Выбрать главу

—Completamente —contestó de manera forzada. La peculiar orden parecía confirmar sus peores sospechas, pero resultaba difícil formular alguna objeción si ninguno de ellos se abría y hablaba con claridad; era exasperante—. Señor —dijo mientras se devanaba los sesos para intentar sonsacarle de nuevo—, le quedaría muy agradecido si fuera tan amable de decirme qué hace del centro de Escocia un lugar tan apropiado para mi entrenamiento; de ese modo sabría qué esperar.

—Se le ha ordenado ir allí. Eso es lo que convierte al lugar en el único apropiado —contestó Bowden con acritud. Luego pareció sosegarse, ya que añadió con tono menos áspero—: El director de entrenamiento de Laguán está especialmente capacitado para adiestrar con rapidez a cuidadores novatos.

—¿Novatos? —repitió Laurence, mirándolo sin comprender—. Creía que un aviador se incorporaba al servicio a los siete años. No querrá decir que los niños empiezan a cuidar a los dragones a esa edad…

—No, por supuesto que no —dijo Bowden—, pero usted no es el primer cuidador que viene de fuera de nuestras filas o sin tanto entrenamiento como el que podríamos ofrecer. De vez en cuando un dragón recién salido del huevo sufre un ataque de mal humor y hemos de aceptar a cualquier voluntario. —Soltó una risotada—. Los dragones son criaturas extrañas, no hay forma de entenderlos. Algunos incluso les toman cariño a oficiales de la Marina.

Dio una palmada a la ijada de Temerario y se marchó tan inopinadamente como había aparecido, sin una palabra de despedida, pero en apariencia de mejor humor, y dejando a Laurence casi tan desconcertado como antes.

El vuelo al condado de Nottingham duró varias horas y le concedió el lujo de disfrutar de más tiempo libre del que esperaba disponer en Escocia. Prefería no imaginar qué era lo que Bowden, Powys y Portland esperaban que rechazara intensamente, y aún menos suponer, lo que tendría que hacer si descubría que la situación era insostenible.

Había tenido una única experiencia verdaderamente desagradable a lo largo de su carrera en la Armada, a los diecisiete años, cuando al poco de ser nombrado teniente, le habían asignado al Shorwise a las órdenes del capitán Barstowe, un hombre bastante mayor, una reliquia de los viejos tiempos de la Armada, cuando no se exigía que los oficiales fueran también caballeros. Barstowe era el hijo de un mercader de escasa riqueza y una mujer de menos reputación. Se había embarcado siendo niño en uno de los barcos de su padre y había perseverado hasta entrar en la Armada como gaviero. Hizo gala de un gran valor en la batalla y demostró tener buena cabeza para los números, lo cual le valió la primera promoción a sobrecargo y luego a teniente, y gracias a un golpe de suerte incluso llegó a capitán de fragata, pero jamás perdió la ordinariez de sus orígenes.

Y lo que era peor, Barstowe era consciente de no saber desenvolverse en sociedad y albergaba resentimiento hacia quienes, en su mente, le hacían sentir esa carencia. No era un resentimiento inmerecido, pues había muchos oficiales que le miraban con recelo y murmuraban de él, pero el trato fácil y desenvuelto de Laurence constituía un insulto intencionado y no tuvo misericordia a la hora de castigarle. El capitán murió de neumonía a los tres meses de viaje. Probablemente, eso había salvado la vida a Laurence, y al menos, le había liberado del continuo agotamiento, consecuencia de hacer dobles y triples guardias, una dieta a base de galleta y agua y el riesgo que entrañaba tener que dar órdenes a los encargados de los cañones, los peores tripulantes, los más torpes.

Laurence aún sentía un terror atávico cuando pensaba en la experiencia. No estaba preparado en lo más mínimo para obedecer a otro hombre de aquellas características y veía una indirecta en las ominosas palabras de Bowden sobre el hecho de que la Fuerza Aérea aceptaría a cualquiera que tomara un dragón recién salido del huevo, en el sentido de que su entrenador o tal vez sus compañeros de adiestramiento se parecieran a Barstowe. Era cierto que ya no tenía diecisiete años ni estaba indefenso, pero ahora debía tomar en consideración los intereses de Temerario y el deber que compartían.

De forma involuntaria, las manos sujetaron con más fuerza las riendas; Temerario le buscó con la vista y preguntó:

—¿Te encuentras bien, Laurence? Estás muy callado.

—Perdona, tenía la mente en otro sitio —contestó el jinete al tiempo que palmeaba el cuello del dragón—. No es nada. ¿No estás cansado? ¿Te apetece que nos detengamos a descansar un poco?

—No, no estoy cansado, pero me estás mintiendo. Tu voz suena muy desdichada —repuso Temerario con ansiedad—. ¿No es bueno que vayamos a empezar a entrenar o echas de menos tu nave?

—Veo que empiezo a ser transparente para ti —comentó Laurence arrepentido—. No, no añoro para nada mi nave, pero he de admitir que me preocupa un poco lo relativo a nuestro adiestramiento. Powys y Bowden se han comportado de forma muy extraña al respecto, y no estoy seguro de qué clase de recepción nos aguarda en Escocia ni si nos gustará.

—Si no queremos, siempre podemos volver a irnos, ¿no? —replicó Temerario.

—No es tan fácil. Ya sabes, no somos libres —respondió Laurence—. Soy un oficial del rey y tú eres un dragón del rey. No podemos hacer lo que nos plazca.

—No conozco al rey, y no le pertenezco como si fuera una oveja —contestó Temerario—. Si le pertenezco a alguien, es a ti, y tú a mí. No voy a quedarme en Escocia si eres desgraciado allí.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Laurence.

No era la primera vez que el dragón mostraba una inquietante tendencia a la independencia, que parecía ir en aumento a medida que crecía y empezaba a pasar despierto la mayor parte del tiempo. El propio Laurence no estaba muy interesado en filosofía política y descubría con tristeza que era desconcertante tener que idear explicaciones para lo que tan natural y obvio le resultaba.

—No es exactamente un tema de propiedad, pero le hemos prometido nuestra lealtad. Además —añadió—, lo íbamos a pasar mal para alimentarte si la Corona no paga la cuenta.

—Las vacas son muy sabrosas, pero no me importa comer pescado —dijo Temerario—. Tal vez debiéramos apoderarnos de un barco grande, como el del transporte, y regresar al mar.

Laurence se rió de la idea.

—¿Debo convertirme en un pirata del rey e ir saqueando las Antillas hasta llenar un refugio con el oro arrebatado para ti a las naves mercantes?

Acarició el cuello de Temerario.

—Parece emocionante —contestó el dragón; era obvio que la posibilidad había estimulado su imaginación—. ¿No podemos hacerlo?

—No. Hemos nacido demasiado tarde. Ya no hay piratas. Los españoles quemaron a la última banda de piratas fuera de la isla Tortuga el siglo pasado. Ahora solo hay unas pocas naves independientes o tripulaciones de dragones a lo sumo, y ésos siempre corren peligro de que los derriben. No te gustaría luchar por pura codicia, de veras. No es lo mismo que hacerlo cumpliendo tu deber con el rey y tu país, con el convencimiento de que estás protegiendo Inglaterra.

—¿Necesita que la protejan? —inquirió Temerario mirando hacia abajo—. Todo está en calma hasta donde alcanza la vista.

—Sí, porque es tarea nuestra y de la Armada hacer que sea así —contestó Laurence—. Los franceses cruzarían el canal de la Mancha si no hiciéramos nuestro trabajo. Están ahí, al este, no muy lejos, y Bonaparte dispone de un ejército de cien mil hombres a la espera de cruzarlo en cuanto se lo permitamos. De ahí que debamos cumplir nuestro deber. Ocurre lo mismo con los marineros del Reliant: el barco no navegaría si hicieran siempre su capricho.