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Me quedé solo con la señora. Quise conversar con ella, hacerle preguntas, averiguar si conocía a Silvio Manuel, pero no pude reunir energía para hablar. Mi estómago estaba hecho un nudo. Mis manos chorreaban perspiración. Lo que me oprimía era una tristeza intangible, el anhelo de algo que no estaba presente, que no se podía formular.

No pude soportarlo. Estaba a punto de despedirme de la señora e irme de la casa cuando la Gorda llegó a mi lado. Me susurró que teníamos que entrar en un cuarto que era visible desde donde nos encontrábamos. Fuimos allí. Era muy grande y vacío, con un gran techo de vigas, oscuro pero aireado.

La Gorda llamó a todos a ese cuarto. La señora tan sólo se nos quedó mirando pero no fue con nosotros. Todos parecían saber precisamente dónde sentarse. Los Genaros lo hicieron a la derecha de la puerta, a un lado del cuarto, y la Gorda y las tres hermanitas se sentaron a la izquierda, en el lado opuesto. Se acomodaron cerca de las paredes. Aunque me hubiera gustado sentarme junto a la Gorda, lo hice en el centro del cuarto. El lugar me pareció apropiado. No supe por qué, pero era como si un orden ulterior hubiera determinado nuestros sitios.

Mientras permanecí sentado allí me envolvió una oleada de extraños sentimientos.

Me hallaba pasivo y en reposo total. Me imaginé como si yo fuera una pantalla cinematográfica en la cual proyectaban sentimientos de tristeza y de anhelo que no eran míos. Pero no había nada que pudiera reconocer como un recuerdo preciso. Permanecimos en ese cuarto más de una hora. Hacia el final sentí que me hallaba a punto de descubrir la fuente de esa tristeza sobrenatural que me estaba haciendo llorar casi sin control. Pero después, tan involuntariamente como nos habíamos sentado allí, nos pusimos en pie y salimos de la casa. Ni siquiera nos despedimos de la señora, no le dimos las gracias.

Nos congregamos en el zócalo. La Gorda afirmó al instante que como ella había perdido la forma humana aún era la cabeza del grupo. Dijo que tomaba esa posición a causa de las conclusiones a las que había llegado en casa de Silvio Manuel. La Gorda parecía esperar algún comentario. El silencio de los demás me era intolerable. Finalmente tuve que decir algo.

– ¿A qué conclusiones llegaste en la casa, Gorda? -le pregunté.

– Creo que todos sabemos cuáles son -me replicó con un tono arrogante.

– No sabemos nada de eso -dije-. Todavía nadie ha dicho nada.

– No tenemos que hablar, sabemos -dijo la Gorda.

Insistí que yo no podía tomar por cierto un evento de tal importancia. Necesitábamos hablar de nuestros sentimientos. En lo que a mí tocaba, sólo podía dar cuenta de haber encontrado una sensación devastadora de tristeza y desesperación.

– El nagual Juan Matus tenía razón -dijo la Gorda-. Te níamos que sentarnos en ese sitio de poder para ser libres. Yo ya soy libre. No sé cómo pasó esto, pero algo se salió de mí cuando estaba sentada allí.

Las tres mujeres estuvieron de acuerdo. Los hombres, no. Néstor dijo que había estado a punto de recordar rostros reales, pero que por más que trató de aclarar su visión algo lo impedía. Todo lo que había experimentado era una sensación de anhelo y de tristeza de hallarse aún en este mundo. Pablito y Benigno dijeron más o menos lo mismo.

– ¿Te das cuenta, Gorda? -dije.

La Gorda parecía molesta; enrojeció y contrajo los músculos del rostro en un gesto de enojo como jamás lo había visto en ella. ¿O acaso ya la había visto así, en alguna otra parte? Arengó al grupo. Yo no podía prestar atención a lo que decía. Me hallaba inmerso en un recuerdo que no tenía forma, pero que se hallaba casi a mi alcance. Para sostenerlo parecía que yo necesitaba el impulso continuo de la Gorda. Mi atención estaba fija en el sonido de su voz, en su ira. En un momento determinado, cuando ella atenuaba su enojo le grité que era mandona. Eso en verdad la molestó. La observé unos momentos. Estaba recordando a otra Gorda, otro tiempo; una Gorda obesa, iracunda, que con sus puños golpeaba mi pecho. Recordé que yo reía al verla enojada, y que trataba de aplacarla como si fuera una niña. El recuerdo concluyó al momento en que la Gorda trató de hablar. Al parecer, ella se había dado cuenta de lo que yo hacía.

Me dirigí a todos y les dije que nos hallábamos en una situación precaria: algo desconocido se cernía sobre nosotros.

– No se cierne sobre nosotros -dijo la Gorda secamente-. Ya lo llevamos encima. Y yo creo que ustedes saben de qué se trata.

– Yo no, y creo hablar por el resto de los hombres -le dije.

Los tres Genaros asintieron.

– Nosotros ya hemos vivido en esa casa, cuando estábamos en el lado izquierdo -explicó la Gorda-. Yo me sentaba en ese recoveco en la pared a llorar, porque no daba con qué era lo que tenía que hacer. Creo que si me hubiera podido quedar hoy un poquito más de tiempo en ese cuarto, habría recordado todo. Pero algo me empujó a salir de ahí. Yo acostumbraba sentarme en ese cuarto cuando había más gente allí. No pude recordar las caras, por desgracia. Sin embargo, otras cosas se aclararon cuando hoy me senté ahí. No tengo forma. Las cosas me vienen, buenas o malas. Por ejemplo, me volví a agarrar de mi antigua arrogancia y mi deseo de andar enojada. Pero también saqué otras cosas, cosas buenas.

– Yo también -dijo Lidia con voz ronca.

– ¿Cuáles son las cosas buenas? -le pregunté.

– Creo que estaba mal odiarte -dijo Lidia-. Ese odio me impedirá poder volar. Eso me dijeron en ese cuarto los hombres y las mujeres.

– ¿Qué hombres y qué mujeres? -preguntó Néstor con un tono de temor.

– Yo estaba ahí cuando ellos estaban ahí, eso es todo lo que sé -dijo Lidia-. Tú también estabas ahí. Todos nosotros estábamos ahí.

– ¿Quiénes eran esos hombres y esas mujeres, Lidia? -le pregunté.

– Yo estaba ahí cuando ellos estaban ahí, eso es todo lo que sé -repitió.

– ¿Y tú, Gorda? -pregunté.

– Ya te dije que no puedo recordar ninguna de las caras o algo en concreto -dijo-. Pero si sé una cosa: todo lo que hayamos hecho en esa casa fue en el lado izquierdo. Cruzamos, o alguien nos hizo cruzar, las líneas paralelas. Esos recuerdos extraños que tenemos son de ese tiempo, de ese mundo.

Sin ningún acuerdo verbal, abandonamos el zócalo al unísono y nos encaminamos al puente. La Gorda y Lidia corrieron delante de nosotros. Cuando llegamos al sitio encontramos a las dos detenidas exactamente donde nosotros lo habíamos hecho antes.

– Silvio Manuel está en la oscuridad -me susurró la Gorda, con los ojos fijos en el otro lado del puente.

Lidia temblaba. También trató de hablar conmigo. No pude comprender lo que estaba voceando.

Jalé a todos y los retiré del puente. Pensé que quizá si pudiésemos juntar lo que sabíamos de ese lugar, podríamos arreglarlo en una forma que nos ayudaría a comprender nuestro dilema.

Nos sentamos en el suelo, a unos cuantos metros del puente. Había mucha gente arremolinándose en torno, pero nadie nos prestaba atención.

– ¿Quién es Silvio Manuel, Gorda? -pregunté.

– Nunca había oído ese nombre hasta ahora -dijo-. No conozco a ese hombre, y sin embargo lo conozco. Me llega algo como oleadas cuando escucho su nombre. Josefina me lo dijo cuando estábamos en la casa. Desde ese momento, cosas han empezado a llegarme a la mente o a la boca, igualito que a Josefina. Nunca pensé que un día yo acabaría siendo como Josefina.

– ¿Por qué dijiste que Silvio Manuel está en la oscuridad? -pregunté.

– No tengo idea -dijo-, y sin embargo todos sabemos que ésa es la verdad.

Insté a las mujeres para que hablaran. Ninguna emitió palabra. La tomé contra Rosa. Había estado a punto de decir algo tres o cuatro veces. La acusé de ocultarnos algo. Su cuerpecito se convulsionó.