Выбрать главу

Las dos eran igualmente altas y fuertes en apariencia; ambas se irguieron amenazadoras sobre mí y me observaron un rato largo. Don Juan no hizo nada por romper su fijeza. La mujer de más edad asintió con la cabeza y don Juan me dijo que se llamaba Zuleica y que era ensoñadora. La mujer que había abierto la puerta se llamaba Zoila, y era acechadora.

Zuleica se volvió hacia mí y, con voz de loro, me preguntó si en verdad nunca había visto una vagina. Don Juan ya no pudo conservar más tiempo la compostura, y empezó a reír. Con un gesto, le hice ver que no sabía qué decir. Me susurró en el oído que lo mejor sería decir que no; de otra manera tendría que describir una vagina, porque eso me exigiría después Zuleica.

Respondí como don Juan me indicó y Zuleica comentó que sentía lástima por mí. Y luego ordenó a Zoila que me enseñara su vagina. Zoila se tendió boca arriba bajo el foco y abrió los muslos.

Don Juan reía y tosía. Le supliqué que me sacara de ese manicomio. De nuevo me susurró en el oído que lo que debía hacer era mirar bien y mostrarme atento e interesado, porque si no tendríamos que quedarnos allí hasta el Día del Juicio.

Después de un examen cuidadoso y atento, Zuleica dijo que a partir de ese momento podía yo alardear de ser un conocedor, y que si alguna vez me topaba con una mujer sin pantaletas, ya no sería tan vulgar y obsceno como para quedarme bizco mirándola, porque ya había visto una vagina.

Caminando muy despacio, Zuleica nos condujo al patio. Me susurró que allí se hallaba alguien esperando conocerme. El patio estaba en completas tinieblas. A duras penas podía distinguir las siluetas de los otros. Entonces vi el oscuro contorno de un hombre que se hallaba a unos cuantos metros de mí. Mi cuerpo experimentó una sacudida involuntaria.

Don Juan le habló a ese hombre con una voz muy baja, y dijo que me había llevado con él para que lo conociera. Le dijo cómo me llamaba. Después de un momento de silencio, don Juan me dijo que el hombre se llamaba Silvio Manuel, que era el guerrero de la oscuridad y el verdadero jefe de todo el grupo de guerreros. Después, Silvio Manuel me habló. Me dio la impresión de que tenía un desorden en el habla: su voz era amortiguada y las palabras le salían como suaves estallidos de tos.

Me ordenó que me acercara. Cuando traté de aproximarme, él retrocedió, exactamente como si flotara. Me llevó a un receso aún más oscuro del pasillo, caminando, o eso parecía, hacia atrás y sin ruido. Murmuró algo que no pude comprender. Quise hablar, pero la garganta me picaba y estaba reseca. Me repitió algo dos o tres veces hasta que comprendí que me estaba ordenando que me desnudara. Había algo abrumador en su voz y en la oscuridad que lo envolvía. No pude desobedecer. Me quité la ropa y quedé desnudo, temblando de temor y de frío.

Estaba tan oscuro que no podía ver si don Juan y las dos mujeres aún estaban allí. Escuché un suave y prolongado siseo que se originaba muy cerca de mí; entonces sentí una brisa fresca. Comprendí que Silvio Manuel exhalaba su aliento sobre todo mi cuerpo.

Después me pidió que me sentara en mi ropa y mirara un punto brillante que con facilidad yo podía distinguir en la oscuridad, un punto que daba una tenue luz ámbar. Me pareció que me quedé mirando horas enteras hasta qué de súbito comprendí que el punto de brillantez era el ojo izquierdo de Silvio Manuel. Pude distinguir entonces el contorno de todo su rostro y de su cuerpo. El pasillo no estaba tan oscuro como parecía. Silvio Manuel avanzó hacia mí y me ayudó a incorporarme. Me encantó ver en la oscuridad con tal claridad. Ni siquiera me importaba estar desnudo o que, como entonces advertí, las mujeres me miraran. Al parecer, ellos también podían ver en la oscuridad; me observaban. Quise ponerme el pantalón, pero Zoila me lo arrebató de las manos.

Las dos mujeres y Silvio Manuel me observaron durante un largo rato. Después, don Juan se presentó repentinamente, me dio mis zapatos, y Zoila nos llevó por un corredor a un patio abierto, con árboles. Distinguí la negra silueta de una mujer parada en la mitad del patio. Don Juan le habló y ella murmuró algo como respuesta. Don Juan me dijo que era una mujer del Sur, se llamaba Marta, y era la asistente de las dos mujeres del Oeste. Marta dijo que podría apostar que yo nunca me había presentado a una mujer estando desnudo; el procedimiento habitual es conocerse y desvestirse después. Rió con fuerza. Su risa era tan agradable, tan clara y joven, que me estremeció. Su risa repercutió por toda la casa, aumentada por la oscuridad y el silencio que allí reinaba. Miré a don Juan en busca de apoyo. Se había ido, y Silvio Manuel también. Me hallaba solo con las tres mujeres. Me puse muy nervioso y le pregunté a Marta si sabía a dónde se había ido don Juan. En ese preciso momento, alguien me agarró de la piel de mis axilas. Grité de dolor. Supe que había sido Silvio Manuel. Me levantó como si yo no pesara nada y me sacudió hasta que se me salieron los zapatos. Después me puso de pie en una estrecha tina de agua helada que me llegaba a las rodillas.

Me quedé en la tina durante un rato largo mientras todos me escrutaban. Después, Silvio Manuel volvió a levantarme, me sacó del agua y me colocó junto a mis zapatos, que diligentemente alguien había puesto al lado de la tina.

Don Juan de nuevo apareció y me dio mi ropa. Me susurró que debía de ponérmela y que lo cortés era quedarse conversando por un rato. Marta me dio una toalla para que me secara. Busqué a las otras dos mujeres y a Silvio Manuel, pero no aparecían por ningún sitio.

Marta, don Juan y yo permanecimos en la oscuridad conversando un largo rato. Ella parecía dirigirse principalmente a don Juan, pero creí que yo era su verdadero público. Esperé una indicación de don Juan para que nos marcháramos, pero él parecía disfrutar la ágil conversación de Marta. Nos dijo que ese día Zoila y Zuleica habían estado en la cumbre de la locura. Añadió luego, en beneficio mío, que las dos eran extraordinariamente racionales la mayor parte del tiempo.

Como si revelara un secreto, Marta nos contó que el cabello de Zoila estaba tan despeinado porque cuando menos un tercio de éste era pelo de Zuleica. Las dos habían tenido un momento de intensa camaradería, y se ayudaron mutuamente a peinarse el pelo. Zuleica trenzó el pelo de Zoila como lo había hecho cientos de veces, salvo que, como estaba fuera de control, anudó parte de su propio cabello con el de Zoila. Marta dijo que al levantarse de las sillas hubo una conmoción. Ella corrió al rescate, pero cuando entró en el cuarto, Zuleica ya había tomado la iniciativa y se hallaba más lúcida que Zoila, decidió cortar la parte del pelo de Zoila que había trenzado con el suyo. En el desorden que vino después, Zuleica se confundió y acabó cortando su propio pelo.

Don Juan reía como si fuera lo más chistoso que hubiera oído en su vida. Escuché suaves explosiones de risa que parecían tos y que provenían de la oscuridad del lado opuesto del patio.

Marta añadió que había tenido que improvisarle un moño hasta que le creciera el pelo a Zuleica.

Reí con don Juan. Marta me caía muy simpática. En cambio las otras dos mujeres me daban asco. Marta, por el contrario, parecía un parangón de calma y de voluntad férrea. No podía ver sus rasgos, pero la imaginé muy hermosa. El sonido de su voz era cautivante.

Muy cortésmente, ella le preguntó a don Juan si yo querría algo de comer. El respondió que yo no me sentía muy a gusto que digamos con Zuleica y Zoila y que probablemente acabaría en náusea. Marta me aseguró que las dos mujeres ya se habían ido, y tomó mi brazo y nos llevó a través de un corredor aún más oscuro hasta una bien iluminada cocina. El contraste fue excesivo para mis ojos. Me quedé en el umbral de la puerta tratando de acostumbrarme a la luz.

La cocina era de techo alto y bastante moderna y funcional. Tomamos asiento en una especie de desayunador. Marta era joven y muy fuerte; tenía una figura llena, voluptuosa; rostro circular y nariz y boca pequeñas. Su pelo negrísimo estaba trenzado y enroscado encima de su cabeza.