Una noche, Silvio Manuel nos puso a la Gorda y a mí en dos arneses separados que eran como sillas de correas; nos sentamos en ellos y él nos suspendió con una polea hasta la rama más alta y gruesa de un árbol muy grande. Quería que prestáramos atención a la conciencia del árbol, que, según él, nos daría señales, ya que éramos sus huéspedes. Hizo que la mujer nagual se quedara en el suelo y nos llamara en voz alta, una y otra vez, durante toda la noche.
Mientras nos hallábamos suspendidos del árbol, en las innumerables veces en que llevamos a cabo este no-hacer, experimentábamos un glorioso diluvio de sensaciones físicas, como tibias cargas de impulsos eléctricos. Durante los tres primeros de los cuatro intentos que realizamos, era como si el árbol protestara por nuestra intrusión; después de eso, los impulsos se convirtieron en señales de paz y equilibrio. Silvio Manuel nos dijo que la conciencia de un árbol atrae su alimento de las profundidades de la tierra, en tanto que la conciencia de las criaturas móviles la atrae de la superficie. No hay sensación de contienda o rivalidad en un árbol, mientras que en los seres móviles esa sensación los llena por completo.
Silvio Manuel planteaba que la percepción sufre una profunda sacudida cuando nos colocamos en estados de quietud en la oscuridad. Nuestros oídos toman entonces la delantera y pueden percibirse las señales de todas las entidades vivientes y existentes en torno a nosotros: no sólo con los oídos, sino con una combinación de los sentidos auditivo y visual, en ese orden. Decía que en la oscuridad, especialmente mientras uno se halla suspendido, los ojos se vuelven subsidiarios de los oídos.
La Gorda y yo descubrimos que Silvio Manuel tenía absoluta razón. A través del tercer no-hacer, Silvio Manuel dio una nueva dimensión a nuestra percepción del mundo que nos rodea.
Después nos dijo a la Gorda y a mi que el siguiente grupo de tres no-haceres sería intrínsecamente distinto y más complejo. Éstos tenían que ver con el aprendizaje de cómo manipular el otro mundo. Era obligatorio incrementar su efecto cambiando la hora de acción al crepúsculo matutino o vespertino. Nos dijo que el primer no-hacer del segundo grupo tenía dos fases. En la primera debíamos llegar al más profundo estado de conciencia acrecentada a fin de percibir la pared de niebla. Una vez que esto se lograba, la segunda fase consistía en hacer que la pared dejara de girar para así poder uno aventurarse en el mundo que se hallaba entre las líneas paralelas.
Nos advirtió que su meta era colocarnos directamente en la segunda atención, sin ninguna preparación intelectual. Quería que aprendiéramos lo sutil y compleja que es, sin comprender racionalmente lo que estábamos haciendo. Su tema era que un venado mágico o un coyote mágico maneja la segunda atención sin intelecto. A través de la práctica forzada de viajar al otro lado de la pared de niebla íbamos a sufrir, tarde o temprano, una alteración permanente de nuestro ser total, y esa alteración nos haría aceptar que el mundo que se halla entre las líneas paralelas es real, porque forma parte de la totalidad del mundo, así como nuestro cuerpo luminoso es parte de la totalidad de nuestro ser.
Silvio Manuel también dijo que nos usaba a la Gorda y a mí para explorar la posibilidad de que algún día pudiéramos ayudar a los otros aprendices introduciéndolos en el otro mundo, en cuyo caso ellos acompañarían al nagual Juan Matus y a su grupo en el viaje definitivo. Razonaba que puesto que la mujer nagual debía abandonar este mundo con el nagual Juan Matus y sus guerreros, los aprendices tenían que seguirla porque ella era su única guía en ausencia de un hombre nagual. Nos aseguró que la mujer nagual confiaba en nosotros, y que por esa razón supervisaba nuestro trabajo.
Silvio Manuel hizo que la Gorda y yo tomáramos asiento en el suelo del área trasera de su casa, donde habíamos llevado a cabo los otros no-haceres. No necesitamos la ayuda de don Juan para entrar en nuestro más profundo estado de conciencia acrecentada Casi en el acto vi la pared de niebla. La Gorda la vio también, pero, por más que tratábamos, no podíamos detener la rotación de ésta. Cada vez que movía mi cabeza, la pared se desplazaba con ella.
La mujer nagual pudo detenerla y atravesarla sin ayuda de nadie, pero por más esfuerzos que hizo no logró transportarnos a nosotros dos con ella. Por último, don Juan y Silvio Manuel tuvieron que detener la pared y empujarnos físicamente a través de ella. La sensación que tuve al entrar en esa pared de niebla fue que a mi cuerpo lo torcían como las trenzas de una cuerda.
En el otro lado se hallaba el horrible valle desolado, con pequeñas dunas redondas de arena. Había unas nubes amarillas muy bajas en torno a nosotros, pero ningún cielo, ningún horizonte; bancos de pálido vapor amarillo impedían la visibilidad. Caminar era muy difícil. La presión parecía mucho mayor que aquella a la que mi cuerpo está acostumbrado. La Gorda y yo caminamos sin rumbo, pero la mujer nagual parecía saber hacia dónde se dirigía. Mientras más lejos nos íbamos de la pared, más oscuro era todo y más difícil resultaba avanzar. La Gorda y yo no pudimos ya seguir caminando erectos. Tuvimos que gatear. Perdí mi fuerza, y a la Gorda le pasó lo mismo; la mujer nagual tuvo que arrastrarnos para que pudiéramos regresar a la pared y salir de ella.
Repetimos ese viaje incontables veces. Las primeras veces don Juan y Silvio Manuel nos auxiliaban a detener la pared de niebla, pero después la Gorda y yo nos volvimos tan expertos como la mujer nagual. Aprendimos a detener la rotación de la pared. Esto ocurrió de una forma muy natural. En mi caso, en una ocasión advertí que mi intento era la clave: un aspecto especial de mi intento, porque no se trataba de mi voluntad tal como la conozco. Era un deseo intenso que se concentraba en la parte media de mi cuerpo. Se trataba de una nerviosidad peculiar que me hacía estremecerme y que después se convertía en una fuerza que en realidad no detenía a la pared, pero que hacía que cierta parte de mi cuerpo involuntariamente se volviera noventa grados a la derecha. El resultado era que por un instante tenía dos puntos de vista. Miraba al mundo dividido en dos por la pared de niebla y al mismo tiempo contemplaba directamente un banco de vapor amarillento. Esta última visión ganaba predominancia y algo me jalaba hacia la niebla y más allá de ella.
Otra cosa que aprendimos fue a considerar ese lugar como algo real; nuestros viajes se transformaron para nosotros en algo tan concreto como una excursión a las montañas, o un viaje por mar en un bote de vela. El valle desierto con promontorios que semejaban dunas de arena, para nosotros era tan real como cualquier parte del mundo.
La Gorda y yo teníamos la sensación de que los tres pasábamos una eternidad en ese mundo que se halla entre las líneas paralelas, y sin embargo, no podíamos recordar qué era lo que realmente acontecía allí. Sólo podíamos recordar lo aterradores que eran los momentos cuando teníamos que salir de ese mundo para retornar al de la vida de todos los días. Siempre eran momentos de tremenda angustia e inseguridad.