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—No soy un experto en la materia, y nos llegó sin acreditación alguna de su origen, pero hoy mismo sir Edward Howe lo acaba de identificar como un Imperial —confesó Laurence con cierta vergüenza; parecía como si quisiera restarle importancia, pero por supuesto, era el hecho objetivo, y no podía eludir decírselo a la gente.

James trastabilló en el umbral al oír las noticias y estuvo a punto de caer encima de Fernáo.

—¿Está…? ¡Cielo santo, no bromea! —exclamó mientras recuperaba el equilibrio y entregaba al criado su sobretodo—. Pero ¿cómo lo encontró? ¿Cómo logró enjaezarlo?

Al anfitrión ni se le había pasado por la cabeza que el huésped pudiera interrogarle de esa manera, pero ocultó su parecer desfavorable sobre los modales de James. Seguramente, las circunstancias justificaban cierto margen de flexibilidad.

—Se lo contaré encantado —respondió mientras indicaba al invitado la dirección del salón—. De hecho, me gustaría oír su consejo sobre cómo he de proceder. ¿Le apetece un poco de té?

—Sí, aunque preferiría café si tiene —dijo James, que acercó un sillón al fuego y se retrepó en él, colgando una pierna del brazo—. Caray, es estupendo sentarse un minuto. Llevábamos siete horas de vuelo.

—¿Siete horas? Debe de estar destrozado —comentó Laurence sorprendido—. No tenía ni idea de que podían estar en el aire tanto tiempo.

—¡Válgame Dios! He soportado vuelos de catorce horas —dijo James—, aunque no lo intentaría con vuestro dragón. Si hace buen tiempo, Volly puede aguantar en el cielo batiendo las alas una sola vez por hora. —Dio un enorme bostezo—. Sin moverse, lo digo en serio. Aunque eso no vale con las corrientes de aire que soplan sobre el océano.

Fernáo acudió con café y té y se lo sirvió. Laurence describió brevemente la adquisición y el enjaezado de Temerario. James le escuchó con manifiesto asombro mientras se tomaba cinco tazas de café y devoraba dos platos de sandwiches.

—Como puede ver, soy algo parecido a una baja. El almirante Croft ha escrito un despacho al mando de la Fuerza Aérea de Gibraltar pidiendo instrucciones en lo que concierne a mi situación, las cuales espero que transporte usted, pero confieso —terminó— que agradecería si me dijera usted algo que me permitiera hacerme una idea de lo que me aguarda.

—Me temo que le pregunta a la persona equivocada —confesó James de buen humor después de haber vaciado una sexta taza—. Nunca he oído nada parecido a vuestra historia, y no le puedo dar otro consejo experto que el de que entrenen. Me asignaron al servicio de correos desde que tenía doce años y llevo a lomos de Volatilus desde los catorce, pero usted, a lomos de esa preciosidad, va a estar en lo más duro del combate. No obstante —agregó—, voy a acortar su espera. Me iré a toda prisa a la pista de aterrizaje, recogeré el correo y entregaré el despacho de su almirante hacia la noche. No me sorprendería que mañana, antes de la hora del almuerzo, tenga a un subcomandante pendiente de usted.

—¿Cómo?, ¿un sub qué…? —preguntó Laurence, forzado a preguntar con desesperación.

Con todo el café que había consumido, el habla de James se había avivado.

—Subcomandante —repitió James—. Aún no es aviador. Casi olvido que no estoy hablando con uno.

—Gracias, es un bonito cumplido —dijo Laurence, aunque en su fuero interno deseó que su interlocutor se hubiera esforzado más en recordarlo—, pero ¿no irá a volar esta noche, verdad?

—Por supuesto. No es necesario hacer noche aquí con este tiempo. Esos cafés me han devuelto la vida y Volly podría ir y volver volando a China después de comerse esa vaca. De todos modos, tendremos un lecho mejor en Gibraltar. Me marcho.

Después de efectuar aquel comentario, tomó el sobretodo del gabinete y salió del salón a grandes pasos, silbando, mientras Laurence, sorprendido, vaciló y lo acompañó con retraso.

Volly acudió junto a su jinete de un par de saltos, farfullando con excitación sobre vacas y «Temer», que era lo mejor que lograba pronunciar el nombre de Temerario. James lo acarició y subió encima.

—Gracias de nuevo. Os veré en alguna de mis rondas si entrenáis en Gibraltar —se despidió mientras agitaba una mano.

Sus figuras se empequeñecieron en el cielo crepuscular en medio del aleteo de unas alas grises.

—Le hizo muy feliz comerse la vaca —informó Temerario después de un momento mientras miraba a lo alto cerca de Laurence.

El antiguo marino se rió ante la parquedad del elogio y estiró la mano para frotar con suavidad el cuello.

—Lamento que tu primer encuentro con otro dragón no haya sido muy afortunado —dijo—. Pero él y James van a llevar a Gibraltar un mensaje del almirante Croft en que se nos menciona y en uno o dos días espero que te encuentres con otros que resulten más agradables.

Sin embargo, parecía que James no había exagerado en su estimación. Laurence acababa de salir hacia la ciudad cuando una gran sombra sobrevoló el puerto y al alzar la mirada descubrió a una enorme criatura de piel rojiza y dorada que pasaba por encima de su cabeza y tomaba tierra en el campo de aterrizaje sito en el extrarradio de la ciudad. Se dirigió de inmediato al Commendable con la esperanza de que hubiera algún mensaje para él y poco después, a mitad de camino, lo encontró un joven guardiamarina sin aliento que le informó de que el almirante Croft le había mandado llamar.

Dos aviadores le esperaban en el camarote de Croft: el capitán Portland, un hombre alto, enjuto, de facciones severas y nariz parecida a la de una tortuga «pico de halcón», lo que le hacía guardar cierta semejanza con un dragón, y el teniente Dayes, un joven de apenas veinte años, con una larga coleta pelirroja, cejas a juego y expresión poco amigable. La actitud distante estaba a la altura de la reputación de los aviadores y, a diferencia de Laurence, ninguno de los dos hizo ademán de saludarle con una inclinación.

—Bueno, Laurence, es un tipo muy afortunado —empezó Croft tan pronto como las forzadas presentaciones hubieron terminado—. Después de todo, vamos a tenerle de vuelta en el Reliant.

Laurence, que aún estaba evaluando a los aviadores, se detuvo al oír esto y dijo:

—¿Cómo dice?

Portland lanzó a Croft una mirada desdeñosa, ya que el comentario que terminaba de hacer había sido poco diplomático, si no ofensivo.

—Ha prestado un valioso servicio a la Fuerza Aérea, sin duda —dijo con fría formalidad mientras se volvía hacia Laurence—, pero espero no tener que pedirle que preste ese servicio por más tiempo. El teniente Dayes ha venido a relevarle.

Laurence miró confuso a Dayes, quien le devolvió la mirada con un punto de hostilidad en los ojos.

—Señor —dijo hablando con lentitud; pensaba con dificultad—. Tenía entendido que no se podía relevar al cuidador de un dragón; que debía estar presente desde el momento de la rotura del huevo. ¿Estoy equivocado?

—En circunstancias normales, tiene razón y es lo deseable —respondió Portland—. Sin embargo, en ocasiones el cuidador muere, por herida o enfermedad, y en más de la mitad de los casos somos capaces de convencer al dragón de que acepte a otro nuevo. En este caso, espero conseguirlo y que la juventud de Temerario —prosiguió, arrastrando el nombre con leve aire de disgusto— facilite el reemplazo.

—Ya veo —contestó Laurence.

No consiguió pronunciar ni una palabra más. Tres semanas atrás, la noticia le hubiera producido el mayor de los júbilos; ahora, por extraño que pareciera, le entristecía.

—Le estamos agradecidos, por supuesto —añadió Portland, tal vez sintiendo que necesitaba una respuesta más amable—, pero al dragón le irá mucho mejor en manos de un aviador adiestrado y estoy seguro de que la Armada no va a estar dispuesta a perder a un oficial tan abnegado.