El buque insignia del almirante Croft estaba en el puerto. El Reliant navegaba de forma nominal bajo sus órdenes. Riley y Laurence habían acordado en privado que los dos juntos le pondrían al comente de lo insólito de la situación. El Commendable envió un mensaje transmitido mediante banderas de señales: «Capitán, acuda a informar», casi al mismo tiempo que echaban el ancla. Laurence se detuvo sólo un instante para hablar con Temerario, a quien aleccionó con inquietud:
—Recuerda, debes permanecer a bordo hasta mi regreso.
Aunque Temerario jamás le iba a desobedecer de forma voluntaria, cualquier novedad interesante le podía distraer y Laurence no confiaba en que el dragón fuese a permanecer en la nave cuando le estaba esperando todo un nuevo mundo por explorar.
—Te prometo que sobrevolaremos toda la isla a mi vuelta. Mira todo lo que quieras. Entretanto, el señor Wells te va a traer una ternera fresca y algún cordero, que nunca los has probado.
Temerario suspiró levemente, pero inclinó la cabeza.
—De acuerdo, pero date prisa —replicó—. Me gustaría volar hasta esas montañas y comerme uno de ésos —agregó sin perder de vista a los caballos de tiro de un carruaje cercano.
Los corceles patearon el suelo nerviosamente como si hubieran oído y entendido a la perfección sus palabras.
—Ah, no, Temerario. No puedes comerte cualquier cosa que veas en las calles —dijo Laurence alarmado—. Wells te traerá algo enseguida.
Atrajo la atención del tercer teniente, a quien le transmitió la urgencia de la situación; después de una última mirada dubitativa, bajó por la plancha y se reunió con Riley.
El almirante Croft los aguardaba con impaciencia. Al parecer, había oído parte del revuelo. Era un hombre alto y llamativo, especialmente por la notoria cicatriz y la mano falsa sujeta al muñón del brazo izquierdo; los dedos de hierro se movían gracias a una serie de muelles y gatillos. Había perdido la extremidad poco antes de su promoción al Almirantazgo, y había ganado mucho peso desde aquel momento. No se levantó cuando entraron en el gran camarote, se limitó a fruncir el ceño e indicar que se sentaran en las sillas con un movimiento del brazo.
—Muy bien, Laurence, explíquese. Supongo que todo este alboroto guarda relación con ese dragón salvaje que tiene ahí abajo.
—Señor, ese dragón se llama Temerario, y no es salvaje —contestó Laurence—. Ayer hizo tres semanas desde que apresamos una nave francesa, el Amitié. Encontramos un huevo en su bodega. Nuestro cirujano tiene ciertas nociones de dracología, fue él quien nos avisó de que iba a eclosionar en breve, por lo que fuimos capaces de arreglarlo… Es decir, le puse el arnés.
Croft se levantó de un repentino salto y miró a Laurence con los ojos entrecerrados, y luego a Riley; sólo entonces se percató del cambio de uniforme.
—¿Qué? ¿Por su cuenta y riesgo? Y, por tanto, usted… Cielo santo, ¿por qué no encomendó esa tarea a uno de los guardiamarinas? —exigió saber—. Esto es llevar el deber muy lejos, Laurence. Que un oficial de la Armada elija pasar a la Fuerza Aérea es un asunto delicado.
—Señor, mis oficiales y yo lo echamos a suertes —continuó Laurence, conteniendo un estallido de indignación. No albergaba deseo alguno de que lo alabaran por su sacrificio, pero que le reprendieran por ello era pasarse de la raya—. Confío en que nadie cuestione mi dedicación al servicio. Sentí que sólo podría ser justo si también yo compartía el riesgo y no eludí esa posibilidad, aunque, llegado el momento, mi papeleta no salió elegida. El dragón estableció un vínculo conmigo, y no podíamos permitirnos el lujo de que rehusara el arnés de la mano de otro.
—¡Caray! —exclamó Croft, que se dejó caer sobre la silla con expresión huraña.
Golpeteó la palma de metal de la izquierda con los dedos de la derecha en un tic nervioso y permaneció sentado en un mutismo absoluto a excepción del débil tintineo de las uñas al entrechocar con el hierro. Transcurrieron largos minutos durante los que Laurence alternó entre imaginar el millar de desastres que Temerario podría ocasionar en su ausencia y la preocupación por lo que Croft pudiera hacer con el Reliant y Riley.
Al fin, el almirante dio un respingo, como si despertara, y agitó la mano buena.
—Bueno, de todos modos, debe de ser un buen botín. Difícilmente van a dar menos por una criatura domesticada que por una salvaje —concluyó—. En cuanto a la fragata francesa, supongo que será una nave de guerra, no un mercante, ¿verdad? En fin, parece tener muchas posibilidades. Estoy seguro de que la podremos aprovechar —agregó; al parecer había recuperado el buen humor.
Laurence se percató con una mezcla de alivio e irritación de que aquel hombre sólo había estado haciendo un cálculo mental de a cuánto ascendería su parte.
—Desde luego, señor. Es una nave en muy buen estado. Tiene treinta y seis cañones —apuntó con amabilidad mientras se callaba unas cuantas cosas que le podría haber dicho.
Nunca más iba a tener que informar a aquel hombre, pero el futuro de Riley seguía en el aire.
—¡Mmm! Ha cumplido con su deber, Laurence, estoy seguro, aunque perderle es una pena. Espero que le guste ser aviador —comentó Croft en un tono que daba a entender que suponía justo lo contrario—. No tenemos ninguna división de la Fuerza Aérea en la zona, y el buque correo sólo viene una vez por semana. Imagino que tendrá que llevarlo a Gibraltar.
—Sí, señor. Pero ese viaje deberá esperar hasta que sea adulto. Es capaz de permanecer en el aire alrededor de una hora, pero no me gustaría arriesgarlo a hacer un viaje largo, aún no —contestó Laurence con determinación—, y entretanto deberemos alimentarlo. Sólo hemos conseguido llegar tan lejos gracias a la pesca y, por supuesto, no puede cazar aquí.
—En fin, Laurence, eso no es problema de la Armada, seguro —replicó Croft; pero antes de que Laurence contestara, el almirante comprendió lo mal que sonaban sus palabras y lo arregló—. Sin embargo, hablaré con el gobernador. Estoy convencido de que se nos ocurrirá algo. Bueno, ahora debemos pensar qué hacer con el Reliant y, por supuesto, con el Amitié.
—Me gustaría señalar que el señor Riley ha estado al mando del Reliant desde que enjaecé al dragón y que lo ha gobernado excepcionalmente bien, trayéndolo sano y salvo a puerto a pesar de un vendaval de dos días —dijo Laurence—. Y también combatió con gran valor en la captura de la presa.
—Oh, sí, estoy seguro, estoy seguro —repuso Croft mientras volvía mover los dedos—. ¿A quién ha puesto al mando del Amitié?
—A mi teniente primero, Gibbs —respondió.
—Sí, por supuesto —repuso Croft—. Bueno, usted mismo debe comprender que sería excesivo por su parte pretender colocar en ese puesto a su teniente primero y a su alférez de navío. No hay tantas buenas fragatas disponibles.
Laurence se contuvo a duras penas. Su superior estaba buscando a todas luces algún pretexto para quedarse con un chollo y concederlo a alguno de sus propios favoritos.
—Señor —replicó con frialdad—, no entiendo sus palabras. Espero que no esté sugiriendo que asumí la tarea de poner el arnés con el fin de generar una vacante. Le aseguro que mi único motivo fue lograr para Inglaterra un dragón muy valioso. Esperaba que Sus Señorías lo vieran de esa forma.
Insistió tanto como le fue posible a la hora de poner de manifiesto su propio sacrificio, bastante más de lo que le hubiera apetecido de no estar en juego el bienestar de Riley. Pero surtió efecto. El recordatorio y la alusión al Almirantazgo hicieron mella en Croft; al menos, carraspeó, canturreó, dio marcha atrás y los despidió sin mencionar otra vez la idea de privar a Riley del mando.