Don Juan nos dijo que en un principio se sintió profundamente agraviado por el control que su benefactor ejercía sobre sus guerreros. Incluso se lo echó en cara. Su benefactor no se inmutó. Sostuvo que su control era tan sólo una ilusión que el Águila creaba. El solamente era un guerrero impecable, y sus actos representaban un humilde intento de reflejar al Águila.
Don Juan decía que el impulso con el cual su benefactor llevaba a cabo sus estratagemas se originaba en su certeza de que el Águila era real y final, y en su certeza de que lo que la gente hace es un desatino absoluto. Esas dos convicciones daban origen al desatino controlado, que el benefactor de don Juan describía como el único puente que existe entre la insensatez de la gente y la finalidad de los dictados del Águila.
XI. LA MUJER NAGUAL
Don Juan me dijo que cuando fue puesto bajo el cuidado de las mujeres del Oeste, para ser purificado, también lo pusieron bajo la tutela de la mujer del Norte, que era el equivalente de Florinda, para que ésta le enseñara los principios del arte de acechar. Ella y su benefactor le dieron los medios concretos para adquirir a los tres guerreros, al propio y a las cuatro acechadoras que compondrían su grupo.
Las ocho mujeres videntes del grupo de su benefactor habían buscado las configuraciones distintivas de luminosidad, y no tuvieron dificultad alguna en hallar los tipos apropiados de guerreros masculinos y femeninos para el grupo de don Juan. Sin embargo, su benefactor no permitió que esos videntes hicieran ningún intento por congregar a los guerreros que habían encontrado. Le correspondió a don Juan aplicar los principios del acecho para obtenerlos.
El primer guerrero que apareció fue Vicente. Don Juan aún no dominaba el arte de acechar para poder enrolarlo. Su benefactor y la acechadora del Norte tuvieron que hacer casi todo el trabajo. Después vino Silvio Manuel, más tarde don Genaro y, por último, Emilito, el propio.
Florinda fue la primera guerrera. Fue seguida por Zoila, después por Delia y luego por Carmela. Don Juan decía que su benefactor inexorablemente los obligó a todos ellos a que trataran con el mundo en términos de desatino controlado.
El resultado fue un estupendo equipo de practicantes, quienes concebían y ejecutaban las más intrincadas estratagemas.
Cuando todos ellos tenían ya cierto grado de pericia en el arte de acechar, su benefactor consideró que era el momento adecuado de encontrar para ellos una mujer nagual. Fiel a su política de ayudarlos a que se ayudaran a sí mismos, esperó, para encontrarla, hasta que don Juan había aprendido a ver y todos ellos eran expertos acechadores. Aunque don Juan lamentaba inmensamente el tiempo que desperdició en esperar, estaba de acuerdo en que ese curso de acción creó un enorme vínculo entre todos ellos y dio nueva vida a su obligación de buscar la libertad.
Su benefactor empezó su estratagema para atraer a la mujer nagual convirtiéndose, de repente, en un católico devoto. Exigió que don Juan, siendo el heredero de su conocimiento, se comportará como un hijo y fuera a la iglesia con él. Día tras día lo empujaba a oír misa. Don Juan decía que su benefactor, quien en su trato con la gente era un hombre encantador y elocuente, lo presentaba a todos como su hijo, el algebrista.
Don Juan, que según sus propias palabras era en aquel entonces un salvaje, se sentía desolado en situaciones sociales en las que debía hablar y dar una relación de sí mismo. Lo único que lo tranquilizaba era la idea de que su benefactor tenía razones ulteriores. Trató de deducir a través de sus observaciones cuáles podían ser esas razones, pero no pudo hacerlo. Los actos de su benefactor parecían estar abiertos a la vista de todos. Como católico ejemplar, ganó la confianza de muchísima gente, especialmente del párroco, quien lo tenía en alta estima y lo consideraba amigo y confidente. Le pasó por la mente la idea de que su benefactor sinceramente podía haberse convertido al catolicismo, si no es que se había vuelto loco de remate. Aún no había comprendido que un guerrero jamás pierde la cabeza bajo ninguna circunstancia.
Las quejas de don Juan por tener que ir a la iglesia se desvanecieron cuando su benefactor empezó a presentarlo con las hijas de la gente que conocía. Eso le gustó, aunque también lo incomodaba. Don Juan creyó que su benefactor estaba ayudándolo a soltar la lengua. El no era ni elocuente ni encantador, y su benefactor le había dicho que un nagual por fuerzas tiene que ser ambas cosas.
Un domingo, durante la misa, después de casi un año de oírla prácticamente todos los días, don Juan descubrió cuál era la verdadera razón por la que iban a la iglesia. Se hallaba arrodillado junto a una muchacha llamada Olinda, hija de uno de los conocidos de su benefactor. Don Juan se volvió para entrecruzar miradas con ella, como ya era su costumbre después de meses de contacto diario. Sus ojos se encontraron, y súbitamente don Juan la vio como un ser luminoso y luego vio que Olinda era una mujer doble. Su benefactor lo sabía desde el principio, y había elegido el camino más difícil para que don Juan se pusiera en contacto con ella. Don Juan me confesó que ese momento fue avasallador para él.
Su benefactor supo que don Juan había visto. Su misión de reunir a los seres dobles había sido lograda impecablemente. Se puso en pie y sus ojos barrieron todas las esquinas de la iglesia; caminó luego hacia afuera sin volver la cabeza una sola vez. Ya no tenía nada qué hacer allí.
Don Juan me dijo que cuando su benefactor se puso en pie y salió de la misa, todos se volvieron a verlo. Don Juan quiso seguirlo, pero Olinda audazmente le tomó la mano y lo detuvo. En ese momento supo que el poder de ver no había sido suyo solamente. Algo los había traspasado a los dos. Don Juan advirtió de repente que la misa no sólo había concluido, sino que ambos estaban ya fuera de la iglesia. Su benefactor trataba de calmar a la madre de Olinda, que se hallaba encolerizada y avergonzada por la inesperada e inadmisible muestra de afecto que tuvo lugar entre Olinda y don Juan.
Don Juan me dijo que se halló completamente desorientado. Sabía que a él le correspondía concebir un plan de acción. Tenía los recursos, pero la importancia del evento lo hizo perder la confianza en su habilidad. Dejó a un lado su pericia como acechador y se perdió en el dilema intelectual de si debía o no tratar a Olinda como desatino controlado.
Su benefactor le dijo que no podía ayudarlo. Su deber había sido reunirlos, y allí cesaba su responsabilidad. A don Juan le correspondía tomar los pasos apropiados. Sugirió incluso que don Juan considerara casarse con ella, si eso era lo que se requería. Sólo cuando Olinda fuera a él por su propia voluntad él podría ayudar a don Juan interviniendo directamente como nagual.
Don Juan intentó un cortejo formal. No fue bien recibido por los padres, quienes no podían concebir que alguien de una clase social tan distinta fuese pretendiente de su hija. Olinda no era india; su familia era de clase media, dueña de un pequeño negocio. El padre tenía otros planes para su hija. Amenazó con enviarla a la capital si don Juan insistía en casarse con ella.
Don Juan me dijo que los seres dobles, las mujeres en especial, son extraordinariamente moderados, incluso tímidos. Olinda no era una excepción. Después de la exaltación inicial en la iglesia, fue dominada por la prudencia, y después por el miedo. Sus propias reacciones la asustaban.