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Después de agacharse para cruzar la puerta baja, se encontró en una pequeña cámara de apariencia extraña. Habían reforzado las paredes con metal de verdad, lo cual había añadido a la nave un peso enorme e innecesario, y habían acolchado el suelo con lonas viejas. Además, en un rincón, había una pequeña estufa de carbón apagada en aquel momento. El único objeto guardado en el interior de la cámara era un gran cajón de embalaje —que, a simple vista, tendría la altura y anchura de la cintura de un hombre— amarrado al suelo por medio de gruesas guindalezas sujetas a anillos metálicos.

Laurence no pudo reprimir la más vivida curiosidad, la cual le venció después de intentar resistirse durante un momento. Apretó el paso y dijo:

—Señor Gibbs, creo que deberíamos echar un vistazo ahí dentro.

La tapa del cajón estaba concienzudamente asegurada con clavos, pero al fin cedió al empuje de varios voluntariosos marineros. La levantaron haciendo palanca y quitaron la parte superior del embalaje. Fueron muchos quienes estiraron el cuello al mismo tiempo para ver el contenido.

Nadie habló. Laurence contempló en silencio la centelleante curvatura de la cascara del huevo que sobresalía del montón de paja. Resultaba difícil de creer.

—Haga llegar al señor Pollitt la orden de que baje —ordenó al fin; la voz sonó sólo un poco tensa—. Señor Riley, cerciórese de que esas cuerdas son lo bastante seguras, por favor.

Riley no contestó de inmediato, estaba demasiado atareado mirando. Luego, prestó atención de repente y respondió con premura:

—Sí, señor.

A continuación se agachó para comprobar las sujeciones.

Laurence se acercó y bajó la vista para contemplar el huevo. No cabía duda alguna en cuanto a su naturaleza, aunque no era capaz de asegurarlo por su propia inexperiencia. Una vez pasada la sorpresa del primer momento, extendió la mano con vacilación y acarició la superficie con cautela; era lisa y dura al tacto. La retiró casi de inmediato para no arriesgarse a sufrir algún daño.

El señor Pollitt descendió a la bodega con su habitual torpeza, aferrando con ambas manos los laterales de la escalera, en los que dejó sus huellas impresas en sangre. No era marinero; se había hecho cirujano cuando frisaba los cuarenta después de sufrir alguna decepción en tierra que nunca había querido aclarar. No obstante, era un hombre magnífico, muy apreciado por la tripulación a pesar de que su mano no era la más firme en la mesa de operaciones.

—¿Sí, señor? —dijo. Entonces, vio el huevo—. ¡Padre Nuestro que estás en los cielos!

—Entonces, ¿es un huevo de dragón? —preguntó Laurence, esforzándose para refrenar una nota de triunfo en la voz.

—Oh, sí, sin duda, capitán. Sólo el tamaño ya lo demuestra. —El señor Pollitt se secó las manos en el mandil y se puso a quitar más paja de la parte superior del cajón en un intento de ver cuánto medía—. Caramba, está bastante endurecido. ¿En qué estarían pensando para estar tan lejos de tierra?

Las últimas palabras no parecían muy halagüeñas, por lo que Laurence preguntó con acritud:

—¿Endurecido? ¿Qué significa eso?

—Pues que pronto va a salir del cascarón. Tendré que consultar mis libros para asegurarme, pero creo que el Bestiario de Badke establece con rotundidad que la cría romperá el cascarón en la semana siguiente a que éste se haya endurecido del todo. ¡Qué espécimen tan espléndido! He de traer mi cinta métrica.

Se marchó con denodado afán. Laurence intercambió una mirada con Gibbs y Riley, y de inmediato los tres se reunieron lejos de los perseverantes espectadores para poder hablar sin ser oídos.

—¿Dirían ustedes que estamos al menos a tres semanas de Madeira si soplan vientos favorables?

—Como mínimo, señor —dijo Gibbs con un asentimiento.

—No logro imaginarme cómo vinieron aquí con él —repuso Riley—. ¿Qué se propone hacer, señor?

La satisfacción inicial de Laurence se iba convirtiendo poco a poco en consternación conforme comprendía la dificultad propia de la situación. Contempló el huevo con mirada ausente. Relucía con el acogedor lustre del mármol incluso a la tenue luz del farol.

—Que me zurzan si lo sé, Tom, pero supongo que voy a devolverle el sable al capitán francés. Después de todo, no me sorprende que luchara con tanto encono.

Pero sí sabía qué hacer, por supuesto; sólo había una posible solución, desagradable se mirara como se mirase. Laurence contempló con gesto pensativo cómo trasladaban el huevo, aún en el cajón, a bordo del Reliant; era el único hombre de semblante adusto, además de los oficiales franceses, a quienes había concedido libertad de movimiento en el alcázar, desde cuya barandilla contemplaban con desánimo el lento transbordo. Los marineros que los rodeaban esbozaban sonrisas de regodeo y reinaba un gran júbilo entre los tripulantes ociosos, que, de forma innecesaria, pedían precaución a gritos y daban consejos al sudoroso grupo de hombres que se ocupaba propiamente de la operación de traslado.

Laurence se despidió de Gibbs en cuanto el huevo estuvo instalado a salvo en la cubierta del Reliant.

—Le voy a confiar a los presos. No tiene sentido darles ninguna oportunidad de que intenten recuperar el huevo —dijo—. Naveguemos juntos mientras sea posible. No obstante, si nos separásemos, nos reuniremos en Madeira. Mis más sinceras felicitaciones, capitán —añadió al tiempo que estrechaba la mano de Gibbs.

—Gracias, señor. Soy del mismo parecer y le agradezco mucho…

En ese momento le falló a Gibbs la elocuencia, que, por otro lado, nunca tuvo en demasía. Desistió y sólo fue capaz de quedarse delante de Laurence con una gran sonrisa en los labios mientras todos le daban los parabienes.

Las naves se habían mantenido un costado junto al otro durante el traslado del cajón, por lo que Laurence no tuvo que subir a un bote, sino que saltó aprovechando la cresta de una ola. Riley y el resto de los oficiales ya habían regresado al Reliant. Dio orden de largar trapo y se fue directamente abajo para enfrentarse al problema en privado.

Pero durante la noche no se le presentó ninguna alternativa menos ardua. A la mañana siguiente cedió ante lo inevitable e impartió órdenes; al poco, los guardiamarinas y tenientes del barco se apiñaron en el camarote, acicalados y nerviosos, vistiendo sus mejores galas. Aquel tipo de convocatoria general no tenía precedentes y el camarote del capitán era demasiado pequeño para albergarlos a todos con comodidad. Laurence vio ansiedad en muchos rostros, fruto de algún remordimiento, sin duda, y curiosidad en otros. Sólo Riley parecía preocupado, tal vez porque sospechaba las intenciones de Laurence.

El capitán se aclaró la garganta. Se había quedado de pie después de ordenar el escritorio y retirar la silla para que hubiera más espacio; no obstante, había dejado el tintero y la pluma, así como varias cuartillas de papel que ahora reposaban detrás de él, encima del antepecho de las ventanas de popa.

—Caballeros, a estas alturas todos ustedes saben que hemos encontrado un huevo de dragón a bordo de la nave apresada. El señor Pollitt lo ha identificado con toda seguridad.

Se levantó una oleada de sonrisas y codazos furtivos.

—¡Felicidades, señor! —celebró con voz aguda el pequeño guardiamarina Battersea.

Un sordo ruido de satisfacción se extendió por la estancia. Laurence torció el gesto. Comprendía su alborozo, y lo hubiera compartido si las circunstancias hubieran sido sólo un poco diferentes. El huevo debería de valer mil veces su peso en oro una vez que lo hubiera llevado intacto a tierra; todos los tripulantes del barco recibirían su parte del botín, y él, como capitán, se llevaría la parte de más valor.