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Una reunión de aquella naturaleza tenía un marcado sabor informal, por lo que cuando Carver vio que era el único que había terminado, después de haber devorado su pudín más deprisa que sus superiores, se atrevió a dirigirse directamente a Laurence preguntando con timidez:

—Señor, si me permite el atrevimiento de preguntarle, ¿es cierto que los dragones pueden escupir fuego?

Laurence, muy a gusto después de haberse dado un festín de pasta de ciruelas, regada por varios vasos de buen Riesling, acogió la pregunta con buen humor.

—Eso depende de la raza, señor Carver —respondió al tiempo que depositaba el vaso en la mesa—. Sin embargo, tengo entendido que es una habilidad extremadamente inusual. Sólo he visto un caso con mis propios ojos: un dragón turco en la batalla del Nilo, y le puedo asegurar que me alegré muchísimo de que los turcos se hubieran puesto de nuestra parte cuando los vi en acción.

Todos los oficiales de la mesa se estremecieron y asintieron. Había pocas cosas más peligrosas para una embarcación que un fuego descontrolado en cubierta.

—Me hallaba a bordo del Goliath —dijo Laurence—. No estábamos ni a un kilómetro de distancia del Orient cuando la criatura se acercó como una antorcha. Habíamos barrido a cañonazos la nave enemiga y prácticamente habíamos liquidado a todos los tiradores de las cofas, por lo que el dragón pudo destruir el barco a placer.

Se sumió en el silencio al recordarlo: todas las velas ardían dejando un rastro de espeso humo negro; el gran alado de colores naranja y negro flotó suspendido en el aire y vertió más y más llamaradas por las fauces; sólo la explosión ahogó al fin el tremendo estruendo; el silencio había imperado durante cerca de un día después de todo aquello. Había estado una vez en Roma siendo niño y había visto en el Vaticano una representación del infierno por Miguel Ángel en la que los dragones quemaban con su fuego las almas de los condenados. Aquello se había parecido mucho.

Reinó un momento de silencio absoluto durante el cual la imaginación dibujó la escena para quienes no habían estado presentes. El señor Pollitt se aclaró la garganta y dijo:

—Por fortuna, creo que la habilidad para escupir veneno o ácido es más común entre ellos, y no es que no sean armas formidables por derecho propio.

—Dios santo, sí —contestó Wells a eso—. He visto cómo el ácido de dragón corroía toda la vela mayor en menos de un minuto, pero aun así, no le prendería fuego a la santabárbara ni la embarcación saltaría en pedazos bajo los pies.

—¿ Temerario va a ser capaz de hacer eso? —preguntó Battersea, con los ojos abiertos como platos al oír esas historias.

Laurence dio un respingo. Se sentaba a la derecha de Riley, parecía que era él quien había invitado a cenar a los oficiales y, por un momento, casi había olvidado que era un huésped en su antiguo camarote y a bordo de su antigua nave.

Por fortuna, el señor Pollitt respondió y le concedió un momento para ocultar su confusión.

—Debemos esperar a desembarcar para identificarlo correctamente y responder a esa pregunta, ya que su raza es una de las que no describen mis libros. Incluso aunque sea de la especie adecuada, lo más probable es que no manifieste esa habilidad hasta que haya terminado de crecer, lo cual no va a suceder en meses venideros.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Riley levantando carcajadas de asentimiento.

Laurence se las arregló para sonreír y levantar un vaso en honor a Temerario con los demás comensales.

Más tarde, después de haber dado las buenas noches en el camarote, Laurence caminó con paso vacilante hacia la popa, donde el dragón yacía con solitario esplendor, ya que la tripulación había abandonado aquella parte de la cubierta conforme él había ido creciendo. Temerario abrió un ojo centelleante cuando Laurence se aproximó y alzó un ala invitándole a acercarse. Al marino le sorprendió el gesto, pero recogió su camastro y se sentó sobre él, apoyando la espalda sobre la ijada del dragón, que creó un espacio cálido y abrigado a su alrededor cuando volvió a bajar el ala.

—¿Crees que seré capaz de lanzar llamas o escupir veneno? —preguntó Temerario—. No estoy seguro de que sea así. Lo he intentado, pero no soplo más que aire.

—¿Nos has oído hablar? —preguntó Laurence, sobresaltado.

Los ventanales de popa habían permanecido abiertos y la conversación podría haber sido perfectamente audible desde cubierta, pero no sabía por qué no había caído en la cuenta de que el animal pudiera estar a la escucha.

—Sí —afirmó Temerario—. La parte que has contado de la batalla era muy emocionante. ¿Has tomado parte en muchas?

—Bueno, supongo —repuso— que no más que muchos otros compañeros.

Eso no era del todo cierto. Había participado en un número inusualmente grande de acciones de guerra, lo cual le había valido para figurar en la lista de ascensos a una edad bastante temprana, y se le consideraba un aguerrido capitán.

—Y así fue como te encontramos a ti cuando eras sólo un huevo. Estabas a bordo de una nave cuando la abordamos —añadió mientras señalaba al Amitié con el brazo, cuyos faroles de popa podían verse en aquel momento como dos puntos a babor.

Temerario contempló la nave con interés.

—¿Me obtuvisteis en una batalla? No lo sabía. —La información parecía complacerle—. ¿Nos veremos pronto en otra? Me gustaría contemplar una; estoy seguro de que podría ayudar incluso aunque todavía no sea capaz de lanzar llamaradas por la boca.

Laurence sonrió ante su entusiasmo. Los dragones tenían fama de poseer un espíritu belicoso; en parte, era eso lo que los hacía tan valiosos en la guerra.

—Lo más probable es que no una vez hayamos llegado a puerto, pero me atrevería a decir que luego las vamos a ver de sobra. Inglaterra tiene pocos dragones, así que lo más probable es que nos convoquen para los grandes momentos en cuanto seas adulto —respondió.

Contempló la cabeza de Temerario, que en ese momento apartaba la vista del mar. Aliviado de la acuciante preocupación de alimentarlo, Laurence podía pensar de otra manera sobre toda la fuerza que albergaban aquellos ijares; ya había igualado el tamaño de los adultos de otras especies y, a su parecer totalmente inexperto, de forma muy rápida. Su recurso iba a ser inestimable para la Fuerza Aérea y para Inglaterra, vomitara fuego o no. En su fuero interno pensó, no sin orgullo, que no existía riesgo alguno de que Temerario resultara ser asustadizo; si le aguardaba una tarea arriesgada, difícilmente hubiera podido pedir un compañero mejor.

—Cuéntame algo más de la batalla del Nilo —pidió Temerario al tiempo que bajaba la mirada—. ¿Fue sólo entre tu barco, el otro y el dragón?

—Oh, no. Participaron trece naves de guerra por nuestro lado apoyadas por ocho dragones de la Tercera División de la Fuerza Aérea y otros cuatro de los turcos —respondió Laurence—. Los franceses tenían diecisiete y catorce respectivamente, por lo que nos superaban en número, pero la estrategia del almirante Nelson los sorprendió por completo…

Temerario agachó la cabeza y se aovilló más cerca del marino, mientras escuchaba con los enormes ojos centelleando en la oscuridad, y de ese modo siguieron hablando en voz baja hasta bien entrada la noche.

Capítulo 3

Después de que el vendaval hubiera acelerado su avance, llegaron a Funchal un día antes de las tres semanas inicialmente previstas por Laurence. El dragón, situado en la popa, lo miraba todo con avidez desde el momento en que avistaron la isla. En tierra, causó sensación de inmediato; por lo general, no se veía atracar en el embarcadero a dragones a bordo de una pequeña fragata. Había una reducida multitud de espectadores congregados en los muelles cuando entraron en el puerto, aunque de ningún modo se acercaron demasiado a la embarcación.