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—Creo que estamos preparados. ¿Capitán Laurence?

Tardíamente comprendió que seguía en tierra. El proceso le había interesado tanto que no había montado. Se dio la vuelta, pero Temerario extendió una pata con cuidado y lo izó a bordo, imitando la acción de Laetificat, antes de que tuviera ocasión de encaramarse al arnés. Laurence sonrió para sí y palmeó el cuello del dragón.

—Gracias, Temerario —dijo sujetándose al arnés. Portland había dictaminado, aunque con aire de desaprobación, que aquel arnés improvisado era adecuado para el viaje. Le llamó—: Estamos listos, señor.

Laurence asintió. Temerario se preparó y saltó, y el mundo se disipó debajo de ellos.

El Mando Aéreo estaba situado en la campiña al sureste de Chatham, lo bastante cerca de Londres para permitir las consultas diarias con el Almirantazgo y la Oficina de Guerra. Había sido una hora de cómodo vuelo desde Dover, con los ondulantes campos verdes que tan bien conocía extendidos a sus pies como si fuera un tablero de ajedrez y en lontananza Londres, una púrpura e imprecisa insinuación de torres.

No le convocaron a las oficinas hasta la mañana siguiente, a pesar de que los despachos a Inglaterra le habían precedido hacía mucho tiempo y debían de aguardarle. Incluso después, le tuvieron esperando delante de la puerta del despacho del almirante Powys durante cerca de dos horas. No se pudo contener cuando aquélla se abrió al fin y su mirada pasó del almirante Powys al almirante Bowden, sentado a la derecha del escritorio. Fuera, en el vestíbulo de la entrada, no se oían con claridad las palabras, aunque sí se escuchaban las fuertes voces. Bowden estaba colorado y tenía cara de pocos amigos.

—Sí, capitán Laurence, entre —invitó el almirante, moviendo una mano de dedos regordetes—. ¡Qué magnífico aspecto tiene Temerario! Lo he visto comer esta mañana y diría que ya debe de andar cerca de las nueve toneladas. Merece los mayores elogios. ¿Y lo alimentó exclusivamente de pescado las dos primeras semanas y también durante el transporte? Sorprendente, sorprendente. Debemos considerar la posibilidad de corregir la dieta general.

—Ya, ya. Eso no viene al caso —interrumpió Bowden con impaciencia.

Powys le frunció el ceño y continuó, quizás algo más efusivamente.

—En cualquier caso, está preparado sin duda alguna para comenzar a entrenarse y, por supuesto, debemos hacer cuanto esté en nuestras manos para que alcance usted el nivel necesario. Le confirmamos el rango, por descontado. De todos modos, se le hubiera nombrado capitán al ser un cuidador, pero va a tener que hacer un gran esfuerzo. Diez años de entrenamiento no se logran en un día.

Laurence hizo una reverencia y contestó con reserva:

—Temerario y yo estamos a su servicio, señor.

Percibía en ambos hombres la misma extraña contención mostrada por Portland acerca de su adiestramiento. Se le habían ocurrido muchas posibles explicaciones, casi todas poco gratas, durante las dos semanas que había pasado a bordo del transporte. Se podría forzar fácilmente a un niño de siete años a aceptar un tratamiento que un adulto jamás toleraría; después de todo, se le había sacado del hogar antes de que se formara de verdad su carácter, lo cual, por supuesto, los aviadores consideraban requisito indispensable después de haberlo sufrido ellos mismos. No se le ocurría otra razón por la que se mostraran tan evasivos sobre el tema.

Se le cayó el alma a los pies cuando Powys dijo: —En fin. Le vamos a enviar a Loch Laggan. Resulta innegable que es el lugar idóneo para usted.

Aquél era el lugar que Portland, mostrándose muy ansioso, le había mencionado.

—No podemos desperdiciar un instante en prepararles para el deber —prosiguió Powys—, y no me sorprendería que Temerario alcanzase el peso para un combate de verdad a finales del verano.

—Señor, disculpe. Nunca he oído hablar de ese lugar. ¿Me equivoco al pensar que está en Escocia? —preguntó Laurence con la esperanza de sonsacarle a Powys.

—Sí. Se encuentra en el condado de Inverness. Es uno de los centros secretos más grandes y no hay duda de que es el mejor para un entrenamiento intensivo —explicó Powys—. El teniente Greene le aguarda fuera: él le mostrará el camino y le señalará un refugio para pernoctar a lo largo de la ruta. Estoy seguro de que no va a tener ninguna dificultad en alcanzar el lugar.

Era una orden bastante clara de que se retirase y supo que no debía formular nuevas preguntas. En todo caso, tenía una petición más urgente, por lo que dijo:

—Hablaré con el teniente, señor, pero, si no tiene inconveniente, me gustaría detenerme a pasar la noche en la casa que mi familia tiene en el condado de Nottingham. Hay espacio de sobra para Temerario y podremos ofrecerle un ciervo como cena.

En aquella época del año, sus padres estarían allí, y los Galman se encontraban a menudo en el país, de modo que tendría una oportunidad de ver a Edith, aunque fuera por poco tiempo.

—Sin duda, ¡cómo no! —contestó Powys—. Lamento no poder concederle un permiso más largo; se lo merece, pero creo que no debemos perder tiempo. Una semana podría marcar una diferencia decisiva.

—Gracias, señor. Lo entiendo perfectamente —respondió Laurence, antes de saludar con una inclinación de cabeza y marcharse.

Inició los preparativos en cuanto el teniente Greene le proveyó de un excelente mapa en el que figuraba la ruta. Se había pasado bastante tiempo en Dover en busca de sombrereras livianas. Creía que la forma cilíndrica se ajustaría mejor al cuerpo de Temerario y ahora iba a transferir sus pertenencias a las mismas. Sabía que constituía una imagen poco habitual llevar una docena de cajas más adecuadas para los sombreros de las damas que para Temerario. No logró contener cierta sensación de suficiencia una vez que las hubo sujetado a la panza de Temerario y vio lo poco que alteraban su contorno.

—Resultan bastante cómodas y apenas las noto —aseguró el dragón, al tiempo que se alzaba sobre las patas traseras y aleteaba varias veces para cerciorarse de que estaban bien sujetas, tal y como había hecho Laetificat en Madeira—. ¿No podríamos conseguir uno de esos entoldados? Desviaría el viento y montar resultaría mucho más cómodo.

—No tengo ni idea de cómo armarlo —contestó Laurence, sonriendo ante su preocupación—, pero estaré bien. No tendré frío con este sobretodo de cuero que me han proporcionado.

—En cualquier caso, ha de esperar a disponer del arnés adecuado. Los entoldados requieren mosquetones de cierre. Ya está casi listo para partir, ¿no, Laurence? —Bowden se les había acercado y se incorporó a la conversación sin previo aviso. Se reunió con Laurence, que estaba de pie frente al pecho de Temerario, y se agachó levemente para examinar las sombrereras—. Mmm, ya veo que se inclina por subvertir todas nuestras costumbres a su conveniencia.

—No, señor, espero que no —repuso Laurence, refrenando el genio. No servía de mucho marcar las distancias con aquel hombre, ya que era uno de los comandantes de grado superior de la Fuerza Aérea y bien podría tener algo que decir sobre los futuros destinos de Temerario—, pero mi baúl de marino era difícil de llevar y me parecía que las sombrereras eran el mejor sustituto posible a tan corto plazo.

—Servirán —admitió Bowden, envarándose—. Espero que se libre de su forma de pensar de marino con la misma facilidad que del baúl, Laurence. Ahora, es usted un aviador.

—Lo soy, señor, y de buen grado, pero no puedo fingir que pretendo desprenderme de los hábitos y la forma de ser de toda una vida. Lo intente o no, dudo incluso que eso sea posible.

Por fortuna, Bowden no se enojó, aunque movió la cabeza.

—No, no lo es, y así lo dije… En fin. He venido a aclarar algo. Comprenderá que no debe comentar ningún aspecto de su adiestramiento con nadie que no forme parte de la Fuerza Aérea. Su Majestad considera apropiado que utilicemos el cerebro para lograr el mayor rendimiento posible en el servicio, pero nos disgusta tomar en consideración las opiniones de quienes no pertenecen al cuerpo. ¿Me he explicado con claridad?