—En absoluto, soy yo quien queda muy obligado. ¡Pensar que he visto y he hablado con un Imperial Chino! —se inclinó ante Temerario—. En eso, seré único entre los ingleses, si bien es cierto que el conde de La Perouse reflejó en sus diarios que había hablado con uno en Corea, en el palacio del rey.
—Me gustaría leer eso —intervino Temerario—. Laurence, ¿puedes conseguir una copia?
—Lo intentaré, por supuesto —respondió el aviador—. Señor, le quedaría muy agradecido si me recomendara algunos textos de mi interés. Me alegraría obtener cualquier información de los hábitos y comportamientos de la especie.
—Bueno, me temo que escasean las fuentes valiosas. En breve, imagino que se va a convertir usted en el mayor experto de Europa —contestó sir Edward—, pero le prepararé una lista, por descontado, y poseo varios libros de texto que me encantaría prestaros, incluyendo los diarios de La Perouse. Si a Temerario no le importa aguardar aquí, podríamos regresar andando a mi hotel y recogerlos. Me temo que no iba a estar demasiado cómodo dentro de la villa.
—No me importa en absoluto. Seguiré nadando —respondió el dragón.
Después de haber tomado el té con sir Edward y haber recogido muchos libros en préstamo, Laurence encontró en la aldea a un pastor dispuesto a aceptar su dinero, de modo que podría dar de comer a Temerario antes de emprender el viaje de regreso. Sin embargo, se vio obligado a arrastrar a la oveja hasta la orilla él solo mientras el animal no dejaba de balar e intentaba alejarse mucho antes de que Temerario fuera visible. Tuvo que terminar llevándola a la fuerza y el animal se tomó cumplida venganza al defecarle encima antes de lanzarlo al fin frente al impaciente dragón.
Se lavó la piel y restregó la ropa con agua de mar lo mejor que pudo mientras Temerario se daba un festín. Luego, dejó a secar al sol sobre una roca las prendas húmedas mientras los dos se daban un baño. Laurence no era un buen nadador, pero podía adentrarse en aguas más profundas, donde el dragón podía nadar, siempre que lo tuviera cerca para agarrarse a él. El placer de Temerario en el agua resultaba contagioso y al final también Laurence se dejó llevar por las ganas de jugar, salpicándole y sumergiéndose debajo del agua para reaparecer frente a la otra ijada.
El agua estaba deliciosamente cálida y había muchas rocas salientes hasta las que podía llegar para descansar, algunas lo bastante grandes para que cupieran los dos. Habían transcurrido varias horas y el sol se hundía rápidamente en el horizonte cuando al fin condujo al dragón a la orilla. Sentía una alegría culpable por haber causado la ausencia de los demás bañistas. Le hubiera avergonzado que le vieran retozar como un chiquillo.
El sol les calentaba la espalda mientras cruzaban la isla de vuelta a Funchal, ambos desbordantes de satisfacción, con los valiosos libros envueltos en hule y sujetos con correas al arnés.
—Esta noche te leeré algunos pasajes de los diarios de La Perouse —anunciaba Laurence cuando una fuerte llamada de corneta que sonaba delante de ellos le interrumpió.
Temerario se sorprendió tanto que se detuvo en el aire y permaneció suspendido durante un momento. Luego, bramó en respuesta a esa llamada extraña y poco nítida. Se lanzó hacia delante y enseguida Laurence vio el origen del reclamo: un dragón gris claro moteado de manchas blancas en el vientre y estrías blancas en las alas, apenas visible en el manto de nubes. Estaba a bastante altura por encima de ellos.
Bajó en picado a toda velocidad y se puso en paralelo. Laurence vio que era más pequeño que Temerario, incluso al tamaño actual de éste, aunque se deslizaba en el aire más tiempo con un único batir de alas. El jinete lucía un uniforme de cuero gris a juego con la piel del dragón y una gruesa capucha. Se desabrochó varios broches de la misma y la retiró de forma que colgó sobre los hombros.
—Capitán James, a lomos de Volatilus, del servicio de reparto de despachos —se presentó, mirando a Laurence con abierta curiosidad.
Laurence vaciló. Esperaba una respuesta, por supuesto, pero dudaba sobre la forma correcta de presentarse, ya que oficialmente aún no le habían dado de baja en la Armada ni tampoco reclutado en la Fuerza Aérea.
—Capitán Laurence de la Armada de Su Majestad —contestó, aunque luego agregó—: a lomos de Temerario. En este momento estoy pendiente de destino. ¿Se dirige a Funchal?
—¿La Armada…? Sí, allí voy; y después de esa presentación espero que usted también —dijo James; tenía un rostro grande y agradable, pero la respuesta de Laurence le había hecho torcer el gesto—. ¿Qué tiempo tiene el joven dragón? ¿Dónde lo obtuvo?
—Llevo tres semanas y cinco días fuera del cascarón, y Laurence me ganó en una batalla —se adelantó a responder Temerario que, dirigiéndose al otro dragón, preguntó—: ¿Cómo conociste a James?
Volatilus abrió y cerró varias veces sus grandes ojos de color azul lechoso y dijo con voz clara:
—¡Me empollaron! ¡Nací de un huevo!
—¿Sí? —exclamó Temerario con aire vacilante, y volvió la cabeza hacia Laurence con aspecto sorprendido.
Rápidamente, éste negó con la cabeza para hacer que callara.
—Señor, podré responderle mejor en el suelo si desea preguntarme algo —replicó Laurence con cierta frialdad; había una nota autoritaria en la voz de aquel hombre que no le era agradable—. Temerario y yo debemos permanecer a las afueras del pueblo. ¿Le importaría acompañarme o le seguimos a su campo de aterrizaje?
James seguía mirando con sorpresa a Temerario y respondió a Laurence con algo más de calidez.
—Déjenos ir al suyo. En cuanto aterrice oficialmente, van a asediarme todos los que quieren enviar paquetes y no podremos hablar.
—Muy bien. Es un campo al suroeste de la ciudad —dijo Laurence—. Temerario, abre la marcha, por favor.
El dragón gris no tuvo dificultad alguna en seguirle, aunque Laurence llegó a pensar que Temerario intentaba distanciarlo en secreto. Era evidente que habían criado bien a Volatilus y habían tenido éxito en lograr que fuera veloz. Los criadores ingleses estaban muy capacitados para obtener resultados específicos con sus escasas especies, pero habían sacrificado la inteligencia de éstas en el proceso.
Tomaron tierra juntos levantando mugidos de ansiedad entre el ganado que habían enviado para la cena de Temerario.
—Temerario, pórtate bien con él —instruyó Laurence en voz baja—. Algunos dragones son cortos de entendederas, igual que las personas. Acuérdate de Bill Swallow, del Reliant.
—Ah, sí —replicó Temerario hablando también en voz baja—. Ahora lo comprendo. Seré prudente. ¿Crees que le gustaría comerse una de mis vacas?
—¿Querría comer algo? —le preguntó Laurence a James cuando ambos hubieron desmontado y se encontraron en el suelo—. Temerario ya ha comido esta tarde y podrían compartir una vaca.
—Vaya, es muy amable de su parte —contestó James, relajando su prevención de forma ostensible—. Estoy seguro de que te encantaría, ¿verdad, pozo sin fondo? —continuó afectuosamente mientras palmeaba el cuello de Volatilus.
—¡Vacas! —exclamó Volatilus, abriendo los ojos como platos.
—Acompáñame a elegir una. Podemos comer aquí —dijo Temerario al pequeño dragón gris, y se sentó para aferrar un par de vacas por encima del muro del redil.
Las depositó en una zona despejada del herboso campo y Volatilus trotó con entusiasmo para compartirlas cuando Temerario le hizo señas para que acudiera.
—Es extraordinariamente generoso por su parte y por la de su dragón —comentó James mientras Laurence le conducía a la casita—. Jamás he visto compartir comida a ninguno de los dragones grandes. ¿De qué raza es?