– En alguna parte de las montañas en estos alrededores. Es como una puerta. El nagual me dijo que había una hendidura natural en ese sitio, que ciertos lugares de poder son agujeros en este mundo; si no tienes forma, puedes pasar por uno de esos agujeros hacia lo desconocido, hacia otro mundo. Ese mundo y este mundo en que vivimos están en dos líneas paralelas. Hay muchas posibilidades de que todos nosotros hayamos sido llevados a través de esas líneas una o varias veces, pero no lo recordamos. Eligio está en ese otro mundo. Algunas veces llegamos a él a través del ensueño. Josefina, por supuesto, es la mejor ensoñadora de nosotros. Cruza las líneas todos los días, pero el estar loca la hace indiferente, hasta un poco tonta, así es que Eligio me ayudó a cruzar las líneas pensando que yo era más inteligente y resulté igual de pendeja. Eligio quiere que nos acordemos de nuestro lado izquierdo. Soledad me indicó que el lado izquierdo es la línea paralela a la que estamos viviendo en este momento. Así es que si Eligio quiere que lo recordemos, es porque tuvimos que haber estado allí. Y no en ensueños. Por eso es que todos nosotros recordamos cosas raras de vez en cuando.
Sus conclusiones eran lógicas dadas las premisas con las que operaba. Yo entendía lo que ella estaba diciendo; esos recuerdos desasociados que ninguno solicitaba, estaban empapados de la realidad de la vida cotidiana, y sin embargo no podíamos hallar la secuencia temporal que les correspondía, ninguna apertura en el continuo de nuestras vidas donde pudiesen encajar.
La Gorda se reclinó en la cama. Había desazón en sus ojos.
– Lo que me preocupa es cómo vamos a encontrar ese lugar de poder -se angustió-. Sin eso, no hay manera de hacer el viaje.
– Lo que a mí me preocupa es a dónde voy a llevarlos a todos ustedes y qué voy a hacer contigo -reflexioné.
– Soledad me explicó que iríamos al Norte, cuando menos hasta la frontera -recordó la Gorda-. Algunos de nosotros quizá vayamos más al norte. Pero tú no nos acompañarás hasta el final de nuestro camino. Tú tienes otro destino.
La Gorda se quedó pensativa unos momentos. Frunció el entrecejo con el aparente esfuerzo de ordenar sus pensamientos.
– Soledad me aseguró que tú me vas a llevar a cumplir mi destino -enfatizó-. Yo soy la única de todos nosotros que está a tu cargo.
En todo mi rostro debió pintarse la alarma. Ella sonrió.
– Soledad también me advirtió que estás taponado -prosiguió la Gorda-. Sin embargo, tienes momentos en que si eres un nagual. Dice Soledad que el resto del tiempo eres así como un loco que es lúcido sólo por unos momentos y luego se hunde nuevamente en su locura.
Doña Soledad había usado una imagen que yo podía comprender. En su manera de ver, debí haber tenido un momento de lucidez cuando supe que había cruzado las líneas paralelas. Ese mismo momento, en mi modo de pensar, fue el más incongruente de todos. Doña Soledad y yo ciertamente nos hallábamos en distintas líneas de pensamiento.
– ¿Qué más te dijo? -pregunté.
– Que tenía que forzarme a recordar -respondió-. Se agotó tratando de limpiarme la memoria, por eso ya no pudo tratar conmigo.
La Gorda se levantó; estaba lista para salir. La llevé a pasear por la ciudad. Se veía muy contenta. Iba de lugar en lugar observando todo, deleitando sus ojos en el mundo. Don Juan me había dado esa imagen. Decía que un guerrero sabe que está esperando y también sabe qué es lo que está esperando, y, mientras espera, deleita sus ojos en el mundo. Para él la máxima hazaña de un guerrero era el gozo. Esa día, en Oaxaca, la Gorda seguía las enseñanzas de don Juan al pie de la letra.
Después de la puesta del sol, antes del crepúsculo, nos sentamos en la banca de don Juan. Benigno, Pablito y Josefina llegaron primero. Después de unos minutos, los otros tres se nos unieron. Pablito tomó asiento entre Josefina y Lidia y abrazó a las dos. Todos habían vuelto a ponerse sus viejas ropas. La Gorda se incorporó y empezó a hablarles del sitio de poder.
Néstor se rió de ella y todos los demás le hicieron coro.
– Ya nunca más nos vas a engatusar con tu aire de mando -criticó Néstor-. Ya nos liberamos de ti. Anoche transbordamos los linderos.
La Gorda siguió imperturbable, pero los demás estaban enojadísimos. Tuve que intervenir. Dije en voz alta que quería saber más acerca de los linderos que habíamos transbordado la noche anterior. Néstor explicó que ésos les pertenecían sólo a ellos. La Gorda estuvo en desacuerdo. Parecía que ya iban a empezar a pelearse. Llevé a Néstor a un lado y le ordené que me hablara de los linderos.
– Nuestros sentimientos establecen límites alrededor de cualquier cosa -expuso-. Mientras más queremos algo, más fuerte es el cerco. En este caso nosotros queríamos a nuestra casa, y antes de irnos tuvimos que deshacernos de ese sentimiento. Los sentimientos por nuestra tierra llegaban hasta la cumbre de las montañas que están al oeste de nuestro valle. Ese fue el lindero, y cuando cruzamos la cima de esas montañas, sabiendo que ya nunca regresaríamos, los rompimos.
– Pero yo también sabía que no iba a regresar -dije.
– Es que tú no amabas esas montañas igual que nosotros -replicó Néstor.
– Eso está por verse -terció la Gorda, crípticamente.
– Estábamos bajo su influencia -intervino Pablito, poniéndose en pie y señalando a la Gorda-. Esta nos tenía del pescuezo. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que fui por culpa de ella. No tiene caso llorar por lo que ya pasó, pero nunca me volverá a suceder lo mismo.
Lidia y Josefina se unieron a Néstor y a Pablito. Benigno y Rosa observaban todo como si ese altercado ya no les incumbiese más.
En ese momento experimenté otro instante de certeza y de conducta autoritaria. Me levanté y, sin ninguna volición consciente de mi parte, anuncié que yo me hacía cargo y que relevaba a la Gorda de cualquier obligación ulterior de hacer comentarios o de presentar sus ideas como única solución. Cuando terminé de hablar me asombré de mi audacia. Todos, inclusive la Gorda, estaban contentísimos.
La fuerza que generó mi explosión fue primero la sensación física de que mis fosas nasales se abrían, y después la certeza de que yo sabía lo que don Juan quería decir y dónde se hallaba con exactitud el lugar al que teníamos que ir para poder ser libres. Cuando mis fosas nasales se abrieron tuve una visión de la casa que me había intrigado.
Les dije a dónde íbamos a ir. Todos aceptaron mis instrucciones, sin discutir e incluso sin comentarios. Pagamos en la pensión y nos fuimos a cenar. Luego, paseamos por la plaza hasta las once de la noche. Fuimos a mi auto, se apilaron ruidosamente dentro de él, y nos encaminamos a ese misterioso pueblo. La Gorda se quedó despierta para hacerme compañía, mientras los demás dormían. Después, Néstor manejó y la Gorda y yo dormimos.
V. UNA HORDA DE BRUJOS IRACUNDOS
Nos hallábamos en el pueblo cuando despuntó el alba. En ese momento tomé el volante y manejé hacia la casa. La Gorda me pidió que me detuviera un par de cuadras antes de llegar. Salió del auto y empezó a caminar por la alta banqueta. Todos salieron, uno a uno. Siguieron a la Gorda. Pablito vino a mi lado y dijo que debía estacionar el auto en el zócalo, el cual se hallaba a una cuadra de allí. Eso hice.
En el momento en que vi que la Gorda daba la vuelta a la esquina supe que algo le ocurría. Se hallaba extraordinariamente pálida. Vino a mí y me susurró que iba a ir a oír la primera misa. Lidia también quería hacer lo mismo. Las dos atravesaron el zócalo y entraron en la iglesia.
Nunca había visto tan sombríos a Pablito, Néstor y Benigno. Rosa estaba asustada, con la boca abierta, los ojos fijos, sin pestañear, mirando hacia la casa. Solamente Josefina resplandecía. Me dio una amistosa y jovial palmada en la espalda.