A medida que revisábamos el mundo de don Juan, nos íbamos dando cuenta de que éste era una réplica del mundo de su benefactor. Se podía ver que consistía o de grupos o de casas. Había un grupo de cuatro pares independientes de mujeres que parecían hermanas y que trabajaban y vivían juntas; otro grupo estaba compuesto por don Juan y tres hombres de la edad de don Juan, y muy allegados a él; un par de mujeres del Sur, más jóvenes que las demás, que parecían tener lazos de parentesco entre ellas, Marta y Teresa; y finalmente un par de hombres menores que don Juan, los propios Emilito y Juan Tuma. Pero también parecían consistir en cuatro casas aparte, localizadas muy lejos la una de la otra en distintas zonas de México. Una se hallaba compuesta por las dos mujeres del Oeste, Zuleica y Zoila, Silvio Manuel y Marta. La siguiente estaba formada por las dos mujeres del Sur, Cecilia y Delia; Emilito que era el propio de don Juan, y Teresa. Otra casa estaba hecha por Carmela y Hermelinda, las mujeres del Oeste, Vicente, y el propio Juan Tuma; y, por último, la de las mujeres del Norte, Nélida y Florinda, y don Genaro.
Según don Juan, su mundo no tenía ni la armonía ni el equilibrio del de su benefactor. Las dos únicas mujeres que se equilibraban completamente la una a la otra, y que parecían gemelas idénticas, eran las guerreras del Norte, Nélida y Florinda. Una vez, Nélida me dijo que las dos eran tan parecidas que incluso tenían el mismo tipo sanguíneo.
Para mí, una de las sorpresas más agradables fue la transformación de Zuleica y Zoila, quienes habían sido tan repugnantes. Resultaron ser, como había dicho don Juan, las guerreras más sobrias que se pudiera imaginar. No lo podía creer cuando las vi por segunda vez. El ataque de locura había pasado y ahora asemejaban dos señoras bien vestidas, altas, morenas y musculosas, con brillantes ojos oscuros como pedazos de resplandeciente obsidiana negra. Rieron y bromearon conmigo por lo que ocurrió la noche de nuestro primer encuentro, como si otras personas y no ellas hubieran tomado parte en él. Puede comprenderse fácilmente el tumulto emocional de don Juan causado por las guerreras del Oeste del grupo de su benefactor. Para mí también era imposible aceptar que Zuleica y Zoila pudiesen transformarse en criaturas repugnantes y detestables. Me tocó la oportunidad de presenciar esa metamorfosis en varias ocasiones; felizmente nunca pude juzgarlas tan ásperamente como lo hice en el primer encuentro. Más que nada, sus excesos me causaban tristeza.
Pero la sorpresa más grande me la deparó Silvio Manuel. En la oscuridad de nuestro primer encuentro lo imaginé como un hombre imponente, un gigante avasallador. En realidad era pequeño, pero no frágilmente pequeño. Su cuerpo era como el de un jinete de carreras, un jockey pequeño pero perfectamente proporcionado. Me pareció que hubiera podido ser un gimnasta. Su control físico era tan notable que podía inflarse, como si fuera un sapo, hasta casi el doble de su tamaño, expandiendo todos los músculos del cuerpo. Daba asombrosas demostraciones de cómo podía descoyuntar sus miembros y reacomodarlos nuevamente sin ninguna manifestación de dolor. Al mirar a Silvio Manuel, siempre experimenté un profundo, desconocido sentimiento de temor. Para mí, era como un visitante de otro tiempo. Era moreno pálido, como estatua de bronce. Sus rasgos eran afilados. Su nariz aguileña; sus labios gruesos y sus ojos oblicuos ampliamente separados, lo hacían parecer una figura estilizada de un fresco maya. Durante el día era amigable y simpático, pero tan pronto oscurecía se volvía insondable. Su voz se transformaba. Tomaba asiento en una esquina oscura y se dejaba devorar por la oscuridad. Todo lo que quedaba visible de él era su ojo izquierdo, que permanecía abierto y adquiría un fulgor extraño, como ojos de felino.
Una cuestión secundaria que emergió en el transcurso de nuestro trato con los guerreros de don Juan fue el tema del desatino controlado. Don Juan me dio una explicación suscinta de una vez que se hallaba exponiendo las dos categorías en las que obligatoriamente se dividen las mujeres guerreras: ensoñadoras y acechadoras. Me dijo que todos los miembros de su grupo hacían ensoñar y acechar como parte de sus vidas diarias, pero que las mujeres que componían el planeta de las ensoñadoras y el planeta de las acechadoras eran las máximas autoridades de sus actividades respectivas.
Las acechadoras son las que enfrentan los embates del mundo cotidiano. Son las administradoras de negocios, las que tratan con la gente. Todo lo que tiene que ver con el mundo de los asuntos ordinarios pasa por sus manos. Las acechadoras son las practicantes del desatino controlado, así como las ensoñadoras son las practicantes del ensueño. En otras palabras, el desatino controlado es la base del acechar, y los ensueños son las bases del ensoñar. Don Juan decía que, hablando en términos generales, el logro más importante de un guerrero en la segunda atención es ensoñar, y en la primera atención el logro más grande es acechar.
Yo malentendí lo que los guerreros de don Juan hicieron conmigo en nuestros primeros encuentros. Tome sus actos como ejemplos de engaño y falsedad, y ésa sería mi impresión hasta la fecha, de no haber sido por la idea del desatino controlado. Don Juan me dijo que los actos de esos guerreros fueron lecciones maestras de acechar. Me dijo que su benefactor le había enseñado el arte de acechar antes que otra cosa. Para poder sobrevivir entre los guerreros de su benefactor tuvo que aprender ese arte a toda prisa. En mi caso, dijo don Juan, puesto que no tenía que vérmelas con sus guerreros, tuve que aprender primero a ensoñar. Pero cuando el momento fuese apropiado, Florinda aparecería para guiarme a través de las complejidades del acechar. Nadie más qué ella podía hablar conmigo detalladamente del acecho; los otros tan sólo podían ofrecerme demostraciones directas, como ya lo habían hecho en nuestros primeros encuentros.
Don Juan me explicó detalladamente que Florinda era una de las máximas practicantes del acecho, ya que su benefactor y sus cuatro guerreras, que eran acechadoras, la habían entrenado en los aspectos más intrincados de este arte. Florinda fue la primera guerrera que llegó al mundo de don Juan, y por esa razón ella iba a ser mi guía personaclass="underline" no sólo en el arte de acechar sino también en el misterio de la tercera atención, si es que yo llegaba a ese nivel. Don Juan no me explicó nada más acerca de ese punto. Me dijo que eso tendría que esperar a que yo estuviera listo, primero para aprender a acechar, y después a entrar en la tercera atención.
Don Juan decía que su benefactor había sido muy meticuloso con cada uno de sus guerreros al adiestrarlos en el arte de acechar. Utilizó toda clase de estratagemas a fin de crear un contrapunto entre los dictados de la regla y la conducta de los guerreros en el mundo cotidiano. Creía que ésa era la mejor forma de convencerlos de que la única manera que disponen para tratar con el medio social es en términos del desatino controlado.
A medida que desarrollaba sus estratagemas, el benefactor de don Juan ponía a la gente y a los guerreros frente a los mandatos de la regla, y dejaba que el drama natural se desenvolviese por sí mismo. La insensatez de la gente tomaba la delantera y por un momento arrastraba con ella a los guerreros, como parece ser lo natural, pero siempre será vencida por los designios más abarcantes de la regla.