No me agarra ya de nada, para así no tener nada que defender.
No tengo pensamientos, para así poder ver.
No temo ya a nada, para así poder acordarme de mí.
La fórmula tenía dos versos más, que en ese momento me resultaron incomprensibles:
Sereno y desprendido
me dejará el águila pasar a la libertad.
El hallarme enfermo y febril bien pudo haberme servido como una especie de amortiguador; pudo haber sido suficiente para desviar el impacto de lo que yo había hecho, o más bien, de lo que me había acontecido, puesto que intencionalmente yo no había hecho nada.
Hasta esa noche, de haberse examinado mi inventario dé experiencias, yo habría podido dar fe de la continuidad de mi existencia. Los recuerdos nebulosos que tenía de la Gorda, o el presentimiento de haber vivido en aquella casa, en cierta manera constituían amenazas a mi continuidad, pero todo eso no era nada comparado con la acción de haber recordado a la mujer nagual. No tanto a causa de la emoción que ese recuerdo trajo consigo, sino por el hecho de haberla olvidado, y no de la manera como uno olvida un nombre o una tonada. De ella no había habido nada en mi mente hasta el momento de la revelación. ¡Nada! En aquel momento algo llegó a mí, o algo se desprendió de mí, y de súbito yo estaba recordando a una importantísima persona que, desde mi punto de vista consciente y experiencial, yo jamás había conocido.
Tuve que esperar dos días hasta que llegara la Gorda para poder contarle mi recuerdo. Al instante en que le describí a la mujer nagual, la Gorda la recordó: de alguna manera su ser consciente dependía del mío.
– ¡Esa muchacha que vi en el cochecito blanco era la mujer nagual! -exclamó la Gorda-. Ella regresó a mí y yo no pude recordarla.
Escuché sus palabras y comprendí su significado, pero a mi mente le llevó un largo rato poder concentrarse en lo que había dicho. Mi atención titubeaba, era como si en realidad se hubiese colocado frente a mis ojos una luz que se iba apagando. Tuve la sensación de que si no detenía esa disminución, yo moriría. Repentinamente sentí una convulsión y supe que había juntado dos partes de mí mismo que se hallaban escondidas; me di cuenta que la joven que había visto en la casa de don Juan era la mujer nagual.
En ese momento de cataclismo emocional, la Gorda no me sirvió de ayuda. Lloraba sin inhibiciones. La conmoción emocional de recordar a la mujer nagual había sido traumática para ella.
– ¿Cómo pude olvidarla? -suspiró la Gorda.
Percibí un destello de suspicacia en sus ojos cuando la Gorda me encaró.
– Tú no tenías idea de que existía, ¿verdad? -me preguntó.
Bajo cualquier otra circunstancia habría creído que su pregunta era impertinente, insultante, pero yo también me preguntaba lo mismo. Se me había ocurrido que la Gorda podía saber más de lo que me había revelado.
– No tenía ni la menor idea -dije-. Pero, ¿y tú? ¿Sabías que existía, Gorda?
Su rostro tenía tal expresión de inocencia y perplejidad que mis dudas se desvanecieron.
– No -respondió-. No hasta hoy día. Ahora sé por cierto que yo me sentaba con ella y con el nagual Juan Matus en esa banca de la plaza de Oaxaca. Siempre recordé que hacíamos eso, y también recordaba sus facciones, pero pensaba que lo había soñado. Ya lo sabía todo, y sin embargo no sabía nada. Pero ¿por qué creí que era un sueño?
Tuve un momento de pánico, después, la perfecta certeza física de que cuando la Gorda hablaba, en alguna parte de mi cuerpo se abría un canal. Repentinamente supe que yo también solía sentarme en esa banca con don Juan y la mujer nagual. Recordé entonces una sensación que había experimentado en cada una de esas ocasiones. Era una sensación de satisfacción física, de felicidad, plenitud, que resultarían imposibles de imaginar. Para mí don Juan y la mujer nagual eran seres perfectos: hallarme en compañía de ellos en verdad era mi gran fortuna. Una y otra vez, sentado en la banca, flanqueado por los seres más exquisitos de la tierra, experimenté quizás el pináculo de mis sentimientos humanos. En una ocasión le dije a don Juan, y en verdad lo creía, que en ese momento querría morir, para así poder conservar ese sentimiento de plenitud puro, intacto, libre de desorden.
Le conté a la Gorda lo que había recordado. Quedamos silenciosos unos momentos y después el impulso de nuestros recuerdos nos arrastró peligrosamente hacia la tristeza, hacia la desesperación incluso. Tuve que ejercer el control más extraordinario para sujetar mis emociones y no llorar. La Gorda sollozaba, cubriendo su rostro con el antebrazo.
Después nos calmamos. La Gorda me miró fijamente. Supe lo que pensaba. Era como si leyera las preguntas en sus ojos. Eran las mismas interrogantes que me habían obsesionado por días. ¿Quién era la mujer nagual? ¿Dónde la habíamos conocido? ¿En dónde encajaba? ¿La conocían los otros aprendices también?
Me hallaba a punto de formular mis preguntas cuando la Gorda me lo impidió.
– Realmente no lo sé -dijo con rapidez, adelantándose a la pregunta-. Creía que tú me lo dirías. No sé por qué, pero creo que tú puedes decirme cuál es cuál.
Ella contaba conmigo y yo con ella. Reímos ante la ironía de la situación. Le pedí que me refiriera todo lo que sabía de la mujer nagual. La Gorda se esforzó por decir algo dos o tres veces pero no pudo organizar sus pensamientos.
– Realmente no sé por dónde empezar -dijo-. Lo único que sé es que yo la quería.
Le dije que yo tenía la misma sensación. Una tristeza sobrenatural me atrapaba cada vez que pensaba en la mujer nagual. Conforme hablaba, mi cuerpo se empezó a sacudir.
– Tú y yo la queríamos -dijo la Gorda-. No sé por qué estoy diciendo esto, pero sí sé que nosotros éramos de ella.
La presioné para que se explicara más, pero no me pudo aclarar por qué lo había dicho. Hablaba nerviosamente, tratando de ampliar la descripción de sus sentimientos. No pude prestarle más atención. Sentí un aleteo en mi plexo solar. Un vago recuerdo de la mujer nagual comenzó a adquirir forma. Urgí a la Gorda a que continuara hablando, le dije que se repitiera si ya no tenía nada más que decir, pero que no se detuviera. El sonido de su voz era como un conducto hacia otra dimensión, hacia otro tipo de tiempo. Era como si la sangre se agolpara en mi cuerpo con una presión insólita. Sentí un cosquilleo, y luego tuve un recuerdo corporal. Supe en mi cuerpo que la mujer nagual era el ser que completaba al nagual.
Le proporcionaba paz, plenitud, una sensación de estar protegido, de estar a salvo.
Le dije a la Gorda que había tenido la clara percepción de que la mujer nagual era la compañera de don Juan. La Gorda me miró, estupefacta. Lentamente negó con la cabeza.
– No tenía nada que ver con el nagual Juan Matus, idiota -dijo, con un tono de autoridad final-. Era de ti. Por eso tú y yo le pertenecíamos.
La Gorda y yo nos miramos el uno al otro. Yo estaba seguro de que involuntariamente ella expresaba pensamientos que racionalmente no le decían nada.
– ¿Qué quieres decir con que era de mí, Gorda? -le pregunté después de una larga pausa.
– Era tu compañero -dijo-. Ustedes dos formaban un equipo. Y yo estaba bajo su custodia. Y ella te encargó que algún día me llevaras a la libertad y me dejaras en sus manos.
Le supliqué a la Gorda que me dijera todo lo que sabía, pero no parecía saber nada más. Me sentí agotado.
– ¿A dónde se fue? -preguntó la Gorda repentinamente-, eso es lo que no me puedo imaginar. Estaba contigo, no con el nagual. Debería estar aquí, con nosotros.
En ese momento la Gorda tuvo otro ataque de desconfianza y temor. Me acusó de esconder a la mujer nagual en Los Ángeles. Traté de desahogar sus aprensiones. Me sorprendí hablándole como si fuera una niña. Ella me escuchó al parecer con una atención completa; sin embargo, sus ojos se hallaban vacíos, desenfocados. Se me ocurrió entonces que estaba utilizando el sonido de mi voz así como yo había usado el de ella, como un conducto. Seguí hablando hasta que acabé con todo lo que tenía que decir dentro de los límites del tema. Algo extraño tuvo lugar entonces, y me descubrí escuchando a medias el sonido de mi propia voz. Le hablaba a la Gorda involuntariamente. Las palabras que parecían haber estado embotelladas dentro de mí, libres ahora, alcanzaron niveles indescriptibles de absurdidad. Hablé y hablé hasta que un recuerdo hizo que me detuviera. Una vez, en la banca de Oaxaca, don Juan nos habló, a la mujer nagual y a mí, de una persona cuya presencia había sintetizado para él todo lo que se podía esperar del compañerismo humano. Se trataba de una mujer que había sido para él lo que la mujer nagual era para mí: una compañera, una contraparte. Ella lo dejó, así como la mujer nagual me había dejado. Pero lo que él sentía por ella no había cambiado y se avivaba con la melancolía que ciertos poemas le evocaban. Con el mismo recuerdo aclaré que la mujer nagual era la que me surtía de libros de poemas. Tenía cantidades de ellos en la cajuela de su auto. A instancias suyas yo le leía poemas a don Juan. De repente fue tan claro el recuerdo de la mujer nagual sentada conmigo en la banca, que involuntariamente aspiré una bocanada de aire y mi pecho se hinchó. Tomó posesión de mí una opresiva sensación de pérdida. Me doblé con un dolor desgarrador en el omóplato derecho. Había algo más que yo sabía era un recuerdo que una parte mía se rehusaba a liberar.