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X. EL GRUPO DE GUERREROS DEL NAGUAL

Cuando don Juan consideró que era hora de que tuviera mi primer encuentro con sus guerreros, me hizo cambiar de niveles de conciencia. En ese momento me aclaró que él no tendría nada que ver con la manera en que ellos me trataran. Me previno que si decidían golpearme, él no los iba a detener. Podían hacer lo que desearan, menos matarme. Subrayó una y otra vez que los guerreros de su grupo eran la perfecta réplica del grupo de su benefactor, salvo que algunas mujeres eran más feroces, y todos los hombres eran absolutamente poderosos y sin igual. Por tanto, mi primer encuentro con ellos podría resultar como una colisión frontal.

Yo, por una parte, me hallaba nervioso y aprensivo, pero, por otra, curioso. Mi mente se abrumaba con infinitas especulaciones, la mayor parte de ellas sobre cómo serían los guerreros.

Don Juan me dijo que él tenía dos opciones, una era la posibilidad de enseñarme a memorizar un elaborado ritual, como habían hecho con él, y la otra era hacer el encuentro lo más casual posible. Esperó un augurio que le señalara qué alternativa tomar. Su benefactor había hecho algo semejante, sólo que había insistido en que don Juan aprendiera el ritual antes de que el augurio se presentara. Cuando don Juan le reveló sus ilusiones de dormir con cuatro mujeres, su benefactor lo interpretó como el augurio, dejó a un lado el ritual y terminó negociando por la vida de don Juan.

En mi caso, don Juan quería un augurio antes de enseñarme el ritual. El augurio llego cuando don Juan y yo viajábamos por un pueblo fronterizo en Arizona y un policía me detuvo. El policía creía que yo era un extranjero sin documentación. Sólo hasta que le mostré mi pasaporte, que él supuso falsificado, y otros documentos, me dejó ir. A don Juan, que estuvo junto a mí en el asiento delantero, el policía ni siquiera lo miró. Se había concentrado absolutamente en mí. Don Juan consideró que ese incidente era el augurio que esperaba. Lo interpretó como algo que señalaba lo peligroso que resultaría si yo llamaba la atención, y concluyó que mi mundo debía de ser de la máxima simplicidad y candor: toda pompa y rituales elaborados estarían fuera de carácter. Concedió, sin embargo, que sería adecuada una mínima observación de patrones ritualistas cuando me presentara a sus guerreros. Tenía que empezar aproximándome a ellos desde el Sur, porque ésa es la dirección que el poder sigue en su flujo incesante. La fuerza vital fluye hacia nosotros desde el Sur, y nos abandona fluyendo hacia el Norte. Me dijo que la única entrada al mundo del nagual era a través del Sur, y que el portal se hallaba custodiado por dos guerreras, quienes tendrían que saludarme y dejarme pasar si así lo decidían.

Me llevó a un pueblo del centro de México. Caminamos a una casa en el campo y cuando nos acercábamos a ella desde el Sur, vi a dos indias macizas, de pie, enfrentándose la una a la otra a un metro de distancia. Se hallaban a unos diez o quince metros de la puerta principal de la casa, en una área donde la tierra estaba apisonada. Las dos mujeres eran extraordinariamente musculosas. Ambas tenían el pelo negrísimo y largo, juntado en una gruesa trenza. Parecían hermanas. Eran de la misma altura, del mismo peso: calculé que debían de tener alrededor de un metro sesenta de estatura y un peso de unos setenta kilos. Una de ellas era bastante oscura, casi negra, y, la otra, mucho más clara. Se hallaban vestidas como típicas indias del centro de México: vestidos largos, hasta el suelo, rebozos y huaraches caseros.

Don Juan me hizo detener a un metro de ellas. Se volvió hacia la mujer que se hallaba a nuestra izquierda y me hizo mirarla. Me dijo que se llamaba Cecilia y que era ensoñadora. Luego se volvió abruptamente, sin darme tiempo de decir nada, y me hizo enfrentarme a la mujer más morena, que se hallaba a nuestra derecha. Me dijo que su nombre era Delia y que era acechadora. Las mujeres me saludaron con un movimiento de cabeza. Ni sonrieron ni hicieron ningún gesto de bienvenida.

Don Juan caminó entre ellas como si fueran dos columnas que señalaban un portón. Avanzó un par de pasos y se volvió como si esperara que ellas me invitaran a pasar. Me observaron calmadamente durante unos momentos. Después Cecilia me invitó a entrar, como si yo me hallara en el umbral de una puerta verdadera.

Don Juan guió el camino hacia la casa. En la puerta principal encontramos a un hombre. Era muy delgado. A primera vista era bastante joven, pero un escrutinio más agudo revelaba que parecía tener casi sesenta años. Me dio la impresión de ser un niño viejo: pequeño, fuerte y nervioso, con penetrantes ojos oscuros. Era como una sombra. Don Juan me lo presentó como Emilito, y dijo que era su propio, su asistente personal, y que él me daría la bienvenida a nombre suyo.

Me pareció que Emilito en verdad era el ser más apropiado para bienvenir a cualquiera. Su sonrisa era radiante, sus pequeños dientes estaban perfectamente alineados. Me dio la mano, o más bien cruzó sus antebrazos y apretó mis dos manos. Parecía exudar gozo, y cualquiera habría dicho que estaba extático de verme. Su voz era muy suave y sus ojos chisporroteaban.

Entramos a un gran cuarto. Allí estaba otra mujer. Don Juan me dijo que se llamaba Teresa y que era la ayudante de Cecilia y Delia. Quizás apenas tenía unos treinta años, y definitivamente parecía ser hija de Cecilia. Era muy callada, pero amistosa. Seguimos a don Juan al fondo de la casa, donde había una terraza techada. Era un día cálido. Nos sentamos a una mesa, y después de una frugal merienda conversamos hasta la medianoche.

Emilito fue el anfitrión. Encantó y deleitó a todos con sus historias exóticas. Las mujeres se animaron. Eran un público magnífico. Oír su risa era un placer exquisito. En un momento, cuando Emilito dijo que ellas eran como sus dos madres, y Teresa como su hija, lo alzaron al vuelo y lo echaron al aire como si fuera un niño.

De las dos, Delia me parecía la más racional, con los pies en la tierra. Cecilia era quizá más indiferente, pero parecía tener mayor fuerza interna. Me dio la impresión de ser más intolerante o más impaciente; parecía irritarse con algunos de los cuentos de Emilito. No obstante, definitivamente era toda oídos cuando él contaba lo que llamaba sus "cuentos de la eternidad". Cada historia era precedida por la frase "¿sabían ustedes, queridos amigos, que…?" La historia que más me impresionó trataba de unas criaturas que según él existían en el universo y que eran lo más próximo a seres humanos, sin serlo; eran criaturas obsesionadas con el movimiento, capaces de percibir la más ligera fluctuación dentro o en torno de ellas. Eran tan sensitivas al movimiento que éste constituía una maldición para ellas, algo tan terriblemente doloroso que su máxima ambición era encontrar la quietud.

Emilito intercalaba entre sus cuentos de la eternidad los más terribles chistes picantes. Debido a sus increíbles dotes como narrador, me dio la impresión de que cada una de sus historias era una metáfora, una parábola, a través de la cual nos enseñaba algo.

Don Juan dijo que no era así, que Emilito simplemente reportaba lo que había presenciado en sus viajes por la eternidad. La función de un propio consistía en viajar por delante del nagual, como explorador de una operación militar. Emilito había llegado hasta los límites de la segunda atención, y todo lo que presenciaba lo transmitía a los demás.