– Cruzamos este puente y Silvio Manuel nos estaba esperando al otro lado -dijo, con una voz apenas audible-. Yo fui la última. Yo oí los gritos de los demás cuando él se los devoraba. Quise huir corriendo, pero ese demonio de Silvio Manuel estaba en los dos lados del puente. No había cómo escapar.
La Gorda, Lidia y Josefina estuvieron de acuerdo. Les pregunté si se trataba sólo de una sensación vaga y general que habían tenido o si era algo preciso, que se podía seguir paso a paso. La Gorda dijo que para ella había sido exactamente como Rosa lo había descrito, un recuerdo que podía seguir paso a paso. Las otras dos estuvieron de acuerdo.
En voz alta me pregunté qué había ocurrido con la gente que vivía en torno al puente. Si las mujeres gritaron como Rosa dijo que lo habían hecho,`los transeúntes tenían que haberlas oído; los gritos debieron haber causado una conmoción. Por un instante imaginé que todo el pueblo había colaborado en una conjura. Un escalofrío me recorrió. Me volví hacia Néstor y abruptamente le expresé la dimensión total de mi miedo.
Néstor dijo que el nagual Juan Matus y Genaro, en verdad eran guerreros de logros supremos y que, como tales, eran seres solitarios. Sus contactos con la gente eran de uno en uno. No había posibilidad de que todo el pueblo, o cuando menos la gente que vivía alrededor del puente, estuviera coludida con ellos. Para. que eso ocurriera, dijo Néstor, toda esa gente habría tenido que ser guerrera, lo cual era prácticamente imposible.
Josefina se puso de pie y comenzó a caminar en círculo a mi alrededor, mirándome de arriba abajo despectivamente.
– Tú sí que eres un descarado -me dijo-. Haciéndote el que no sabe nada, cuando tú mismo estuviste aquí. ¡Tú nos trajiste aquí! ¡Tú nos empujaste a ese puente!
Los ojos de las mujeres se volvieron amenazantes. Me volví hacia Néstor en busca de ayuda.
– Yo no recuerdo nada -dijo-. Este lugar me da miedo, eso es todo lo que sé.
Volverme hacia Néstor fue una excelente maniobra de mi parte. Las mujeres lo acometieron.
– ¡Claro que te acuerdas! -chilló Josefina-. Todos nosotros estábamos aquí. ¿Qué clase de pendejo eres?
Mi investigación requería un sentido de orden. Los alejé del puente. Pensé que, siendo personas tan activas, les resultaría mucho más fácil hablar caminando que permaneciendo sentados, como yo habría preferido.
Mientras caminábamos, la ira de las mujeres se desvaneció tan rápidamente como había surgido. Lidia y Josefina se mostraron más locuaces. Afirmaron una y otra vez sus sensaciones de que Silvio Manuel era pavoroso. Sin embargo, ninguna de ellas podía recordar haber sido lastimada físicamente; sólo recordaban haber estado paralizadas por el terror. Rosa no dijo una sola palabra, pero con gestos expresó su aprobación a todo lo que las otras decían. Les pregunté si había sido de noche cuando trataron de cruzar el puente. Tanto Lidia como Josefina respondieron que había sido de día. Rosa se aclaró la garganta y susurró que había sido de noche. La Gor da clarificó la discrepancia, explicando que había sido en el crepúsculo de la mañana, o un poco antes.
Llegamos al final de una calle corta y automáticamente nos regresamos hacia el puente.
– Es la simplicidad misma -dijo la Gorda súbitamente, como si todo se le hubiera aclarado-. Estábamos cruzando, o mejor dicho, Silvio Manuel nos estaba haciendo cruzar las líneas paralelas. Ese puente es un sitio de poder, un agujero del mundo, una puerta al otro. Nos pasamos por ese hueco. El paso nos debe de haber dolido mucho, porque mi cuerpo está asustado. Silvio Manuel nos esperaba en el otro lado. Ninguno de nosotros puede recordar su cara, porque Silvio Manuel es la oscuridad. Nunca enseñaba la cara. Sólo le podíamos ver los ojos.
– Un ojo -dijo Rosa calladamente, y miró hacia otra parte.
– Todos los que estamos aquí, incluyéndote a ti -me dijo la Gorda-, sabemos que la cara de Silvio Manuel está en la oscuridad. Uno nomás podía oírle la voz: suave, como tos apagada.
La Gorda dejó de hablar y empezó a examinarme de una manera que me hizo sentir autoconsciente. Sus ojos tenían una expresión malévola.
Me parecía que ella se guardaba algo que sabía. Le pregunté qué era. Ella lo negó, pero admitió que tenía cantidades de sentimientos que no tenían base y que no quería explicar. La presioné y después exigí que las mujeres hicieran un esfuerzo para recordar lo que les había ocurrido en el otro lado del puente. Cada una de ellas sólo podía recordar haber oído los gritos de las demás.
Los tres Genaros permanecieron fuera de la discusión. Le pregunté a Néstor si tenía alguna idea de lo que había ocurrido. Su sombría respuesta fue que todo eso rebasaba su comprensión.
Entonces tomé una decisión rápida. Me pareció que la única ruta abierta a nosotros era cruzar el puente. Los junté a todos para regresar al puente y cruzarlo, juntos, como equipo. Los hombres estuvieron de acuerdo instantáneamente, pero las mujeres no. Después de agotar todos mis razonamientos, finalmente tuve que empujar y arrastrar a Lidia, Rosa y Josefina.
La Gorda se mostraba renuente a ir, pero parecía estar intrigada por la posibilidad. Avanzó conmigo sin ayudarme con las mujeres, y los Genaros hicieron lo mismo; emitían risitas nerviosas ante mis intentos de agrupar a las hermanitas, pero no movieron un dedo para auxiliarme. Caminamos hasta el punto donde antes nos habíamos detenido. Allí sentí de repente una total falta de energía para detener a las tres mujeres. Le grité a la Gorda que me ayudara. Ella hizo un esfuerzo vago por atrapar a Lidia cuando el grupo perdió la cohesión y todos ellos, salvo la Gorda, se dispersaron precipitadamente, tropezando y bufando, hasta ponerse a salvo en la calle. La Gorda y yo nos quedamos como si estuviésemos pegados a ese puente, sin poder avanzar adelante y teniendo que retirarnos a regañadientes.
La Gorda me musitó en el oído que no debía tener miedo en lo más mínimo, porque en realidad era yo quien las había estado esperando del otro lado. Añadió que se hallaba convencida de que yo sabía que el ayudante de Silvio Manuel era yo. Pero que no me atrevía a revelárselo a nadie.
En ese momento, mi cuerpo se sacudió con una furia que rebasaba mi control. Sentí que la Gorda no tenía por qué hacer esas aseveraciones o tener esos sentimientos. La prendí del pelo y la hice dar vueltas a tirones. En la cúspide de mi ira me di cuenta de lo que hacía y me contuve. Le pedí disculpas y la abracé. Un sobrio pensamiento llegó a mi rescate. Le dije que ser líder me estaba erizando los nervios, la tensión era cada vez más intensa conforme progresábamos. Ella no estuvo de acuerdo. Se aferró tercamente a su aseveración de que Silvio Manuel y yo éramos totalmente íntimos; agregó que como ella me recordó a mi amo, yo reaccioné con ira. Era una fortuna que ella hubiera sido confiada a mi cuidado, me dijo; de otra manera probablemente la habría tirado al río.
Regresamos. Los demás se hallaban a salvo, más allá del puente, observándonos con inequívoco temor. Una condición muy peculiar de ausencia de tiempo parecía prevalecer. No había gente alrededor. Debimos haber estado en el puente cuando menos cinco minutos y ni una sola persona se desplazó por allí como sucedería en cualquier vía durante las horas de trabajo.
Sin decir palabra caminamos de vuelta al zócalo. Nos hallábamos peligrosamente débiles. Yo tenía un vago deseo de quedarme en el pueblo un poco más, pero subimos al auto y avanzamos hacia el Fuste, hacia la costa del Atlántico. Néstor y yo nos turnamos para manejar, deteniéndonos tan sólo a comer, hasta que llegamos a Veracruz. Esa ciudad era terreno natural para nosotros. Yo sólo había estado allí una vez, y ellos ni una sola. La Gorda creía que una ciudad desconocida como ésa era el lugar adecuado para despojarnos de nuestras viejas envolturas. Nos registramos en un hotel y de allí ellos procedieron a rasgar sus viejas ropas hasta convertirlas en jirones. La excitación de estar en una nueva ciudad hizo maravillas para su moral y su sentimiento de bienestar.