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Lidia me encaró después. No hizo ninguna aseveración pero me desafió a que recordara cómo primero la persuadí para ir al puente. Agresivamente afirmó qué yo no era aprendiz del nagual don Juan sino de Silvio Manuel, y que Silvio Manuel y yo nos habíamos devorado el uno al otro.

Tuve otro ataque de rabia, como con la Gorda en el puente. Me contuve a tiempo. Un pensamiento lógico me tranquilizó. Me dije, una vez que lo único que me interesaban eran los análisis.

Le expliqué a Lidia que era inútil provocarme de esa manera. Pero ella no quiso detenerse. Gritó que Silvio Manuel era mi amo y que por esa razón yo no era parte de ellos en lo más mínimo. Rosa añadió que Silvio Manuel me dio todo lo que yo era.

Le dije a Rosa que ella no sabía ni siquiera cómo hablar, que debió decir que Silvio Manuel me había dado todo lo que yo tenía. Ella defendió su aseveración, Silvio Manuel me había dado lo que yo era. La Gorda también la apoyó y dijo que se acordaba de una vez en que yo me había enfermado de tal manera que ya no tenía más recursos; fue entonces cuando Silvio Manuel tomó control y me imbuyó nueva vida. La Gorda dijo que era mucho mejor para mí conocer mis verdaderos orígenes que seguir como había hecho hasta ese momento, con la idea de que el nagual Juan Matus era quien me había ayudado. Insistió en que yo tenía la atención fija en el nagual porque su predilección eran las palabras. Silvio Manuel, por otra parte, era la oscuridad silenciosa. Explicó que para seguirlo tenía que cruzar las líneas paralelas, pero para seguir al nagual Juan Matus todo lo que yo necesitaba hacer era hablar de él.

Todo lo que decían sólo era insensatez para mí. Estaba a punto de responder con lo que consideré una idea brillante, cuando mi tren -de pensamiento literalmente se descarriló. Ya no podía pensar en cuál era mi razonamiento, a pesar de que sólo un segundo antes era la claridad misma. En cambio, un recuerdo sumamente curioso me acosó. No era la sensación vaga de algo, sino el recuerdo duro y real de un evento. Recordé qué una vez me hallaba con don Juan y con otro hombre cuyo rostro no podía precisar. Los tres hablábamos de algo que yo percibía como un rasgo del mundo. A tres o cuatro metros a mi derecha se hallaba un inconmensurable banco de niebla amarilla que, hasta donde yo podía establecer, dividía al mundo en dos. Iba del suelo al cielo, al infinito. Al hablar con los dos hombres, la mitad del mundo de mi izquierda se hallaba intacta, y la mitad a mi derecha estaba velada por la niebla. Me di cuenta de que el eje del banco de niebla iba del Oriente al Occidente. Hacia el Norte se hallaba el mundo que yo conocía. Recordé que le pregunté a don Juan qué ocurría en el mundo al sur de esa línea. Don Juan hizo que me volviera unos cuantos grados hacia mi derecha, y vi que la pared de niebla también se deslizaba cuando yo movía la cabeza. El mundo se hallaba dividido en dos en un nivel que mi intelecto no podía comprender. La división parecía real, pero el lindero no podía existir en un plano físico; de alguna manera tenía que hallarse en mí mismo.

Había otra faceta más de este recuerdo. El otro hombre dijo que era una gran hazaña dividir el mundo en dos, pero era aun un mayor logro cuando un guerrero tenía la serenidad y el control de detener la rotación de la pared. Dijo que la pared no se hallaba dentro de nosotros; estaba, por cierto, en el mundo de afuera, dividiéndolo en dos y rotando cuando movíamos la cabeza, como si se hallara pegada a nuestra sien derecha. La gran hazaña de mantener la pared inmóvil permitía al guerrero encararla y le confería el poder de pasar a través de ella cada vez que así lo deseara.

Cuando les conté a los aprendices lo que acababa de recordar, las mujeres quedaron convencidas de que el otro hombre era Silvio Manuel. Josefina, como experta de la pared de niebla, explicó que la ventaja que Eligio tenía sobre los demás consistía en su capacidad de inmovilizar la pared para así poder atravesarla a voluntad. Josefina añadió que es más fácil traspasarla en ensueños, porque ésta entonces no se mueve.

La Gorda parecía haber sido afectada por una serie de recursos quizá dolorosos. Toda ella se sacudía involuntariamente hasta que estalló en palabras. Dijo que ya no le era posible negar el hecho de que yo era el ayudante de Silvio Manuel. El nagual mismo le había advertido que yo la haría mi esclava si ella no era cuidadosa. Incluso Soledad le aconsejó que me vigilara porque mi espíritu tomaba prisioneros y los retenía como siervos, lo cual era algo que sólo Silvio Manuel podía hacer. El me había hecho su esclavo y yo a mi vez esclavizaría a cualquiera que estuviese próximo a mí. Aseveró que ella había vivido bajo mi embrujo hasta el momento en que se sentó en ese cuarto en la casa de Silvio Manuel, cuando repentinamente algo se le quitó de sus hombros.

Me puse en pie. Había un vacío en mi estómago y literalmente me tambaleé bajo el impacto de lo que dijo la Gorda. Había estado plenamente convencido de que podía contar con su ayuda bajo cualquier circunstancia. Me sentí traicionado. Pensé que sería perfectamente apropiado hacerle conocer mis sentimientos, pero un sentido de sobriedad llegó a mi rescate, En vez de eso, les dije que yo había llegado a la conclusión imparcial de que, como guerrero, don Juan había cambiado el curso de mi vida, para bien. Yo había sopesado una y otra vez lo que él había hecho conmigo y la conclusión siempre fue la misma: don Juan me trajo la libertad. La libertad era todo lo que yo conocía, y eso era todo lo que yo ofrecía a quien fuera el que se acercase a mí.

Néstor tuvo un gesto de solidaridad conmigo. Exhortó a las mujeres a que abandonasen su animosidad. Me miró con el gesto de alguien que no puede comprender pero que quiere hacerlo. Dijo que yo no formaba parte de ellos, que en verdad yo era un pájaro solitario. Ellos me habían necesitado por un momento para romper sus linderos de afecto y de rutina. Ahora que eran libres, no tenían más barreras. Quedarse conmigo indudablemente sería agradable, pero un peligró mortal para ellos.

Parecía hallarse profundamente conmovido. Vino a mi lado y puso su mano sobre mi hombro. Dijo que tenía la sensación de que ya nunca más volveríamos a vernos sobre la faz de esta tierra. Lamentaba que fuésemos a separarnos como gente mezquina: riñendo, quejándonos, acusándonos. Me dijo que hablando en nombre de los demás, pero no en el suyo propio, me iba a pedir que me fuera, puesto que ya no había más posibilidades de continuar juntos. Añadió que había cambiado de opinión, en un principio se había reído de la Gorda cuando ella nos sugirió que formásemos una serpiente. Ya no creía que la idea fuera ridícula. Había sido nuestra última oportunidad de triunfar como grupo.

Don Juan me había enseñado a aceptar mi suerte humildemente.

– El sino de un guerrero es inalterable -una vez me había dicho-: El desafío consiste en cuán lejos puede uno llegar dentro de esos rígidos confines y qué tan impecable puede una ser.

Si hay obstáculos en su camino, el guerrero intenta, impecablemente, superarlos. Si encuentra dolor y privaciones insoportables en su sendero, el guerrero llora, sabiendo que todas sus lágrimas puestas juntas no cambiarían un milímetro la línea de su sino.

Mi decisión original de dejar que el poder señalara nuestro paso siguiente había sido correcta. Me puse en pie. Los otros me volvieron la espalda. La Gorda fue a mi lado y me dijo, como si nada hubiese ocurrido, que yo debía dejarlos allí y que ella me buscaría y se uniría a mí después. Quise replicar que yo no veía ninguna razón para que se reuniera conmigo. Ella misma había elegido unirse a los demás. La Gorda pareció leer en mí el sentimiento que yo tenía de haber sido traicionado. Calmadamente me aseguró que como guerreros ella y yo teníamos que cumplir juntos nuestro destino, a pesar de ser tan mezquinos.