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La Gorda recordó todo esto conforme yo se lo narraba. Luego, agregó más detalles.

– La mujer nagual y yo no temíamos por tu vida -aseguró-. El nagual ya nos había dicho que tú tenías que ser forzado a abandonar tus defensas, eso no era nuevo. Todo guerrero hombre tiene que ser forzado mediante el miedo.

"Silvio Manuel ya me había llevado tres veces antes al otro lado de la pared, para que yo aprendiera a sosegarme. Dijo que si tú me veías tranquila, eso te afectaría, y así fue. Tú te abandonaste y te apaciguaste.

– ¿Te dio mucho trabajo a ti también aprender a calmarte? -pregunté.

– No. Eso es fácil para una mujer -respondió-. Esa es la ventaja que tenemos. El único problema es que alguien nos tiene que transportar a través de la niebla. Nosotras no podemos hacerlo solas.

– ¿Por qué no, Gorda? -pregunté.

– Se necesita ser pesado para atravesar la niebla, y una mujer es liviana -dijo-. Demasiado liviana, en realidad.

– ¿Y la mujer nagual? Yo no vi que nadie la transportara -dije.

– La mujer nagual era especial -aseguró la Gorda-. Ella sí podía hacer todo por sí misma. Me podía llevar allá, o llevarte a ti. Incluso podía atravesar toda esa planicie desierta, algo que el nagual dijo que era obligatorio para todos los viajeros que se aventuraban en lo desconocido.

– ¿Y por qué fue conmigo allá la mujer nagual? -le pregunté.

– Silvio Manuel nos llevó para apoyarte -dijo-. El creía que tú necesitabas la protección de dos mujeres y de dos hombres que te flanquearan. Silvio Manuel creía que necesitabas ser protegido de las entidades que rodean y acechan en ese lugar. Los aliados vienen de esa planicie desierta. Y otras cosas aún más feroces.

– ¿A ti también te protegieron? -pregunté.

– Yo no necesito protección -respondió-. Soy mujer. Estoy libre de todo eso. Pero todos creíamos que tú te hallabas en un aprieto terrible. Tú eras el nagual, pero un nagual muy estúpido. Creíamos que cualquiera de esos feroces aliados, o demonios si prefieres llamarlos así, podía haberte despanzurrado, o desmembrado. Eso fue lo que dijo Silvio Manuel. Nos llevó para que flanqueáramos tus cuatro esquinas. Pero lo más chistoso era que ni el nagual ni Silvio Manuel sabían que en realidad no nos necesitabas. Lo que era dable era que tú tenías que caminar muchísimo hasta que perdieras tu energía. Entonces Silvio Manuel te iba a asustar señalándote los aliados y convocándolos para que se te vinieran encima. El y el nagual planeaban ayudarte poco a poquito. Esa es la regla. Pero algo salió mal. Al instante en que llegaste ahí, te volviste loco. No te habías movido ni un centímetro y ya te estabas muriendo. Estabas muerto de susto y ni siquiera habías visto a los aliados.

"Silvio Manuel me contó que no sabía qué hacer, así es que te dijo al oído lo último que se proponía decirte: que cedieras, que te rindieras sin rendirte. Tú solito te sosegaste y ellos no tuvieron que hacer nada de lo que habían planeado. Al nagual y a Silvio Manuel ya no les quedó otra cosa sino sacarme de ahí.

Le dije a la Gorda que cuando me encontré de nuevo en el mundo había alguien de pie junto a mí que me ayudó a levantarme. Eso era todo lo que podía recordar.

– Estábamos en casa de Silvio Manuel -aclaró ella-. Ahora ya puedo recordar muchas cosas de esa casa. Alguien me dijo, no sé quién, que Silvio Manuel encontró la casa y la compró porque había sido construida en un sitio de poder. Pero alguien más dijo que Silvio Manuel encontró la casa, le gustó, la compró, y después trajo el poder a ella. Yo en lo personal creo que Silvio Manuel trajo el poder. Creo que su impecabilidad sostuvo el poder en esa casa todo el tiempo en que él y sus compañeros vivieron allí.

"Cuando era hora de que ellos se fueran, el poder del lugar se desvaneció con ellos, y la casa se convirtió en lo que había sido antes de que Silvio Manuel la encontrara: una casa común y corriente.

En tanto la Gorda hablaba, mi mente parecía aclararse mucho más, pero no lo suficiente para revelarme lo que nos sucedió en esa casa, eso que me había llenado de tanta tristeza. Sin saber por qué, estaba seguro de que tenía que ver con la mujer nagual. ¿Dónde estaba ella?

La Gorda no respondió cuando se lo pregunté. Un largo silencio tuvo lugar. Ella se excusó, diciendo que tenía que hacer el desayuno; ya era de mañana. Me dejó solo, con una lugubrez y una dolorosísima melancolía. La llamé. Ella se enojó y tiró sus cacerolas al suelo. Entendí muy bien por qué lo hacía.

En otra sección de ensoñar juntos penetramos aún más profundamente en lo intrincado de la segunda atención. Esto tuvo lugar unos cuantos días después. La Gorda y yo, sin ninguna expectativa o esfuerzo al respecto, nos encontramos juntos de pie. Tres o cuatro veces ella intento, en vano, entrecruzar su antebrazo con el mío. Me habló, pero lo que decía me era incomprensible. Sin embargo, supe que ella explicaba que nuevamente nos hallábamos en nuestros cuerpos de ensueño. La Gorda me advertía que todo movimiento nuestro debería de surgir de nuestras partes medias.

Como en nuestro intento anterior, ninguna escena de ensoñar se presentó a fin de que la examináramos, pero me pareció reconocer un local concreto que yo había visto en mis ensueños casi todos los días durante un año: se trataba del valle del tigre dientes de sable.

Caminamos unos cuantos metros. Esta vez nuestros movimientos no fueron violentos o explosivos. En realidad caminamos con nuestros vientres, sin ningún tipo de acción muscular. El aspecto más violento era mi falta de práctica; era como la primera vez que monté en bicicleta. Fácilmente me cansé y perdí el ritmo, me volví titubeante e inseguro de mí mismo. Nos detuvimos. La Gorda también se había desincronizado.

Empezamos a examinar lo que nos rodeaba. Todo tenía una realidad indisputable, al menos para el ojo. Nos encontrábamos en una zona rugosa con una extraña vegetación. No pude identificar los raros arbustos que vi. Parecían árboles pequeños, de un metro y medio de alto. Tenían muy pocas hojas que eran planas y gruesas, de un color verdoso, y flores enormes, cautivantes, de color marrón oscuro con franjas de oro. Los tallos no eran maderosos, sino que parecían ligeros y flexibles, como junquillos; se hallaban cubiertos de espinas largas, que semejaban formidables agujas. Algunas plantas viejas que se habían secado y caído al suelo me hacían tener la impresión de que los tallos eran huecos.

El suelo era muy oscuro, como si estuviera húmedo. Traté de inclinarme para tocarlo, pero no pude moverme. La Gorda me indicó con una seña que utilizara la parte media de mi cuerpo. Cuando lo hice no tuve que inclinarme para tocar el suelo; había algo en mí que era como un tentáculo con capacidad de sentir. Pero yo no podía reconocer lo que me hallaba sintiendo. No había cualidades táctiles en particular sobre las cuales establecer distinciones. El suelo que tocaba parecía ser un núcleo visual en mí. Me sumergí entonces en un dilema intelectual. ¿Por qué el ensoñar parecía ser el producto de mi facultad visual? ¿Se debía a la preponderancia de lo visual en la vida de todos los días? Mis preguntas no tenían significado. No había posibilidad de responderlas, y todas esas interrogantes sólo debilitaban mi segunda atención.

La Gorda rompió mis reflexiones dándome un empellón. Experimenté una sensación que era como de un golpe. Un temblor me recorrió. La Gorda señaló adelante de nosotros. Como siempre, el tigre dientes de sable yacía en el arrecife donde siempre lo había visto. Nos aproximamos hasta que nos hallamos a unos metros del arrecife y tuvimos que alzar nuestras cabezas para ver al tigre. Nos detuvimos. El tigre se incorporó. Su tamaño era estupendo, especialmente su anchura.