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En respuesta a esto, Temerario rumió para sus adentros al tiempo que emitía un sonido gutural desde lo más profundo. Laurence sintió la vibración a través de su propio cuerpo. El ritmo del dragón se aminoró ligeramente. Planeó sin batir alas durante un tiempo y luego volvió a aletear para recuperar altura, subiendo en espiral antes de estabilizarse otra vez. Aquella forma de volar se asemejaba bastante a alguien que pasea impaciente de un lado para otro. El dragón se volvió hacia él de nuevo.

—Laurence, he estado pensando… Si debemos dirigirnos a Loch Laggan, no hay que tomar ninguna decisión ahora, ya que no sabemos qué es lo que puede ir mal allí, y ahora no podemos pensar en nada. No deberías preocuparte hasta que hayamos llegado y veamos cómo están las cosas.

—Amigo, es un consejo excelente y lo tendré en cuenta —contestó Laurence, aunque luego añadió—: pero no estoy seguro de conseguirlo. Se me hace difícil no pensar en nada.

—Podrías volver a contarme historias de la Armada, sobre cómo sir Francis Drake y Conflagrada destruyeron a la flota española —sugirió Temerario.

—¿Otra vez? Bueno, pero a este paso empezaré a dudar de tu memoria.

—Recuerdo la historia perfectamente —replicó el dragón, indignado—, pero me gusta oírte contarla.

El resto del vuelo transcurrió sin que volviera a tener un momento libre para preocuparse. Temerario le obligaba a repetir sus fragmentos favoritos y le formulaba preguntas sobre dragones y naves a las que ni siquiera un erudito podría haber respondido, al menos a juicio de Laurence. Finalmente, se acercaron a la mansión familiar en Wollaton Hall a última hora de la tarde; el crepúsculo brillaba en los numerosos ventanales.

Con las pupilas muy dilatadas, Temerario sobrevoló en círculos la casa un par de veces, alejado de posibles curiosos. Laurence miró hacia abajo e hizo recuento de las ventanas iluminadas y comprendió que la casa no podía estar vacía. Había dado por hecho que sí lo estaría, pues la temporada aún estaba en su apogeo en Londres, pero ahora ya era demasiado tarde para buscar otro lugar para el dragón.

—Temerario, ha de haber un prado vacío ahí abajo, a la derecha, detrás de los establos.

—Sí, lo rodea una cerca —contestó el dragón después de mirar—. ¿Aterrizo ahí?

—Sí, te lo ruego. Me temo que debo pedirte que te quedes ahí. A los caballos les va a dar un ataque si te ven rondar cerca de los establos.

Después de que Temerario tomara tierra, Laurence se bajó, le acarició el cálido hocico y le dijo, como disculpándose:

—Me las arreglaré para traerte algo de comida en cuanto haya hablado con mis padres, si es que de verdad están en casa, pero eso puede llevarme un tiempo.

—No necesitas darme de cenar esta noche. Me alimenté bien antes de salir y tengo sueño. Me comeré alguno de esos venados de ahí por la mañana —respondió Temerario mientras se tumbaba y curvaba la cola alrededor de las piernas—. Deberías quedarte dentro. Aquí hace más frío que en Madeira y no quiero que enfermes.

—Resulta muy curioso que una criatura de seis semanas juegue a ser la niñera —repuso Laurence, divertido; incluso mientras hablaba, le costaba creer que Temerario fuera tan joven.

En muchos aspectos, el dragón parecía totalmente maduro desde que salió del huevo, y desde la eclosión había absorbido enseñanzas del mundo circundante con tal entusiasmo que las lagunas de su conocimiento desaparecían a una velocidad asombrosa. No lo consideraba ya una criatura de la que se sentía responsable, sino más bien un amigo íntimo, el más apreciado, alguien con cuyo apoyo se podía contar sin vacilación. Al contemplar al dragón, ya adormecido, perdía parte del miedo al adiestramiento y desterró a Barstowe de su mente como si fuera una pesadilla. Lo más seguro era que no les aguardara nada que no pudieran afrontar juntos.

Pero tenía que enfrentarse solo a su familia. Se acercó a la casa desde los establos y verificó que la primera impresión aérea había sido correcta: el salón estaba intensamente iluminado y se veía luz de velas en muchos de los dormitorios. Era una reunión social de varios días a pesar de la época del año.

Envió a un lacayo para informar a su padre de que estaba en casa y subió a su habitación por la escalera de atrás para cambiarse. Le hubiera gustado darse un baño, pero creía que debía bajar pronto para ser cortés, cualquier otra cosa se podría interpretar como un intento de eludir la situación. Se conformó con lavarse la cara y las manos en la jofaina. Por fortuna, había traído el uniforme de gala. Su imagen en el espejo le resultaba extraña. Llevaba la nueva chaqueta de color verde botella de la Fuerza Aérea con las barras doradas en lugar de las charreteras, que había adquirido en Dover. Una parte la habían confeccionado para otro hombre y permaneció a la espera mientras se lo ajustaban apresuradamente, aunque de hecho le sentaba bastante bien.

Además de sus padres, se había reunido en el salón más de una docena de personas. La frívola conversación se apagó en cuanto él entró para continuar luego en cuchicheos que le siguieron a través de la sala. Su madre acudió a su encuentro con el rostro sereno pero la expresión petrificada; notó lo tensa que estaba cuando se inclinó para besarle en la mejilla.

—Lamento aparecer de esta guisa sin avisar —se disculpó—. No esperaba encontrar a nadie en casa. Sólo me voy a quedar esta noche, salgo hacia Escocia por la mañana.

—¡Oh, cuánto lo lamento, cielo! Estamos muy contentos de tenerte aquí, aunque sea por tan poco tiempo —dijo—. ¿Conoces a miss Montagu?

Los invitados eran en su mayoría amigos de toda la vida de sus padres a quienes no conocía demasiado bien, pero tal y como había sospechado que podría suceder, todos sus vecinos habían asistido a la fiesta, y Edith Galman había acudido con sus padres. No estaba seguro de si alegrarse o lamentarlo. Sentía que debía alegrarse de verla, ya que de otro modo la oportunidad hubiera tardado mucho en presentarse. Las miradas que le lanzaban todos los huéspedes, profundamente incómodos, daban la sensación de chismorreo soterrado y se sintió totalmente incapaz de enfrentarse a la joven en un escenario tan público.

La expresión de Edith cuando se había inclinado para besarle la mano no revelaba indicio alguno de sus sentimientos. Por temperamento, no se alteraba con facilidad, y si las noticias de su llegada la habían perturbado, ya había recuperado el aplomo.

—Me alegro de verte, Will —dijo llena de calma.

Aunque no descubrió ninguna nota de afecto en su voz, al menos tampoco parecía enojada ni ofendida.

Por desgracia, no tuvo ocasión de conversar con ella en privado de manera inmediata, ya que había trabado conversación con Bertram Woolvey y le dio la espalda en cuanto terminaron de saludarse con sus acostumbrados buenos modales. Woolvey le saludó amablemente con la cabeza, pero no hizo ademán de cederle su lugar. Aunque sus padres se movían en los mismos círculos, Woolvey era el único heredero de su progenitor, de modo que no necesitaba dedicarse a ningún tipo de ocupación. Pasaba el tiempo cazando en la campiña o arriesgando grandes sumas en el juego, ya que en modo alguno se sentía atraído por la política. Laurence encontraba su conversación aburrida y jamás habían sido amigos.

En cualquier caso, no podía dejar de presentar sus respetos al resto de los invitados. Resultó difícil encontrar miradas francas y ecuánimes, y lejos de una buena acogida, lo único con lo que se encontró fue con la reprobación de muchos y la lástima de otros. El peor momento con diferencia se produjo al llegar a la mesa donde su padre jugaba al whist. Lord Allendale miró la chaqueta de su hijo con manifiesta desaprobación y no le dirigió la palabra.