—Es usted muy amable, señor —replicó Laurence ceremoniosamente con una inclinación de cabeza.
El cumplido no había sido espontáneo, pero vio que había hecho con sinceridad el resto de un comentario que tenía toda la sensatez del mundo. Sin duda, Temerario estaría mejor en manos de un aviador adiestrado, alguien que supiera manejarlo de forma adecuada, de igual modo que una nave estaría mejor en manos de un auténtico marino. Que Temerario hubiera acabado con él había sido un puro accidente y ahora que conocía la verdadera naturaleza del dragón, era aún más obvio que éste merecía un compañero con el mismo grado de destreza.
—Prefiere a un hombre entrenado en ese puesto, es lógico, claro, y me alegro de haberle sido de utilidad. ¿He de llevar al señor Dayes junto a Temerario ahora?
—¡No! —exclamó Dayes con acritud, sólo para enmudecer ante la mirada de Portland.
—No, gracias, capitán —respondió Portland con más amabilidad—. Al contrario, preferimos proceder exactamente como si el cuidador del dragón hubiera muerto para mantener el procedimiento lo más parecido a los métodos fijos que hemos aplicado para que la criatura se acostumbre al nuevo cuidador. Sería mejor que el dragón no volviera a verle nunca más.
Aquello supuso un revés. Laurence estuvo a punto de discutir, pero al final se calló y se limitó a hacer otra reverencia. Su único deber era retirarse si eso iba a facilitar el proceso de transición.
Aun así, era muy desagradable pensar que no iba a volver a ver a Temerario. Era su deber no despedirse ni pronunciar unas últimas palabras amables, sino limitarse a retirarse como un desertor. El pesar le abrumaba cuando abandonó el Commendable, y no se había disipado por la tarde. Se iba a reunir con Riley y Wells para cenar, que ya le esperaban en el salón del hotel cuando llegó. Hizo un esfuerzo por sonreír y dijo:
—Bueno, caballeros, después de todo, parece que no se van a librar de mí.
Parecían sorprendidos. Poco después, le felicitaron con entusiasmo y brindaron por su libertad.
—Son las mejores noticias que he oído en la última quincena —aseguró Riley al tiempo que alzaba la copa—. A su salud, señor.
Estaba claro que se comportaba con total sinceridad, a pesar de que lo más probable era que su regreso le costara el ascenso. A Laurence le afectó sumamente. Tomar conciencia de su sincera amistad alivió un poco el pesar y fue capaz de devolver el brindis con ademanes muy similares a los que acostumbraba.
—Parece que llevaron el asunto de forma más bien extraña —comentó Wells algo más tarde, frunciendo el ceño cuando Laurence contó el encuentro con una breve descripción—. Casi parece un insulto para usted, señor, y también para la Armada, como si un oficial de la Marina no fuera lo bastante bueno para ellos.
—No, no del todo —dijo Laurence, aunque en su fuero interno no se sentía muy convencido de su interpretación—. Estoy seguro de que tanto a ellos como a la Fuerza Aérea les preocupaba Temerario, y con toda razón. No se puede esperar que les entusiasme la idea de tener a un novato a lomos de una criatura tan valiosa. A nosotros también nos gusta ver a un oficial de la Armada impartir órdenes en un buque de primera.
Lo dijo tal y como lo creía, pero eso no le consolaba demasiado. A pesar de la excelente compañía y la buena comida, tomó conciencia del dolor de la separación a medida que avanzaba la velada; ya se había convertido en un hábito arraigado pasar las noches leyendo con Temerario, o hablando con él, o durmiendo a su lado, y aquella interrupción era dolorosa. Era consciente de que no estaba ocultando adecuadamente sus sentimientos. Riley y Wells le dirigían miradas ansiosas y hablaban más para cubrir sus silencios, pero no conseguía fingir el despliegue de júbilo que los hubiera tranquilizado.
Les habían servido el pudín y mientras Laurence se esforzaba por tomar un poco, un muchacho acudió a la carrera con una nota del capitán Portland para él en la que le pedía que acudiera a la casita a la mayor brevedad. Laurence se levantó de la mesa de un salto, se excusó con una explicación de pocas palabras y se precipitó a la calle sin esperarse a recoger el sobretodo. La noche de Madeira era cálida y no le importaba ir sin él, en especial después de haber caminado a buen paso durante unos minutos. Cuando, sofocado, llegó a la casita de las afueras, le hubiera gustado tener una excusa para quitarse el pañuelo de lazo que llevaba en el cuello.
Las luces interiores estaban encendidas. Le había ofrecido el uso de la casa al capitán Portland para comodidad suya, y la de Dayes al estar cerca del campo. Entró cuando Fernáo le abrió la puerta y encontró a Dayes sentado a la mesa con el rostro entre las manos, rodeado por varios jóvenes que lucían el uniforme de la Fuerza Aérea mientras Portland permanecía junto a la chimenea, contemplando el fuego con rígida expresión de reproche.
—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Laurence—. ¿Está enfermo Temerario?
—No —replicó Portland con aspereza—. Se ha negado a aceptar el reemplazo.
De pronto, Dayes se levantó bruscamente de la mesa y avanzó un paso hacia Laurence.
—¡Es intolerable! Un Imperial en manos de un zoquete sin formación de la Armada, un auténtico bobo… —gritó.
Sus amigos le contuvieron antes de que dijera otra inconveniencia, pero la expresión seguía siendo terriblemente ofensiva, y de inmediato Laurence echó mano a la empuñadura de su sable.
—Señor, defiéndase —dijo airadamente—, esto es demasiado.
—Alto ahí. No hay duelos en la Fuerza Aérea —dijo Portland—. Andrews, por amor de Dios, llévale a la cama y adminístrale un poco de láudano.
El joven que aferraba el brazo izquierdo de Dayes asintió y en compañía de los otros tres arrastró fuera de la estancia al teniente, que no dejó de forcejear, y dejaron solos a Laurence y Portland, además de Fernáo, que permanecía con rostro inexpresivo en un rincón, sosteniendo una bandeja con una licorera de oporto.
Laurence giró sobre sus talones en dirección a Portland.
—No puede esperar que un caballero tolere un comentario como ése.
—La vida de un aviador no le pertenece del todo. No puede permitirse arriesgarla sin sentido —replicó con voz cansina—. No hay duelos en la Fuerza Aérea.
La repetida afirmación tenía el marchamo de ley, y Laurence se vio obligado a ver un sentido de justicia en ella. Su mano se relajó mínimamente, aunque el arrebol de la ira no abandonó su rostro.
—En ese caso, señor, él ha de disculparse ante mí y la Armada. Era un comentario indignante.
—Y supongo —repuso Portland— que usted jamás ha efectuado ni escuchado comentarios igualmente ultrajantes, pero referidos a los aviadores o la Fuerza Aérea.
Laurence enmudeció ante la manifiesta amargura de la voz de Portland. Jamás se le había ocurrido que seguramente los aviadores oían ese tipo de comentarios y les ofendían. Ahora caía en la cuenta de lo violento que debía de ser aquel resentimiento, dado que el código del Cuerpo ni siquiera les permitía responder.
—Capitán —dijo al fin, con más sosiego—, si esa clase de comentarios se han hecho en mi presencia, le aseguro que nunca he sido responsable de los mismos y me he manifestado contra ellos con la mayor contundencia posible. Jamás he oído de buen grado palabras despectivas contra ninguna división de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, ni lo haré.
Ahora le tocó el turno de callar a Portland, que finalmente, aunque a regañadientes, dijo:
—Le he acusado de manera injusta. Me disculpo. Espero que también Dayes le presente sus disculpas cuando se encuentre menos consternado. No hubiera hablado de ese modo de no haber sufrido una decepción tan amarga.