Nuestra siguiente parada fue la Ciudad de México. Nos quedamos en un hotel junto a la Alameda, donde don Juan y yo nos habíamos hospedado una vez. Durante dos días fuimos perfectos turistas. Fuimos de compras y visitamos la mayor cantidad posible de sitios turísticos. La Gorda y las hermanitas simplemente se veían deslumbrantes. Benigno compró una cámara en una casa de empeño. Disparó cuatrocientas veinticinco tomas con la cámara sin rollo. En un sitio, mientras admirábamos los estupendos mosaicos de las paredes, un policía me preguntó de dónde eran esas esplendorosas extranjeras. Supuso que yo era un guía de turistas. Le dije que eran de Sri Lanka. Me lo creyó y se maravilló porque casi parecían mexicanas.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, nos hallábamos en la oficina de aviación hacia la cual una vez don Juan me había empujado. Cuando me dio el empellón yo entré por una puerta y salí por otra, pero no a la calle, como debía, sino a un mercado que se encontraba a más de un kilómetro de allí, donde presencié las actividades de la gente.
La Gorda especuló que la oficina de aviación era también, como el puente, un sitio de poder, una puerta para cruzar de una línea paralela a la otra. Dijo que evidentemente el nagual me había empujado por esa apertura, pero yo me quedé atrapado a la mitad del camino entre los dos mundos, y así había observado la actividad del mercado sin formar parte de ella. Dijo que el nagual, naturalmente, había tratado de empujarme hasta el otro lado, pero mi obstinación lo impidió y terminé en la misma línea de donde venía: en este mundo.
Caminamos de la oficina de aviación hasta el mercado, y de allí a la Alameda, donde don Juan y yo nos habíamos sentado después de la experiencia de la oficina. Había estado muchas veces con él en ese parque. Sentí que era el lugar más apropiado para hablar sobre el curso de nuestras acciones futuras.
Mi intención era recapitular todo lo que habíamos hecho para dejar que el poder de ese lugar decidiera cuál debía de ser nuestro paso siguiente. Después de nuestro deliberado intento de cruzar el puente, yo había tratado, sin éxito, de encontrar una manera de relacionarme con mis compañeros como grupo. Nos sentamos en unos escalones de piedra y empecé con la idea de que, para mí, el conocimiento se hallaba fusionado con las palabras. Les dije que yo creía muy seriamente que si un evento o experiencia no se formulaba en un concepto, estaba condenado a disiparse; por tanto, les pedí que expusieran sus consideraciones individuales de nuestra situación.
Pablito fue el primero en hablar. Pensé que eso era extraño, puesto que había estado extraordinariamente silencioso hasta ese momento. Se disculpó porque lo que iba a decir no era algo que hubiera recordado o sentido, sino una conclusión que se basaba en todo lo que sabía. Dijo que no tenía problema en comprender lo que las mujeres contaron que había ocurrido en el puente. Sostuvo Pablito que habían sido obligados a cruzar del lado derecho, el tonal, al lado izquierdo, el nagual. Lo que había espantado a todos era el hecho de que alguien más estaba en control, forzando el cruce. Tampoco tenía problema en aceptar que yo fui el que entonces ayudó a Silvio Manuel. Apoyó su conclusión con la aseveración de que sólo días antes él me había visto hacer lo mismo: empujar a todos hacia el puente. Pero esta vez no tuve a nadie que me ayudara desde el otro lado, no estaba allí Silvio Manuel para jalárselos.
Traté de cambiar el tema y procedí a explicarles que olvidar como nosotros habíamos olvidado, se le llama amnesia. Lo poco que sabía acerca de la amnesia no era suficiente para esclarecer nuestro caso, pero sí bastó para hacerme creer que no podíamos olvidar como si fuera por decreto. Les dije que alguien, posiblemente don Juan, debió hacer algo insondable con nosotros. Y yo quería averiguar exactamente qué había sido.
Pablito insistió en que para mí era importante comprender que era yo quien había estado confabulado con Silvio Manuel. Insinuó luego que Josefina y Lidia le habían hablado a fondo del papel que yo había desempeñado al forzarlas a cruzar las líneas paralelas.
No me sentí a gusto discutiendo ese tema. Comenté que nunca había oído hablar de las líneas paralelas hasta el día en que hablé con doña Soledad; y, sin embargo, no había tenido escrúpulos en adoptar la idea inmediatamente. Les dije que yo comprendí al instante a lo que ella se refería. Incluso quedé convencido de que yo mismo había cruzado las líneas cuando creí estar recordándola. Cada uno de los demás, con excepción de la Gorda, aseguró que la primera vez que había oído mencionar las líneas paralelas fue cuando yo hablé de ellas. La Gorda dijo que supo de ellas por medio de doña Soledad, poco antes de que yo lo hiciera.
Pablito de nuevo intentó hablar de mi relación con Silvio Manuel. Lo interrumpí. Dije que cuando todos nosotros nos hallábamos en el puente tratando de cruzarlo, no pude reconocer que yo -y posiblemente todos ellos- había entrado en un estado de realidad no-ordinaria. Sólo me di cuenta del cambio cuando advertí que no había otra gente en el puente. Nosotros éramos los únicos que habíamos estado allí. Era un día despejado, pero de súbito los cielos se nublaron y la luz de la mañana se convirtió en crepuscular. Yo estuve tan atareado con mis temores y con mis interpretaciones personales en ese momento, que no logré advertir ese cambio tan pavoroso. Cuando nos retiramos del puente percibí que de nuevo la gente circulaba por allí. ¿Pero qué había ocurrido con ellos cuando nosotros intentábamos el cruce?
La Gorda y el resto de ellos no habían notado nada: de hecho no se habían dado cuenta de ningún cambio hasta el momento exacto en que yo los describí. Todos se me quedaron viendo con una mezcla de irritación y temor. Pablito de nuevo tomó la iniciativa y me acusó de tratar de desviarlos hacia algo que ellos no querían. No fue específico, pero su elocuencia bastó para que todos lo apoyaran. Repentinamente, una horda de brujos iracundos se me vino encima. Me tomó un largo rato calmarlos. Les expliqué mi necesidad de examinar, desde todos los puntos de vista posibles, algo tan extraño y abarcante como fue nuestra experiencia en el puente. Finalmente se apaciguaron, pero no porque los convenciera con mis raciocinios sino a causa de la fatiga emocional. Todos ellos, incluyendo a la Gorda, habían apoyado vehementemente la posición de Pablito.
Néstor introdujo otro tren de pensamiento. Sugirió que posiblemente yo era un enviado involuntario que no me daba plena cuenta del alcance de mis acciones. Añadió que simplemente no podía creer, como los demás, que yo estaba consciente de que se me había dejado la tarea de malencaminarlos. Sentía que en verdad yo no me daba cuenta que los estaba llevando a la destrucción, y sin embargo eso era exactamente lo que yo hacía. Néstor creía que había dos maneras de cruzar las líneas paralelas: por medio del poder de otro o a través de nuestro propio poder. Su conclusión final era que Silvio Manuel los había hecho cruzar asustándolos tan intensamente que algunos de ellos ni siquiera recordaban haberlo hecho. La tarea que se les designó y que debían cumplir consistía en cruzar mediante su propio poder; y la mía era impedirlo.
Benigno habló entonces. Dijo que, en su opinión, lo último que don Juan había hecho con los aprendices hombres fue ayudarlos a cruzar las líneas paralelas haciéndolos saltar hacia un abismo. Benigno creía que en realidad ya teníamos bastantes conocimientos acerca de cómo cruzar, pero que aún no era el tiempo dado para lograrlo de nuevo. En el puente nadie pudo dar un paso más porque el momento no era apropiado. Estaban en lo correcto, por tanto, al creer que yo había tratado de destruirlos al forzarlos a cruzar. Pensaba que pasar las líneas paralelas con plena conciencia significaba para todos ellos un paso final, un paso que se debería dar sólo cuando ya estuviesen listos a desaparecer de esta tierra.