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El incómodo silencio que se hizo en aquel rincón de la habitación resultó muy violento. Su madre lo salvó al pedirle que fuera el cuarto jugador en otra mesa Se sentó agradecido y se zambulló en las complejidades de la partida. Sus compañeros de mesa eran caballeros mayores, lord Calman y otros dos amigos y aliados políticos de su padre. Se consagraron al juego y no le importunaron con ninguna conversación que rebasara lo correcto.

No pudo evitar mirar de soslayo a Edith de vez en cuando, aunque no logró oír el sonido de su voz. Woolvey continuaba monopolizando su compañía, y no sintió sino desagrado al ver lo mucho que se inclinaba sobre ella y que le hablaba tan de cerca. Lord Galman consiguió con tacto que se centrara en las cartas para evitar que su distracción los demorara de nuevo Laurence se disculpó avergonzado con los jugadores e inclinó la cabeza para examinar la mano de naipes.

—Supongo que se dirigirá a Loch Laggan —dijo el almirante McKinnon, concediéndole unos momentos para retomar el hilo del juego—. De niño, viví no muy lejos de allí y un amigo mío reside cerca del pueblo. Solía ver los vuelos por encima de nuestras cabezas.

—Sí, señor. Nos entrenamos allí —contestó Laurence mientras descartaba una carta.

El vizconde Hale, a su izquierda, continuó el juego, y lord Galman se hizo con la baza.

—La gente de allí es un poco rara. La mitad del pueblo entra en el Cuerpo. Los lugareños suben, pero los aviadores no bajan, excepto alguna vez, cuando van al pub a ver a alguna de las chicas. Al menos, es más fácil que en el mar. Ja, ja!

Después de haber efectuado aquel grosero comentario, McKinnon recordó de pronto la presencia de Laurence. Miró de reojo con cierta vergüenza para ver si alguna de las damas lo había captado y abandonó el tema.

Woolvey llevó a Edith a la cena. Laurence estorbaba en aquella mesa con su presencia, por lo que tuvo que sentarse en el extremo opuesto, donde tuvo el dolor de verlos conversar sin el placer de participar. Miss Montagu, sentada a su derecha, estaba muy guapa, pero tenía aspecto malhumorado y lo desatendió hastla llegar casi a la grosería al dirigirle exclusivamente la palabra al caballero que estaba al otro lado, un renombrado tahúr a quien Laurence conocía más por su reputación que como persona.

Ser rechazado de esa manera suponía una experiencia nueva y desagradable para él. Sabía que ya no era un hombre casadero, pero no había esperado que esto repercutiera de manera tan negativa en la acogida que se le había dispensado, y resultaba especialmente vergonzoso descubrir que valía menos que un manirroto de aspecto abotargado y con el rostro rubicundo salpicado de pecas. El vizconde Hale, sentado a su derecha, sólo se interesaba en su comida, por lo que Laurence se encontró sentado en medio de un silencio casi absoluto.

Al no estar inmerso en una conversación, resultaba aún más desagradable no tener más alternativa que escuchar a Woolvey hablar largo y tendido, y con escasa precisión, sobre el estado de la guerra y la preparación de Inglaterra para la invasión. Woolvey se mostró ridículamente entusiasta mientras hablaba de cómo la milicia le iba a dar una lección a Bonaparte si se atrevía a cruzar con su ejército. Laurence se vio obligado a clavar la vista en el plato para ocultar su expresión. ¿La milicia obligando a retirarse a Napoleón, el dueño y señor de Europa, con cien mil hombres a su disposición? ¡Qué disparate! Por supuesto, era la clara muestra de insensatez que fomentaba la Oficina de Guerra para mantener alta la moral, pero resultaba sumamente desagradable ver a Edith escuchar con aprobación semejante discurso.

Laurence sospechaba que ella mantenía el rostro vuelto de forma intencionada. No se esforzaba en que sus miradas se encontrasen, eso desde luego. La mayor parte del tiempo permaneció atento al plato, comiendo de forma mecánica y sumiéndose en un desacostumbrado silencio. La cena se hizo interminable; menos mal que su padre se levantó poco después de que las damas los hubieran dejado y de inmediato Laurence vio en el regreso al salón la ocasión de excusarse ante su madre y escaparse, alegando el pretexto del viaje que le aguardaba.

Pero uno de los criados, sin aliento, le alcanzó en los aledaños de la puerta de su dormitorio: su padre quería verle en la biblioteca. Laurence vaciló. Podía darle una excusa y posponer la entrevista, pero no tenía sentido demorar lo inevitable. Volvió a bajar la escalera, aunque muy despacio, y dejó la mano sobre la puerta demasiado tiempo, hasta que una de las doncellas se acercó. Ya no pudo seguir jugando a hacerse el cobarde, de modo que empujó la puerta, ésta se abrió y él entró.

—Su llegada me asombra —dijo lord Allendale en cuanto se cerró la puerta, sin intercambiar el más mínimo cumplido de rigor—. Me asombra de verdad. ¿Qué pretendía viniendo aquí?

Laurence se envaró, pero respondió con serenidad:

—Sólo pretendía hacer una pausa en mi viaje. Voy de camino a mi próximo destino. No tenía idea de que estuvieran aquí, señor, ni de que tuvieran huéspedes. Lamento mucho haber irrumpido sin avisarlos.

—Ya veo. ¿Creía que nos íbamos a quedar en Londres después de que la noticia nos hubiera convertido en la atracción del momento, en un espectáculo? Desde luego que se va a su siguiente destino, aquí no se queda.

Examinó con desdén la chaqueta de Laurence, que enseguida se sintió tan desastrado y sucio como en las inspecciones que, siendo niño, tuvo que soportar cuando acababa de entrar después de jugar en los jardines.

—No me voy a molestar en reprochártelo. Sabe perfectamente lo que pienso de todo este asunto, por lo que no le voy a abrumar. Muy bien. Le agradecería, señor, que en lo sucesivo evitara esta casa y nuestra residencia de Londres, si es que se puede permitir abandonar la cría de animales el tiempo suficiente como para poner un pie en la ciudad.

Laurence sintió que le embargaba una gran indiferencia. De pronto, se notó muy cansado y le faltó ánimo para discutir. Su propia voz parecía sonar muy lejana y no había emoción alguna en nada de lo que decía:

—Muy bien, señor. Me iré ahora mismo.

Tendría que llevar a Temerario a dormir a algún prado comunal, a pesar de que, sin duda, asustaría al ganado del pueblo. Por la mañana le compraría unas cuantas ovejas pagadas de su propio bolsillo, en el caso de que fuera posible; de lo contrario, le pediría que volara aun teniendo hambre. Ya se las arreglarían.

—No seas absurdo —replicó lord Allendale—. No te estoy repudiando, no lo mereces, pero he elegido no representar un melodrama para que se rían todos. Pasarás aquí la noche y te irás por la mañana, tal y como anunciaste. Eso será lo mejor. Me parece innecesario decir nada más. Puedes irte.

Laurence subió las escaleras lo más deprisa que pudo; se sentía como si se hubiera librado de una carga después de cerrar la puerta de su dormitorio tras de sí. Tenía la intención de llamar para que le prepararan un baño, pero se sentía incapaz de hablar con nadie, ni aunque fuera una doncella o un criado. Lo único que quería era estar a solas y en silencio. No iba a soportar otra comida protocolaria con invitados ni a hablar más con su padre, que ni siquiera en la campiña se levantaba antes de las once.

Contempló la cama durante un prolongado momento; luego, sacó de pronto una vieja levita y unos gastados pantalones del ropero, se los puso en lugar de su traje de etiqueta y salió al exterior. Temerario ya dormía, bien aovillado sobre sí mismo, pero entreabrió un ojo antes de que Laurence pudiera escabullirse y alzó el ala en un gesto instintivo de bienvenida. Laurence había tomado una manta en los establos. Se puso tan cómodo y abrigado como le fue posible, estirado sobre la enorme pata delantera del dragón.

—¿Va todo bien? —preguntó bajito Temerario mientras rodeaba a Laurence con la otra pata en un gesto protector, y le cubría con las alas parcialmente desplegadas para protegerle—. Algo te aflige. ¿Nos vamos ahora mismo?