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La idea era tentadora, pero no tenía sentido. Lo mejor que podían hacer ambos era pasar una noche tranquila y desayunar por la mañana; en cualquier caso, no se iba a ir de tapadillo, como si hubiera cometido alguna indignidad.

—No, no —dijo Laurence, que le acarició hasta que volvió a plegar las alas—. No es preciso, te lo aseguro. Sólo he tenido unas palabras con mi padre.

Él enmudeció. No debía revolver los recuerdos de la entrevista ni la fría despedida de su padre. Encorvó los hombros.

—¿Se ha enfadado por nuestra llegada? —preguntó el dragón.

Esta muestra de rápida comprensión por parte de Temerario y la preocupación que mostraba su voz fueron como un tónico para su fatiga y su desdicha, y consiguieron que hablara con más franqueza de la que pretendía.

—En el fondo, es una vieja disputa —dijo—. Él hubiera deseado que yo entrara en la Iglesia, como mi hermano. Jamás consideró que la Armada fuera una ocupación honorable.

—En ese caso, ¿ser aviador es peor? —inquirió Temerario, ahora demasiado perceptivo—. ¿Es por eso por lo que no querías dejar la Armada?

—A sus ojos, quizá la Fuerza Aérea sea peor, pero no a los míos. También tiene grandes compensaciones. —Estiró el brazo para acariciar el hocico de Temerario, que le devolvió la caricia con cariño—. Lo cierto es que nunca aprobó la carrera que elegí. Me tuve que escapar de casa cuando era crío para que me dejara embarcarme. No puedo permitir que su voluntad me gobierne, porque entiendo mi deber de una forma diferente a la suya.

Temerario resopló. Su cálido aliento levantó pequeñas estelas de humo en el frío aire de la noche.

—Pero ¿no va a dejarte dormir dentro?

—Ah, no —repuso Laurence, que sintió cierta vergüenza al confesar la debilidad que le había llevado a buscar consuelo en el dragón—. Es que… prefería estar contigo a tener que dormir solo.

A Temerario le chocó la respuesta.

—A condición de que te abrigues —repuso mientras volvía a tumbarse con cuidado y adelantaba ligeramente las alas para protegerse ambos del viento.

—Estoy muy a gusto. Te ruego que no te preocupes —contestó Laurence mientras se estiraba sobre la enorme y firme pata y se envolvía con la manta—. Buenas noches, amigo.

Se sintió repentinamente agotado, pero era un cansancio físico. Aquel doloroso hastío que se le metía en los huesos había desaparecido.

Abrió los ojos a primera hora de la mañana, cuando las tripas de Temerario sonaron con la suficiente fuerza como para despertar a ambos.

—Vaya, tengo hambre —comentó el dragón mientras se incorporaba con ojos brillantes y miraba con avidez la manada de ciervos que pululaba nerviosamente en el parque, apiñada contra el muro más lejano.

Laurence descendió de la pata y después de dar una última palmadita en la ijada, dijo:

—Te dejo para que vayas por tu desayuno y yo haré lo mismo con el mío.

No estaba presentable pero, por fortuna, los invitados no se habían levantado tan temprano, y alcanzó su dormitorio sin encontrarse a nadie; de lo contrario hubiera aumentado aún más su descrédito.

Se aseó con brío, se puso la ropa de vuelo mientras un sirviente volvía a empaquetar la única bolsa de su equipaje y descendió tan pronto como consideró que la hora era aceptable. Las criadas aún estaban sacando del aparador los primeros platos del desayuno y acababan de colocar la cafetera en la mesa. Esperaba evitar a todos los invitados pero, para su sorpresa, Edith ya se hallaba en la mesa del desayuno a pesar de no ser madrugadora.

Su rostro estaba aparentemente en calma, la ropa impoluta y el dorado pelo sedoso sujeto en un recogido, pero las manos crispadas en el vientre la delataban. No había tomado nada de comida, sólo una taza de té que descansaba intacta enfrente de ella.

—Buenos días —saludó con una alegría que sonaba a falsa; miró a los sirvientes mientras hablaba—. ¿Te sirvo?

—Gracias —contestó con la única posible respuesta y se sentó junto a ella.

Le sirvió un café y le añadió media cucharada de azúcar y otra de crema, exactamente como a él le gustaba. Permanecieron sentados juntos muy envarados sin comer ni hablar hasta que los criados terminaron los preparativos y abandonaron la habitación.

—Esperaba tener la ocasión de hablar contigo antes de que te fueras —dijo en voz baja mientras al fin le miraba—. ¡Cuánto lo siento, Will! Supongo que no había otra alternativa.

Necesitó unos instantes para comprender que se refería al asunto del enjaezado del dragón. A pesar de la ansiedad que sentía por lo del adiestramiento, ya no consideraba su nueva situación como un mal.

—No. Mi deber estaba claro —respondió de forma tajante.

Podía tolerar las críticas de su padre sobre ese tema, pero no lo aceptaría de nadie más.

Aunque, llegado el momento, Edith se limitó a asentir y dijo:

—Supe que tenía que ser algo parecido en cuanto me enteré.

Volvió a agachar la cabeza e inmovilizó las manos, que había estado retorciendo sin sosiego.

—Mis sentimientos siguen siendo los mismos a pesar de las circunstancias —dijo al fin Laurence, cuando estuvo claro que ella no iba a decir nada más. Aunque su respuesta había evidenciado la falta de afecto, no quería, sin embargo, que más adelante Edith le reprochara que no había sido fiel a su palabra; iba a dejar que fuera ella quien pusiera fin a su acuerdo—. Si los tuyos han cambiado, basta una palabra tuya para que me calle.

No pudo evitar guardarle rencor incluso mientras le hacía el ofrecimiento, y detectó en su propia voz una desacostumbrada frialdad; era un tono poco habitual para una proposición.

Ella respiró de forma acelerada, sobresaltada, y replicó casi con fiereza:

—¿Cómo me puedes hablar así? —Se sintió esperanzado durante un instante, aunque luego Edith continuó para decir—: ¿He sido interesada? ¿Te he reprochado que hayas seguido la forma de vida que habías elegido con todos los peligros y molestias que conlleva? Si hubieras entrado en la Iglesia, no hay duda de que ya te habrías establecido para vivir bien. A estas alturas ya podríamos estar cómodamente juntos en nuestra propia casa, con hijos, y no habría tenido que pasar tantas horas temiendo por ti, mientras estabas lejos, en el mar.

Habló muy deprisa, con más sentimiento del que Laurence estaba acostumbrado a ver en ella y con las mejillas arreboladas. Había mucha razón en sus palabras, no podía dejar de reconocerlo, y se avergonzó de su propio resentimiento. Casi había empezado a extender la mano hacia ella cuando Edith ya proseguía hablando:

—No me he quejado, ¿verdad? He aguardado, he sido paciente, pero he esperado para algo mejor que una vida solitaria, lejos de la compañía de todos mis amigos y de mi familia, con poco más que una pequeña parte de tu atención. Mis sentimientos son los mismos de siempre, pero no soy tan imprudente ni tan sentimental como para aceptar que voy a estar sola ante cada dificultad.

Se detuvo llegado a este punto.

—Perdóname —dijo Laurence, apesadumbrado. Cada palabra parecía un reproche cuando se había complacido en pensar en sí mismo como el maltratado—. No debería haber hablado así, Edith. Hubiera sido mejor que te hubiera pedido perdón por haberte puesto en una situación tan espantosa. —Se levantó de la mesa e hizo una reverencia; no podía seguir allí junto a ella, por supuesto—. He de pedirte que me disculpes. Acepta mis mejores deseos para tu felicidad.

Ella también se levantó, negando con la cabeza.

—No, debes quedarte y terminar el desayuno —dijo—. Tienes un largo viaje por delante. No tengo nada de apetito. No, te lo aseguro. Me voy.