Me adherí a lo que me quedaba de mi salvaguarda de intelectualidad, como el único medio de recuperar la ecuanimidad. Me dije una y otra vez que la Gorda y yo habíamos estado operando todo el tiempo en dos planos distintos. Ella recordaba mucho más que yo, pero no era inquisitiva. No había sido entrenada para formular preguntas a otros o a sí misma. Pero luego me asaltó la idea de que yo no me hallaba en mejores condiciones; seguía siendo tan torpe como don Juan dijo que lo era. Nunca había olvidado que le leía poesía a don Juan, y sin embargo jamás se me ocurrió considerar el hecho de que yo nunca he poseído un libro de poesía española, ni jamás he llevado uno en mi auto.
La Gorda me sacó de mis cavilaciones. Se hallaba casi histérica. Me gritó que la mujer nagual tenía que hallarse en alguna parte muy cercana a nosotros. Creía que así como a ella y a mí se nos había encargado que nos encontráramos el uno al otro, a la mujer nagual se le había encomendado hallarnos a nosotros.
La fuerza de su razonamiento casi me convenció. Sin embargo, algo en mí sabía que esto no era así. Ese era el recuerdo que yacía dentro de mí, y que no me atrevía a sacar a la superficie.
Quise iniciar un debate con la Gorda, pero no había ningún motivo para hacerlo; mi salvaguarda de intelecto y de palabras era insuficiente para absorber el impacto de haber recordado a la mujer nagual. El efecto era aplastante para mí, más devastador que, incluso, el temor de morir.
– La mujer nagual está hundida en alguna parte -dijo la Gorda, mansamente-. Probablemente está con la espalda contra la pared y nosotros no hacemos nada para ayudarla.
– ¡No, no! -grité-. La mujer nagual ya no está aquí.
Exactamente no supe por qué dije eso, y sin embargo sabía que era verdad. Nos hundimos durante unos momentos en unas profundidades de melancolía que sería imposible de dilucidar racionalmente. Por primera vez, en lo que yo conozco de mí mismo sentí una verdadera e infinita tristeza, una temible sensación de estar incompleto. En alguna parte de mí existía una herida que había sido abierta de nuevo. Esta vez no podía, como lo había hecho tantas otras veces, refugiarme detrás de un velo de misterio y de incertidumbre. No saber había sido una bendición para mí. Durante unos instantes me descubrí deslizándome peligrosamente hacia el desaliento. La Gorda me detuvo.
– Un guerrero es alguien que busca la libertad -me dijo en el oído-. La tristeza no es libertad. Tenemos que quitárnosla de encima.
Tener un sentido de desapego, como había dicho don Juan, implica tener una pausa momentánea para reconsiderar las situaciones. En lo más hondo de mi tristeza comprendí lo que él quería decir. Ya tenía el desapego, ahora me correspondía luchar por usar correctamente esa pausa.
No podría decir si mi volición entró en acción, pero de repente toda mi tristeza se desvaneció; era como si nunca hubiese existido. La velocidad de mi cambio y lo completo que fue, me alarmó.
– ¡Ahora ya estás donde yo estoy! -exclamó la Gorda cuando le describí lo que había ocurrido-. Después de tantos años aún no he podido aprender a manejar la ausencia de forma. Me deslizo irremediablemente de un sentimiento a otro en un instante. Como no tengo forma, podía ayudar a las hermanitas, pero por eso mismo ellas me tenían en sus manos. Cualquiera de ellas era lo suficientemente fuerte para mecerme de un lado al otro.
"El problema es que yo perdí mi forma humana antes que tú. Si tú y yo la hubiéramos perdido juntos, nos habríamos podido ayudar el uno al otro; pero como fueron las cosas, yo correteaba de arriba abajo como alma en pena.
Esa aseveración suya de no tener forma siempre me había parecido espuria. A mi entender, perder la forma humana tenía que incluir una consistencia de carácter, que se hallaba, a juzgar por los altibajos emocionales de la Gorda, más allá de su alcance. A causa de esto, la había juzgado áspera e injustamente. Habiendo perdido ya la forma humana, me hallaba ahora en posición de comprender que dicha condición es un perjuicio a la sobriedad y a la discreción. No aporta ninguna fortaleza emocional automática. Un aspecto del desapego, la capacidad de quedar inmerso en lo que uno se encuentre haciendo, naturalmente se extiende a todo lo que se hace, incluso ser inconsistente y totalmente mezquino. La ventaja de no tener forma es la capacidad de detenerse un momento, si es que se tiene autodisciplina y valor.
Por fin la conducta pasada de la Gorda se volvió comprensible para mí. No había tenido forma durante años, pero carecía de la autodisciplina requerida. Por ello había estado a merced de drásticos cambios y de discrepancias increíbles entre sus acciones y sus propósitos.
En los días subsiguientes, la Gorda y yo reunimos toda nuestra fuerza emocional y tratamos de conjurar otros recuerdos, pero ya no parecía haber ninguno más. Me hallaba de nuevo donde estuve antes de empezar a recordar. Intuía que, enterrado en mí, de alguna manera debería de haber mucho más, pero no encontraba manera de llegar a ello. En mi mente no existían ni los más vagos atisbos de cualquier otro recuerdo.
La Gorda y yo pasamos por un periodo de tremenda confusión y de dudas. En nuestro caso, no tener forma significaba ser asolados por la peor desconfianza imaginable. Sentimos que éramos como ratas de laboratorio en manos de don Juan, una persona que al parecer nos era muy familiar, pero de la cual en realidad ignorábamos todo. Nos retroalimentamos el uno al otro con dudas y temores. La cuestión más seria por supuesto era la mujer nagual. Cuando concentrábamos nuestra atención en ella, el recuerdo se volvía tan agudo que rebasaba nuestra comprensión el que la hubiéramos olvidado. Esto nos permitía una y otra vez especular qué era lo que nos había hecho don Juan en realidad. Muy fácilmente estas conjeturas nos conducían a la sensación de que habíamos sido usados. Nos enfurecía la inevitable conclusión de que don Juan nos había engañado, nos había dejado desamparados y desconocidos para nosotros mismos.
Cuando la rabia se agotó, el temor empezó a cernirse sobre nosotros; ahora nos enfrentaba la terrible posibilidad de que no habíamos aún descubierto todo el daño que don Juan nos había hecho.
VII. ENSOÑANDO JUNTOS
Un día, para aliviar momentáneamente nuestra zozobra, sugerí que deberíamos dedicar todo nuestro tiempo y energía a ensoñar. Tan pronto como hice esta sugerencia me di cuenta de que la lobreguez que me había acosado durante días se alteró radicalmente con sólo desear el cambio. Claramente comprendí entonces que el problema de la Gorda y el mío era que inconscientemente nos habíamos centrado en el temor y la desconfianza, como si fueran las únicas opciones a nuestro alcance. En todo momento, sin embargo, habíamos tenido, sin saberlo conscientemente, la alternativa de centrar nuestra atención deliberadamente en lo opuesto: el misterio, la maravilla de lo que nos sucedía.