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—Pero ¿puede alcanzar Inglaterra desde aquí sin ningún lugar en el que detenerse a lo largo de todo el camino? —inquirió Laurence, que, preocupado por Temerario, desvió su atención—. Hay más de mil quinientos kilómetros y lo máximo que ha volado es de un extremo a otro de la isla.

—Son casi dos mil kilómetros, y no: jamás lo arriesgaríamos —contestó Portland—. Viene hacia aquí un transporte desde Nueva Escocia. Un par de dragones se unieron a nuestra división hace tres días, por lo que tenemos la posición del transporte bien fijada. Creo que se halla a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia. Os escoltaremos. Si Temerario se cansa, Laetificat puede sostenerlo el tiempo necesario para que recupere el aliento.

Laurence se tranquilizó al oír el plan propuesto, pero la conversación le hizo tomar consciencia de lo incómoda que iba a ser su situación hasta que corrigiera su ignorancia. No tenía forma de juzgar por sí mismo si Portland había despejado sus temores. Ciento cincuenta kilómetros seguía siendo una distancia considerable, y recorrerla les llevaría tres horas o más; pero, al menos, confiaba en poder manejarlo. Hacía poco, el día que habían visitado a sir Edward, habían sobrevolado la isla tres veces sin que, al finalizar, Temerario pareciera fatigado.

—¿Cuándo propone salir?

—Cuanto antes, mejor. Después de todo, el transporte se aleja de nosotros —respondió Portland—. ¿Podría estar listo en media hora?

Laurence le clavó los ojos.

—Eso creo si envío de vuelta mis cosas al Reliant para su transporte —contestó Laurence de forma dubitativa.

—No veo por qué ha de hacerlo. Laet puede llevar cualquier cosa que usted tenga. No vamos a poner ningún lastre a Temerario.

—No, me refería a que no he empacado mis bártulos —precisó Laurence—. Estoy acostumbrado a esperar a la marea. Veo que voy a tener que moverme un poco más acorde con el mundo a partir de ahora.

Portland seguía teniendo un aspecto perplejo y contempló sin disimulo el baúl de marino que Laurence había movido cuando entró en su habitación. No había tenido tiempo para llenar ni la mitad. Se interrumpió en la tarea de colocar un par de mantas con el fin de que ocuparan el espacio vacío de la parte superior.

—¿Algo va mal? —preguntó bajando la mirada.

El cofre no era tan grande como para pensar que le diera algún problema a Laetificat.

—No me maravilla que necesitase ese tiempo. ¿Siempre empaca con tanto esmero? —inquirió Portland—. ¿No podría limitarse a meter las demás cosas en bolsas? Se sujetan con más facilidad.

Laurence se tragó la primera respuesta; ya no necesitaba preguntarse por qué los aviadores lucían vestidos arrugados. Había imaginado que se debía a alguna maniobra avanzada de vuelo.

—No, gracias. Fernáo va a llevar mis restantes cosas al Reliant y me las podré arreglar a la perfección con lo que tengo aquí —respondió mientras terminaba de colocar las mantas; las fijó empujándolas hacia abajo apresuradamente y luego cerró el baúl.

—¡Hecho! Estoy a su disposición.

Portland llamó a un par de guardiadragones para que llevaran el baúl. Laurence los siguió al exterior y presenció por vez primera el funcionamiento de toda una dotación aérea. Desde un lateral, Temerario y él observaron con interés cómo Laetificat aguantaba pacientemente en pie a la nube de alféreces, que subía y bajaba por sus ijadas a toda prisa, con la misma facilidad con la que colgaba debajo de su vientre o se encaramaba a la espalda. Los jóvenes levantaron dos recintos de lona, uno arriba y otro abajo, similares a pequeñas tiendas con los lados en talud construidas con muchas finas tiras metálicas flexibles. Los paneles frontales que formaban el cuerpo de la tienda eran largos e inclinados, evidentemente para presentar la menor resistencia posible al viento, y los laterales y el dorso estaban hechos con redes.

Todos los alféreces parecían tener menos de doce años mientras que los guardiadragones eran de mayor edad, lo mismo que los guardiamarinas a bordo de una nave, y los cuatro mayores acudieron tambaleándose bajo el peso de una cadena cubierta de cuero firmemente ceñido que arrastraron delante de Laetificat. El dragón la alzó y la colocó sobre su lomo, enfrente de la tienda, y los alféreces se apresuraron a asegurar el resto del arnés con multitud de cinchas y cadenas más pequeñas.

Usando esa cincha, colgaron una especie de coy confeccionado con eslabones de cadenas debajo del vientre de Laetificat, en cuyo interior vio su propio baúl zarandeado junto a un grupo de otras bolsas y paquetes. Se estremeció por la forma irregular en que estaban estibando el equipaje, por lo que agradeció doblemente el cuidado con el que lo había empaquetado. Estaba seguro de que aunque el baúl diera mil vueltas no se iba a abrir y sus cosas no caerían en un completo caos.

Una enorme almohadilla de piel y lana, tal vez del grosor del brazo de un hombre, yacía en lo más alto; entonces alzaron los bordes del coy y los abrocharon al arnés lo más holgadamente posible, extendiendo el peso de los contenidos y acercándolos tanto como se pudo al vientre del dragón. Laurence experimentó una sensación de insatisfacción ante tales medidas. En su fuero interno se propuso encontrar una disposición mejor para Temerario cuando llegara el momento.

Sin embargo, el proceso ofrecía una ventaja significativa sobre los preparativos navales: se invirtieron quince minutos desde el principio al final, y después se vio a un dragón que lucía todo el liviano equipo de servicio. Laetificat se encabritó sobre las patas traseras, sacudió las alas y las batió media docena de veces. Levantó un vendaval tan fuerte que hizo tambalear a Laurence, pero el equipaje ensamblado no se movió de forma apreciable.

—Todo está bien sujeto —afirmó Laetificat mientras se dejaba caer de nuevo sobre las cuatro patas.

El suelo tembló a causa del impacto.

—Vigías a bordo —ordenó Portland.

Cuatro alféreces subieron y tomaron posiciones en los hombros y las caderas, arriba y abajo, enganchándose ellos mismos al arnés.

—¡Ventreros y lomeros, a bordo!

Treparon dos grupos de ocho guardiadragones, uno se dirigió al receptáculo de arriba y el otro al de abajo. Laurence se sorprendió al percibir la gran capacidad de ambos recintos, parecían pequeños sólo en comparación con el inmenso tamaño de Laetificat.

Los siguientes en seguir a la tripulación fueron una docena de fusileros, que habían permanecido revisando y cargando las armas mientras el resto instalaba el equipamiento. Laurence se percató de que los conducía el teniente Dayes y torció el gesto. Con las prisas, se había olvidado de aquel tipo. No se había disculpado y ahora lo más probable era que no volvieran a verse uno a otro durante mucho tiempo. Tal vez eso fuera lo mejor. Laurence no estaba muy seguro de poder aceptar la disculpa después de haber escuchado el relato de Temerario y, como era imposible desafiar a un compañero, la situación hubiera sido de lo más incómoda, por decirlo con suavidad.

Portland anduvo una vuelta completa repasando los flancos y el vientre del dragón después de que hubieran subido los fusileros.

—Muy bien, ¡personal de tierra, suban a bordo!

El puñado de hombres restantes subió por las jarcias de la panza del dragón y se ataron al arnés. Sólo entonces subió Portland en persona. Laetificat lo alzó directamente. Repitió la inspección en lo alto, desenvolviéndose por el arnés con la misma facilidad que los pequeños alféreces y al final se dirigió a su posición en la base del cuello del dragón.