Le alargó la mano y le dedicó una sonrisa trémula. Él pensó que Edith quería despedirse de forma educada, pero si era ésa su intención, le falló en el último momento cuando dijo con un hilo de voz:
—Te ruego que no pienses mal de mí.
Salió de la sala lo más deprisa posible.
No tenía de qué preocuparse. Laurence no podía pensar mal de Edith; al contrario, se sentía culpable por haberse dirigido a ella con frialdad aunque sólo fuera por un momento y por haber fracasado en sus obligaciones hacia ella. El compromiso se había cerrado entre la hija de un caballero con una respetable dote y un oficial de la Armada con escasas expectativas pero interesantes posibilidades. Sus propios actos habían aminorado su posición y era innegable que casi todo el mundo discrepaba sobre el valor que él otorgaba al deber en aquel asunto.
Y no era poco razonable al pedir más de lo que un aviador le podía dar. Le bastaba con pensar en el grado de atención y afecto que Temerario le exigía para comprender lo poco que podía ofrecer a una esposa, incluso en aquellas raras ocasiones en que estuviera de permiso. Había sido muy egoísta al proponerle nada a Edith, al pedir que sacrificara su propia felicidad a su comodidad.
Le quedaba poco ánimo y menos apetito para desayunar, pero no quería tener que detenerse durante el viaje, por lo que llenó su plato y se obligó a comer. No permaneció solo durante mucho tiempo. Muy poco después de que Edith se hubiera marchado, miss Montagu bajó las escaleras vistiendo un traje de montar demasiado elegante, más propio de un paseo a medio galope por Londres que para cazar por la campiña, pero que, a cambio, realzaba su figura. Sonreía cuando entró en la habitación, expresión que se torció en cuanto vio que él era el único que estaba allí. Se sentó en el otro extremo de la mesa. Al poco, Woolvey, también vestido para montar a caballo, se reunió con ella. Laurence los saludó con una inclinación de cabeza por estricta cortesía y no prestó atención a su frívolaa conversación.
Su madre bajó cuando él ya había terminado de desayunar. Mostraba signos de haberse vestido de modo apresurado y tenía ojeras de cansancio debajo de los ojos. Ella le miró a la cara con ansiedad y su hijo le sonrió con la esperanza de tranquilizarla, aunque sin éxito, comprobó. En el rostro de Laurence se reflejaban la desdicha y la cautela con las que denodadamente se había protegido contra la desaprobación paterna y la curiosidad de la concurrencia.
—He de marcharme enseguida. ¿Vienes a conocer a Temerario? —le preguntó; de ese modo, al menos dispondrían de unos pocos minutos para pasear.
—¿Temerario? —repitió lady Allendale sin comprender—. William, no querrás decir que has traído aquí tu dragón, ¿verdad? Cielo santo, ¿dónde está?
—Claro que está aquí. ¿De qué otro modo podría viajar? Le he dejado fuera, detrás de los establos, en el prado de los potros —respondió Laurence—. Ahora habrá terminado de comer. Le he autorizado a comerse un ciervo.
—¡Vaya! —exclamó miss Montagu, que estaba escuchando. Parecía obvio que la curiosidad había modificado sus objeciones respecto a la compañía de un aviador—. Nunca he visto un dragón. ¿Os puedo acompañar? ¡Sería todo un acontecimiento para mí!
Era imposible negarse, aunque le hubiera gustado hacerlo, por lo que después de llamar para que le trajeran el equipaje, acompañados también por Woolvey, los tres salieron juntos hacia la pradera. Temerario permanecía acuclillado contemplando cómo la niebla matutina se levantaba del campo. Incluso a una considerable distancia, su figura surgió imponente, recortada contra el frío cielo gris.
Laurence se detuvo durante unos instantes para recoger un balde y trapos de los establos y luego condujo a sus acompañantes, poco dispuestos de repente a juzgar por las escasas ganas con que Woolvey y miss Montagu arrastraban los pies. Su madre también estaba asustada, pero no lo demostraba, salvo por el hecho de apretar con más fuerza de lo normal el brazo de Laurence. Retrocedió varios pasos cuando se acercó a las ijadas de Temerario.
El dragón examinó a los desconocidos con interés mientras agachaba la cabeza para que Laurence le lavara. Tenía el morro ensangrentado con los restos del ciervo y abrió las fauces para que Laurence pudiera limpiarle la sangre de las comisuras de la boca. Había tres o cuatro astas en el suelo.
—Intenté lavarme en aquella laguna, pero es demasiado poco profunda y el barro me llegaba enseguida a la nariz —dijo el animal en tono de disculpa.
—¡Vaya, habla! —exclamó miss Montagu mientras se colgaba del brazo de Woolvey.
Ambos habían retrocedido varios pasos a la vista de las hileras de centelleantes dientes blancos. Los afilados incisivos del dragón ya eran mayores que el puño de un hombre.
Temerario se sorprendió al principio, pero luego sus pupilas se ensancharon y respondió con amabilidad.
—Sí, hablo. —Luego se dirigió a Laurence—. ¿Crees que le gustaría montar en mi lomo y ver los alrededores?
Laurence no pudo reprimir un destello de malicia.
—Estoy seguro de que sí. Adelante, miss Montagu, por favor. Veo que usted no es de esas personas apocadas que temen a los dragones.
—No, no —respondió retrocediendo muy pálida—, ya he abusado demasiado del tiempo del señor Woolvey. Debemos ir a montar.
Woolvey tartamudeó unas excusas igual de transparentes, y de inmediato se alejaron juntos, tropezando en su prisa por alejarse.
Temerario pestañeó levemente sorprendido.
—Vaya, estaban asustados —comentó—. Al principio pensé que ella era corta de entendederas, como Volly. No lo entiendo. Ellos no son vacas, y de todos modos acabo de comer.
Laurence ocultó para sí la sensación de victoria e hizo avanzar a su madre.
—No tengas ningún miedo. No hay motivo alguno —le dijo con suavidad—. Temerario, te presento a mi madre, lady Allendale.
—Una madre… Eso es especial, ¿verdad? —contestó Temerario mientras agachaba la cabeza para mirarla más de cerca—. Me siento honrado de conocerte.
Laurence guió la mano de su madre hacia el hocico de Temerario. Ella comenzó a acariciarlo con más confianza después de la primera tentativa de tocar la cálida piel.
—¡Caramba! El placer es mío —contestó—. ¡Qué suave! Jamás lo hubiera pensado.
Temerario emitió un ruido sordo de complacencia ante el cumplido y la caricia. Laurence los miró a los dos con buena parte de su alegría recuperada. Pensó en lo poco que debía importarle el resto del mundo cuando estaba seguro de la buena opinión de quienes más valoraba y en la certeza de estar cumpliendo con su deber.
—Temerario es un Imperial Chino —le explicó a su madre sin ocultar su orgullo—, una de las razas menos comunes. El único de toda Europa.
—¿De verdad? Es magnífico, cielo. Recuerdo haber oído en alguna ocasión que los dragones chinos son algo muy poco frecuentes —dijo, pero seguía mirando a su hijo con ansiedad, con una pregunta muda en los ojos.
—Sí —dijo Laurence en un intento de contestarla—. Me considero muy afortunado, te lo prometo. Tal vez algún día podamos ir a volar juntos tú y yo, cuando dispongamos de más tiempo —agregó—. Es algo extraordinario. No hay nada comparable.
—¿Volar? ¡Ni lo sueñes! —respondió ella con indignación, aunque en su interior parecía satisfecha—. Sabes perfectamente que ni siquiera soy capaz de sostenerme encima de un caballo. No sé, no estoy segura. ¿Qué iba a hacer encima de un dragón?
—Irías sujeta con correas, como voy yo —le explicó Laurence—. Temerario no es un caballo, no intentaría tirarte.
—Desde luego que no —intervino Temerario con total seriedad—, y si te cayeras, me atrevo a decir que te podría recoger.
Tal vez aquél no fuera el comentario más tranquilizador, pero el deseo de agradar era muy obvio y lady Atiéndale le sonrió de todos modos.