había estado seguro, desde el primer momento, que su partida del pueblo no fue prematura o forzada en lo más mínimo; el cronometraje había sido correcto. Los otros no tuvieron tal seguridad y sus titubeos fueron a raíz del error de la Gorda. Ellos habían creído, al igual que la Gorda, que el nagual señaló hacia el pueblo, lo cual significaba que debían quedarse allí. Yo admití, después de considerarlo, que a fin de cuentas yo era el único culpable, porque, a pesar de que tenía el mapa, no lo utilicé en aquel momento.