– Orate, hijo de la patada -exclamó-. ¡Ya les diste en la mera torre a estos hijos de la chingada!
Rió hasta que casi perdió el aliento.
– ¿Este es el lugar, Josefina? -le pregunté.
– Claro que sí -dijo-. La Gorda siempre iba a la iglesia. Era una verdadera beata en esos tiempos.
– ¿Te acuerdas de esa casa que está ahí? -le pregunté, señalándola.
– Es la casa de Silvio Manuel -respondió.
Todos saltamos al oír ese nombre. Yo experimenté algo similar a una benigna descarga de corriente eléctrica que me pasaba por las rodillas. El nombre definitivamente no me era conocido, y sin embargo mi cuerpo saltó al oírlo. Todo lo que se me ocurrió pensar fue que Silvio Manuel era un nombre sonoro y melodioso.
Los tres Genaros y Rosa se hallaban tan perturbados como yo. Advertí que todos ellos habían palidecido. A juzgar por lo que sentí, yo debía de estar tan pálido como ellos.
– ¿Quién es Silvio Manuel? -finalmente pude preguntarle a Josefina.
– Ahora sí me agarraste -dijo-. No sé.
Josefina reiteró entonces que estaba loca y que nada de lo que dijera debía de tomarse en serio. Néstor le suplicó que nos refiriera todo lo que recordase.
Josefina trató de pensar, pero era del tipo de personas que no funcionan bien bajo presión. Yo sabía que ella podría hacerlo si nadie le preguntaba nada. Propuse que buscáramos una panadería o cualquier lugar dónde comer.
– A mí no me dejaban hacer nada en esa casa; eso es lo único de lo que me acuerdo -dijo Josefina de repente.
Se volvió en torno suyo como si buscara algo, o como si tratara de orientarse.
– ¡Aquí hay algo que falta! -exclamó-. Esto no es exactamente como era.
Traté de ayudarla formulando preguntas que consideré apropiadas, como si eran ciertas casas las que faltaban, o si éstas habían sido pintadas, o si se habían construido otras, pero Josefina no pudo determinar cuál era la diferencia.
Caminamos a la panadería y compramos panes de dulce. Cuando íbamos de regreso al zócalo a esperar a la Gorda y a Lidia, Josefina súbitamente se dio un golpe en la frente como si una idea la hubiera fulminado.
– ¡Ya sé qué es lo que falta! -gritó-: ¡Es esa pinche pared de niebla! Aquí estaba antes. Ahora ya no.
Todos empezamos a hablar al mismo tiempo, haciéndole preguntas acerca de la pared, pero Josefina continuó hablando sin perturbarse, como si no estuviéramos allí.
– Era una pared de niebla que se alzaba hasta el cielo -dijo-. Estaba exactamente aquí. Cada vez que volteaba la cabeza, ahí estaba la pinche pared. Me volvió loca. ¡Hijo de la chingada! Yo andaba bien del coco hasta que esa pared me enloqueció.
"La veía con los ojos abiertos o con los ojos cerrados. Creía que esa pared me andaba siguiendo.
Durante un instante Josefina perdió su vivacidad natural. Una mirada de desesperación apareció en sus ojos. Yo había visto ese tipo de mirada en personas con experiencias psicóticas. Apresuradamente le sugerí que se comiera su pan. Ella se calmo al instante y empezó a comerlo.
– ¿Qué piensas de todo esto, Néstor? -pregunté.
– Tengo miedo -respondió suavemente.
– ¿Te acuerdas de algo?
Negó sacudiendo la cabeza. Interrogué a Pablito y a Benigno con un movimiento de cejas. Ellos negaron con la cabeza.
– ¿Y tú, Rosa? -pregunté.
Rosa saltó cuando oyó que le hablaba. Parecía haber perdido el habla. Tenia un pan en su mano y se le quedó mirando, como si no decidiera qué hacer con él.
– Claro que se acuerda -aseguró Josefina, riendo-, pero está muerta de miedo. ¿A poco no ves que le sale pipí hasta por las orejas?
Josefina parecía creer que su aseveración era broma máxima. Se dobló de la risa y dejó caer el pan al suelo. Lo recogió, le sacudió el polvo y se lo comió.
– Los locos hasta comen mierda -dijo, dándome una palmada en la espalda.
Néstor y Benigno se veían muy azorados con las extravagancias de Josefina. Pero Pablito estaba feliz. Había una mirada de admiración en sus ojos. Sacudía la cabeza y chasqueaba la lengua como si tal gracia fuese inconcebible.
– Vamos a la casa -nos urgió Josefina-. Allá les platicaré muchas cosas.
Le dije que debíamos esperar a la Gorda y a Lidia; además, aún era muy temprano para molestar a la gentil dama que vivía allí. Pablito dijo que en el curso de su trabajo de carpintería había estado en ese pueblo y conocía una familia que preparaba comida para viajeros. Josefina no quería esperar, era cuestión de ir a la casa o ir a comer. Opté por ir a desayunar y ordené a Rosa que fuera a la iglesia a buscar a la Gorda y a Lidia, pero, galantemente, Benigno se ofreció á esperarlas y llevarlas luego al sitio donde desayunaríamos. Al parecer, él también sabía dónde quedaba.
Pablito no nos llevó directamente allí. En vez de eso, y a petición mía, hicimos una larga desviación. Había un antiguo puente en las afueras del pueblo que yo quería examinar.
Lo había visto desde el auto aquel día en que la Gorda y yo venimos por primera vez. La estructura del puente parecía colonial. Avanzamos por el puente y de pronto nos detuvimos abruptamente a la mitad. Pregunté a un hombre que estaba allí qué tan antiguo era el puente. Respondió que lo había visto toda su vida y que él ya tenía más de cincuenta años de edad. Pensé que el puente ejercía una fascinación única sólo para mí, pero al ver a los demás tuve que concluir que a ellos también los había afectado. Néstor y Rosa estaban jadeando, sin poder respirar. Pablito se sostenía en Josefina, y ella a su vez se sostenía en mí:
– ¿Te acuerdas de algo, Josefina? -pregunté.
– Ese maldito Silvio Manuel está al otro lado del puente -dijo, señalando hacia el otro extremo, que se hallaba como a unos nueve metros.
Miré a Rosa, quien asintió afirmativamente con la cabeza. Susurró que una vez ella había cruzado ese puente con gran temor y que algo la había estado esperando del otro lado para devorarla.
Los dos hombres no podían ofrecer ayuda. Me miraron, perplejos. Cada uno de ellos dijo que tenía miedo sin ninguna razón. Estuve de acuerdo con ellos. Sentí que de noche no me atrevería a cruzar el puente por todo el oro del mundo. No supe por qué.
– ¿Qué más recuerdas, Josefina? -le pregunté.
– Mi cuerpo ahora sí ya se asustó -dijo-. No puedo acordarme de nada más. El maldito Silvio Manuel siempre está en la oscuridad. Pregúntale a Rosa.
Con un movimiento de mi cabeza, invité a Rosa a hablar. Asintió afirmativamente tres o cuatro veces pero no pudo vocalizar sus palabras. La tensión que yo mismo me hallaba experimentando era insólita, pero real. Todos estábamos parados en el puente, a la mitad, sin poder dar otro paso en la dirección que Josefina había señalado. Finalmente, Josefina tomó la iniciativa y dio media vuelta. Regresamos caminando al centro del pueblo. Después, Pablito nos llevó a una casa bastante grande. La Gorda, Lidia y Benigno ya estaban desayunando, y habían ordenado comida para nosotros. Yo no tenía hambre. Pablito, Néstor y Rosa se hallaban ofuscados; Josefina comió con gran apetito. Había un silencio ominoso en la mesa. Nadie quiso verme a los ojos cuando traté de iniciar una conversación.
Después del desayuno caminamos a la casa. Nadie dijo una palabra. Toqué en la puerta y cuando la dama salió le expliqué que deseaba mostrar la casa a mis amigos. La señora titubeó unos momentos. La Gorda le dio algo de dinero y se disculpó por molestarla.
Josefina nos condujo directamente hasta el fondo. No había visto esa parte de la casa cuando estuve antes. Había un patio empedrado, con cuartos distribuidos en torno a él. Unas pesadas herramientas de siembra habían sido almacenadas en los techados corredores. Tuve la sensación de que había visto ese patio cuando no había tanto desorden. Había ocho cuartos, dos en cada uno de los cuatro lados del patio. Néstor, Pablito y Benigno parecían estar a punto de vomitar. La Gorda respiraba profundamente. Tomó asiento con Josefina en una banca hecha en la pared misma. Lidia y Rosa entraron en uno de los cuartos. Repentinamente Néstor pareció tener la necesidad de encontrar algo y desapareció en otro cuarto. Benigno y Pablito hicieron lo mismo.