Partimos al rayar el alba. Yo ya había estado en las cercanías de ese pueblo con anterioridad. Era muy pequeño y nunca había advertido nada en los alrededores que se acercase siquiera a la visión de la Gorda. Por ahí sólo había colinas erosionadas. Resultó que las dos montañas no se encontraban ahí, o, si así era, no las pudimos localizar.
Sin embargo, durante las dos horas que pasamos en el pueblo, tanto ella como yo tuvimos la sensación de que conocíamos algo indefinido, una sensación que en momentos se transformaba en certeza y que después retrocedía nuevamente a la oscuridad y se convertía en mera molestia y frustración. Visitar ese pueblo nos inquietó de una manera misteriosa; o, más bien, por razones desconocidas, los dos quedamos muy agitados. Yo me descubrí angustiado por un conflicto sumamente lógico. No recordaba haber estado alguna vez en el pueblo mismo y, sin embargo, podía jurar que no sólo estuve ahí, sino que había vivido ahí algún tiempo. No se trataba de una evocación clara; no podía recordar ni las calles ni las casas. Lo que sentía era la aprensión vaga pero poderosa de que algo se clarificaría en mi mente. No estaba seguro de qué, un recuerdo quizá. En momentos, esa incierta aprensión se volvía inmensa, en especial al ver una casa en particular. Me estacioné frente a ella. La Gorda y yo la miramos desde el auto quizá durante una hora y, no obstante, ninguno de nosotros sugirió que bajáramos del auto para ir a ella.
Los dos nos hallábamos muy tensos. Empezamos a hablar acerca de la visión de la Gorda de las dos montañas y nuestra conversación pronto devino en pleito. Ella creía que yo no había tomado en serio su ensueño. Nuestros temperamentos se encendieron y terminamos gritándonos el uno al otro, no tanto por ira como por nerviosidad. Me di cuenta de ello y me contuve.
Al regresar, estacioné el auto a un costado del camino de tierra. Nos bajamos para estirar las piernas. Caminamos unos momentos, pero hacía demasiado viento para estar a gusto. La Gorda estaba aún agitada. Regresamos al auto y nos sentamos dentro.
– Si nomás recuperaras lo que sabes -me dijo la Gorda con tono suplicante-, si replegaras tu conocimiento, te darías cuenta de que perder la forma humana…
Se interrumpió a mitad de la frase; mi ceño debió haberla detenido. Sabía muy bien lo difícil que era mi lucha. Si hubiese habido algún conocimiento que hubiera podido recuperar conscientemente, ya lo habría hecho.
– Pero es que somos seres luminosos -convino con el mismo tono suplicante-. Tenemos tanto… Tú eres el nagual. Tú tienes más aún.
– ¿Qué crees que debo hacer?
– Tienes que abandonar tu deseo de aferrarte -sugirió-. Lo mismo me ocurrió a mí. Me aferraba a las cosas, por ejemplo la comida que me gustaba, las montañas donde vivía, la gente con la que disfrutaba platicar. Pero más que nada me aferraba al deseo de que me quieran.
Le dije que su consejo no tenía sentido para mí porque no estaba consciente de aferrarme a algo. Ella insistió en que de alguna manera yo sabía que estaba poniendo barreras a la pérdida de mi forma humana.
– Nuestra atención ha sido entrenada para enfocar con terquedad -continuó-. Esa es la manera como sostenemos el mundo. Tu primera atención ha sido adiestrada para enfocar algo que es muy extraño para mí, pero muy conocido para ti.
Le dije que mi mente se engarzaba en abstracciones, pero no en abstracciones como las matemáticas, por ejemplo, sino más bien en proposiciones razonables.
– Ahora es el momento de dejar todo eso -propuso-. Para perder tu forma humana, necesitas desprenderte de todo ese lastre. Tu contrapeso es tan fuerte que te paralizas.
No estaba con humor para discutir. Lo que la Gorda llamaba perder la forma humana era un concepto demasiado vago para una consideración inmediata. Me preocupaba lo que habíamos experimentado en ese pueblo. La Gorda no quería hablar de ello.
– Lo único que cuenta es que repliegues tu conocimiento, que recuperes lo que sabes -opinó-. Lo puedes hacer cuando lo necesitas, como ese día en que Pablito se fue y tú y yo nos agarramos a chingadazos.
La Gorda dijo que lo ocurrido ese día era un ejemplo de "replegar el conocimiento". Sin estar plenamente consciente de lo que hacía, había llevado a cabo complejas maniobras que implicaban ver.
– Tú no nos diste de chingadazos nomás porque sí -añadió-. Tú viste.
Tenía razón en cierta manera. Algo bastante fuera de lo común tuvo lugar en esa ocasión. Yo lo había considerado detalladamente, confinándolo, sin embargo, a una especulación puramente personal, puesto que no podía darle una explicación apropiada. Pensé que la carga emocional del momento me había afectado en forma inusitada.
Cuando hube entrado en la casa de ellos y enfrenté a las cuatro mujeres, en fracciones de segundo advertí que podía cambiar mi manera ordinaria de percibir. Vi cuatro amorfas burbujas de luz ámbar muy intensa frente a mí. Una de ellas era de matiz delicado. Las otras tres eran destellos hostiles, ásperos, blancoambarinos. El brillo agradable era el de la Gorda. Y en ese momento los tres destellos hostiles se cernieron amenazantemente sobre ella.
La burbuja de luminosidad blancuzca más cercana a mí, que era la de Josefina, estaba un tanto fuera de equilibrio. Se hallaba inclinándose, así que di un empujón. Di puntapiés a las otras dos, en una depresión que cada una de ellas tenía en el costado derecho. Yo no tenía una idea consciente de que debía asestar allí mis puntapiés. Simplemente descubrí que la depresión era adecuada: de alguna manera ésta invitaba a que yo las pateara allí. El resultado fue devastador. Lidia y Rosa se desmayaron en el acto. Las había golpeado en el muslo derecho. No se trato de un puntapié que rompiera huesos, sino que solo empujé con mi pie las burbujas de luz que se hallaban frente a mí. No obstante, fue como si les hubiera dado un golpe feroz en la más vulnerable parte de sus cuerpos.
La Gorda tenía razón. Yo había recuperado algún conocimiento del cual no estaba consciente. Si eso se llama ver, la conclusión lógica de mi intelecto sería que ver es un conocimiento corporal. La preponderancia del sentido visual en nosotros, influencia este conocimiento corporal y lo hace aparecer relacionado con los ojos. Pero lo que experimenté no era del todo visual. Vi las burbujas de luz con algo que no sólo eran mis ojos, puesto que estaba consciente de que las cuatro mujeres se hallaban en mi campo de visión durante todo el tiempo que lidié con ellas. Las burbujas de luz ni siquiera se encontraban sobreimpuestas en ellas. Los dos conjuntos de imágenes estaban separados. Si me desplacé visualmente de una escena a la otra, el desplazamiento tuvo que haber sido tan rápido que parecía no existir; de allí que sólo podía recordar la percepción simultánea de dos escenas separadas.
Después de que di los puntapiés a las dos burbujas de luz, la más agradable – la Gorda- se acercó a mí. No vino directamente, pues dibujó un ángulo a la izquierda a partir del momento en que comenzó a moverse; obviamente no intentaba golpearme, así es que cuando el destello pasó junto a mí lo atrapé. Mientras rodaba en el suelo con él, sentí que me fundía en el destello. Ese fue el único momento en el que en verdad perdí el sentido de continuidad. De nuevo estuve consciente de mí mismo cuando la Gorda acariciaba los dorsos de mis manos.
– En nuestro ensoñar, las hermanitas y yo hemos aprendido a unir las manos -explicó la Gorda-. Sabemos cómo hacer una línea. Nuestro problema ese día era que nunca habíamos hecho esa línea fuera de nuestro cuarto. Por eso me arrastraron dentro. Tu cuerpo supo lo que significaba que nosotras juntáramos las manos. Si lo hubiéramos hecho, yo habría quedado bajo control de ellas. Y ellas son más feroces que yo. Sus cuerpos están impenetrablemente cerrados, no les preocupa el sexo. A mí, sí. Eso me debilita. Estoy segura de que tu preocupación por el sexo es lo que hace que te sea tan difícil replegar tu conocimiento.