La Gorda reportó el mismo efecto: todo el aire era expulsado de sus pulmones mediante el golpe del nagual y ella tenía que aspirar más de la cuenta para poder llenarlos nuevamente. La Gorda creía que la respiración era el factor decisivo. En su opinión las inhalaciones de aire que ella se veía forzada a hacer después de ser golpeada eran las que acrecentaban la conciencia. No podía, sin embargo, explicar de qué manera la respiración afectaba su percepción y su conciencia. La Gorda también explicó que a ella no se le tenía que golpear para hacerla volver a su estado normal. Ella volvía mediante sus propios medios, sin saber cómo.
Sus observaciones me parecieron pertinentes. Cuando niño, e incluso ya de adulto, ocasionalmente había quedado sin aliento al caer de espaldas. Pero el efecto del golpe de don Juan, aunque me dejaba sin aliento, no era semejante de ninguna manera. No había dolor, y en cambio me aportaba una sensación imposible de describir. Lo más cercano a lo que puedo llegar sería decir que creaba en mí un sentimiento como de sequedad. Los golpes en la espalda parecían resecar mis pulmones y nublar todo lo demás. Después, como la Gorda había observado, todo lo que después del golpe del nagual se había vuelto neblinoso, adquiría una nitidez cristalina en cuanto respiraba, como si la respiración fuese el catalizador, el factor determinante.
Lo mismo me ocurría cuando regresaba a la conciencia de todos los días. El aire era expelido de mí, el mundo que contemplaba se volvía borroso y después se aclaraba cuando llenaba los pulmones.
Otro rasgo de esos estados de conciencia acrecentada era la riqueza incomparable de la interacción personal, una riqueza que nuestros cuerpos comprendían como una sensación de velocidad. Nuestro movimiento de ida y vuelta entre el lado derecho y el izquierdo nos facilitaba discernir que en el lado derecho se consume demasiada energía y demasiado tiempo en las acciones e interacciones de la vida diaria. En el lado izquierdo, por otra parte, existe una necesidad inherente de economía y velocidad.
La Gorda no podía describir lo que en realidad era esta velocidad, ni yo tampoco. Lo mejor que podría hacer sería decir que en el lado izquierdo yo podía comprender el significado de las cosas con precisión, directamente. Cada faceta de actividad se hallaba libre de preliminares o introducciones. Yo actuaba y descansaba; avanzaba y retrocedía sin ninguno de los procesos de pensamiento que me son usuales. Esto era lo que la Gorda y yo entendíamos por velocidad.
La Gorda y yo discernimos en un momento dado que la riqueza de nuestra percepción en el lado izquierdo era una comprensión post-facto. Nuestra interacción parecía ser rica a la luz de nuestra capacidad de recordarla. Nos dimos cuenta entonces de que en esos estados de conciencia acrecentada habíamos percibido todo de un solo golpe, una masa bultosa de detalles inexplicables. A esta habilidad de percibir todo de un solo golpe le llamamos intensidad. Durante años había sido imposible para nosotros examinar las distintas partes que componían esas experiencias; no habíamos podido sintetizar esas partes en una secuencia que tuviera significado para el intelecto. Puesto que éramos incapaces de efectuar esas síntesis, no podíamos recordar. Nuestra incapacidad para recordar, en realidad era la incapacidad de poner sobre una base lineal la memoria de nuestra percepción. No podíamos extender, por así decirlo, nuestras experiencias a fin de arreglarlas en un orden de sucesión. Las experiencias estuvieron siempre a nuestro alcance, pero al mismo tiempo era imposible restaurarlas, pues se hallaban bloqueadas por una muralla de intensidad.
La tarea de recordar, entonces, propiamente, consistía en unir los lados izquierdo y derecho, de reconciliar esas dos forma distintas de percepción en un todo unificado. La tarea de consolidar la totalidad de uno mismo se efectuaba mediante el reacomodo de la intensidad en una secuencia lineal.
Se nos ocurrió que las actividades en las que recordábamos haber tomado parte, quizá no tomaron mucho tiempo en llevarse a cabo en términos de tiempo medido por reloj. Por razón de poder, en esas circunstancias, al percibir en términos de intensidad, pudimos sólo haber tenido la sensación de extensos pasajes de tiempo. La Gorda creía que si pudiéramos rearreglar la intensidad en una secuencia lineal, creeríamos haber vivido miles de años.
El paso pragmático que don Juan tomó para auxiliarnos en nuestra tarea de recordar consistió en hacernos interactuar con cierta gente cuando nos hallábamos en un estado de conciencia acrecentada. El tenía mucho cuidado en impedirnos ver a esa gente cuando nos hallábamos en un estado normal de conciencia, creando de esta manera las condiciones apropiadas para recordar.
Al completar nuestros recuerdos, la Gorda y yo entramos en un estado insólito. Teníamos detallado conocimiento de interacciones sociales que habíamos compartido con don Juan y sus compañeros. Estos no eran recuerdos del modo como yo recordaría un episodio de mi niñez; eran recuerdos más que vívidos de acontecimientos que podíamos revivir paso a paso. Reprodujimos conversaciones que parecían reverberar en nuestros oídos, como si las estuviéramos escuchando. Los dos pensamos que no era. superfluo especular sobre lo que nos estaba ocurriendo. Lo que estábamos recordando, desde el punto de vista de nuestra experiencia inmediata, tenia lugar ahora. Tal era, el carácter de nuestro recuerdo.
Por fin la Gorda y yo pudimos resolver las interrogantes que nos habían impulsado tan duramente. Recordamos quién era la mujer nagual, cómo encajaba entre nosotros, cuál había sido su papel. Dedujimos, más que recordamos, que habíamos pasado iguales porciones de tiempo con don Juan y don Genaro en estados normales de conciencia, y con don Juan y sus demás compañeros en estados de conciencia acrecentada. Recapturamos cada matiz de esas interacciones, que habían sido veladas por la intensidad.
Después de una cuidadosa revisión de lo que habíamos descubierto, comprendimos que apenas habíamos establecido un minúsculo puente entre los dos lados de nosotros mismos. Nos volvimos entonces a otros temas, a nuevas interrogantes que habían tomado precedencia sobre las antiguas. Había tres temas, tres preguntas que resumían todas nuestras preocupaciones. ¿Quién era don Juan y quiénes eran sus compañeros? ¿Qué nos habían hecho? Y, ¿a dónde se habían ido todos ellos?
TERCERA PARTE: EL DON DEL ÁGUILA
IX. La regla del nagual
Don Juan había sido extraordinariamente parco en cuanto a la historia de su vida personal. Su reticencia era, en lo fundamental, un recurso didáctico; hasta donde le concernía, su vida empezó cuando se convirtió en guerrero, y todo lo que le había ocurrido con anterioridad era de muy pocas consecuencias.
Todo lo que la Gorda y yo sabíamos de esa primera época de su vida, era que don Juan había nacido en Arizona, de ascendencia yaqui y yuma. Cuando aún era niño sus padres lo llevaron a vivir con los yaquis, en el norte de México. A los diez años de edad lo atrapó la marea de las guerras yaquis. Su madre fue asesinada, y después su padre fue aprehendido por el ejército mexicano. Tanto don Juan como su padre fueron enviados a un centro de reubicación en el estado de Yucatán, en el extremo sur del país. Allí creció.
Lo que le haya sucedido durante ese periodo nunca se nos fue revelado. Don Juan creía que no había necesidad de hablarnos de eso. Yo creía lo contrario. La importancia que di a esa parte de su vida, tenía que ver con mi convicción de que los rasgos distintivos y el énfasis de su mando emergieron de ese inventario personal de existencia.