—Señor, estoy en deuda con usted —dijo Riley mientras caminaban juntos de vuelta al barco—. Sólo espero que no vaya a tener dificultades por haberle presionado de esa forma. Supongo que debe de tener mucha influencia.
En aquel momento, Laurence apenas cabía en sí de alivio, ya que habían llegado a la dársena del Reliant y el dragón aún seguía sentado en la popa del barco; en ese instante, se parecía a un matarife ensangrentado y la zona circundante al morro era más roja que negra. El gentío de observadores se había dispersado en su totalidad.
—Si hay algo de bueno en todo este asunto, es que ya no voy a tener que preocuparme mucho de las influencias. Dudo que representen mucha diferencia para un aviador —contestó—. Haga el favor de no preocuparse por mí. ¿Le importaría que fuéramos un poco más deprisa? Creo que ya ha terminado de comer.
Volar ayudó mucho a atemperarle los nervios. Era imposible permanecer enojado mientras toda la isla de Madeira se extendía ante él, el viento le alborotaba los cabellos y Temerario señalaba con excitación nuevos objetos de interés: animales, casas, carretas, árboles, rocas y cualquier cosa a la que le pusiera la vista encima. Desde hacía poco, había desarrollado una postura para volar con la cabeza vuelta parcialmente hacia atrás para poder hablar con Laurence incluso mientras volaban. De mutuo acuerdo, aterrizó en un camino vacío que discurría a lo largo del borde de un profundo valle; un denso banco de nubes se deslizaba por las verdes laderas del sur, ciñéndose al suelo de un modo muy peculiar, y se sentó a contemplar fascinado aquel movimiento.
Laurence desmontó. Todavía se estaba habituando a volar y le alegraba poder estirar las piernas después de una hora en el aire. Caminó por los alrededores durante un buen rato, disfrutando del paisaje. Pensó que al día siguiente se llevaría algo para comer y beber durante el vuelo. Le hubiera gustado tener ahora un bocadillo y un vaso de vino.
—Me gustaría comerme otro de esos corderos —dijo Temerario como si se hiciera eco de los pensamientos del jinete—. Son muy apetitosos. ¿Me puedo comer esos de ahí? Parecen incluso más grandes.
Un magnífico rebaño de ovejas pacía plácidamente en el extremo opuesto del valle, unas manchas blancas recortadas contra el verde.
—No, Temerario. Son ovejas, añojos —le contradijo Laurence—. No son tan buenos, y creo que son propiedad de alguien, por lo que no podemos llevárnoslos. Pero si te apetece venir aquí mañana, veré si puedo llegar a un acuerdo con el pastor para que te aparte uno.
—Me resulta muy extraño que el océano esté lleno de criaturas que uno puede comer a voluntad mientras que en la tierra parece que siempre hay que hablar con alguien —repuso Temerario, decepcionado—. No parece justo. Después de todo, el dueño no se las está comiendo y yo tengo hambre.
—A este paso, me temo que cualquier día van a arrestarme por enseñarte ideas sediciosas —comentó Laurence, divertido—. Pareces un verdadero revolucionario. Sólo debes pensar que tal vez el propietario del rebaño es el mismo tipo a quien le vamos a pedir que nos dé un cordero para tu cena de esta noche. Difícilmente podrá hacerlo si le robamos sus ovejas.
—Me gustaría comerme un buen cordero ahora —murmuró Temerario, pero no fue por ningún animal del rebaño y en vez de eso volvió a examinar el cielo—. ¿Me dejas que subamos por encima de esas nubes? Me gustaría ver por qué se mueven de esa forma.
Laurence contempló la ladera envuelta en un velo de nubes con gesto dubitativo, pero le disgustaba decirle «no» al dragón cuando no resultaba necesario; hacerlo ya era imprescindible con demasiada frecuencia.
—Podemos intentarlo si te apetece —contestó—, pero parece un poco arriesgado. Podríamos chocar fácilmente con la ladera de la montaña.
—Vale, aterrizaré debajo de las nubes y luego podemos subir a pie —dijo Temerario mientras se acuclillaba y bajaba el cuello hasta la altura del suelo para que el piloto pudiera volver a subir—. En cualquier caso, va a ser muy interesante.
Resultaba un poco extraño avanzar a pie en compañía de un dragón, y más aún dejarlo atrás; un paso de Temerario equivalía a diez de Laurence, pero el animal avanzaba despacio, interesado en mirar a uno y otro lado para comparar el nivel de la capa de nubes que cubría el suelo. Al final, Laurence se adelantó un poco y se dejó caer sobre la ladera para esperarle. Estaba muy a gusto a pesar de la densa niebla gracias a las gruesas ropas y el sobretodo impermeable que había aprendido a llevar siempre que volaba.
El dragón prosiguió subiendo a rastras y muy despacio por la colina. Interrumpía el escrutinio de las nubes una y otra vez para mirar una flor o un guijarro. Para sorpresa del jinete, se detuvo en un punto y sacó del suelo una piedra pequeña que llevó a Laurence —empujándola con la punta de la garra, ya que era demasiado pequeña para que la pudiera atrapar— con aparente entusiasmo.
Laurence la sopesó. Tenía casi el tamaño de su puño. Sin duda, resultaba curiosa: era pirita incluida en cristal de roca.
—¿Cómo has podido verla? —preguntó con interés; le dio la vuelta con las manos y la frotó para quitarle la suciedad.
—Sobresalía un poco del suelo y era brillante —explicó Temerario—. ¿Es oro? Me gusta su aspecto.
—No, es sólo pirita, pero es muy hermosa, ¿verdad? Supongo que eres una de esas criaturas acaparadoras —comentó Laurence mientras alzaba los ojos para mirar con afecto a Temerario. Muchos dragones sentían una fascinación innata por las joyas y los metales preciosos—. Me temo que no soy lo bastante rico para ser tu compañero y que no voy a poder darte un montón de oro sobre el que dormir.
—Te prefiero a ti antes que al montón de oro, incluso aunque sea muy cómodo dormir encima —replicó Temerario—. No me importa dormir en la cubierta.
Lo dijo con absoluta normalidad, no había el más mínimo indicio de que pretendiera hacer un cumplido. A continuación, siguió mirando las nubes. Laurence permaneció mirando hacia atrás con una sensación de asombro y extraordinario placer. Apenas podía concebir un sentimiento similar. El único paralelismo imaginable de su vida anterior sería que el Reliant hablara y le dijera que le había encantado tenerle como capitán. Un orgullo y afecto de inconcebible intensidad le embargaron, así como una intensa determinación de demostrar ser merecedor del elogio.
—Me temo que no puedo ayudarle, señor —contestó el anciano mientras se rascaba detrás de la oreja y se enderezaba tras el pesado libro que tenía delante de él—. Poseo una docena de libros sobre razas dragontinas y no puedo encontrarlo en ninguno de ellos. ¿Es posible que cambie la pigmentación cuando sea adulto?
Laurence torció el gesto. Aquél era el tercer naturalista que había consultado en la semana siguiente a la llegada a Madeira y ninguno de ellos había sido capaz de darle la más mínima ayuda al determinar la raza de Temerario.
—Sin embargo —continuó el librero—, puedo darle alguna esperanza. Sir Edward Howe, de la Royal Society, se encuentra en la isla tomando las aguas. Acudió a mi tienda la semana pasada. Creo que se ha instalado en Porto Moniz, en el extremo noroeste de la isla. Estoy convencido de que será capaz de identificar a su dragón. Ha escrito varias monografías sobre especies inusuales de América y Oriente.
—Muchas gracias, de verdad. Me alegra oírlo —respondió Laurence, radiante ante estas noticias.
El nombre de sir Edward le resultaba familiar. Se habían encontrado un par de veces en Londres, por lo que ni siquiera tendría que esforzarse en ser presentado.
Salió a la calle de buen humor, con un buen mapa de la isla y un libro de mineralogía para Temerario. Era un día estupendo y en ese momento el dragón permanecía tumbado en el prado que le habían reservado a cierta distancia de las afueras de la ciudad, tomando el sol después de un prolongado festín.