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—Me temo que las habladurías han magnificado mucho mis logros —respondió Laurence—. El Amitié no era un buque de guerra de primera, sino una fragata de treinta y seis cañones, y la mayoría de su dotación se estaba muriendo de sed. Su capitán ofreció una heroica resistencia, pero no tuvo ninguna oportunidad. La mala suerte y las inclemencias hicieron el trabajo por nosotros. Sólo puedo reclamar como mérito mío haber tenido suerte.

—¡Vaya! En fin, tener suerte tampoco es desdeñable. No llegaríamos muy lejos de no ser por ella —siguió hablando Martin—. ¡Pero bueno! ¿Os han puesto en esta esquina? El viento va a estar ululando a todas horas.

Laurence entró en la habitación circular de la torre y contempló complacido su nuevo alojamiento. A un hombre acostumbrado a lo limitado del camarote de un barco le parecía espacioso, y las grandes ventanas curvas, un gran lujo. Daban al lago, donde había comenzado a caer una fina lluvia. Un olor a frío y humedad entró de golpe cuando las abrió; no era tan diferente al del mar, a excepción de la ausencia de sal.

Habían apilado de cualquier manera las sombrereras debajo del guardarropa. Miró dentro con cierta preocupación, pero habían sacado sus cosas con bastante cuidado. Además de la sencilla pero espaciosa cama, completaban el mobiliario un escritorio y una silla.

—Me resulta perfectamente tranquila. Estoy seguro de que estaré muy cómodo —dijo mientras desabrochaba el tahalí y depositaba la espada encima de la cama.

No se sentía cómodo desprendiéndose de la chaqueta, pero al menos así tendría un aire más informal.

—¿Debo mostrarle ahora la zona de alimentación? —inquirió Granby con fría formalidad; era su primera aportación a la conversación desde que habían abandonado el club.

—Primero debemos enseñarle los baños y el comedor —intervino Martin—. Los baños son algo digno de ver —agregó dirigiéndose a Laurence—. Ya sabe, los construyeron los romanos. Son la razón por la que todos estamos aquí.

—Gracias, me encantaría verlos —respondió; no podía decir otra cosa sin pecar de grosero, aunque le hubiera encantado perder de vista al mal dispuesto teniente.

Granby podía ser maleducado, pero Laurence no albergaba la intención de caer en la misma conducta.

Cruzaron el comedor de camino. Martin, sin cesar su parloteo, le contó que los capitanes y los tenientes cenaban en la mesa redonda más pequeña mientras que los guardiadragones y los alféreces lo hacían en otra mayor de forma rectangular.

—Gracias a Dios, los cadetes entran y comen antes, ya que el resto nos moriríamos de hambre si tuviéramos que oírles berrear durante toda la comida. El personal de tierra cena después —concluyó.

—¿Nunca hacen las comidas por separado? —preguntó Laurence.

Un comedor común resultaba bastante extraño para los oficiales. Pensó con nostalgia que iba a echar de menos invitar a los amigos a su mesa. Había sido uno de sus mayores placeres, y más aún desde que ganaba suficiente dinero con las capturas de naves y podía permitírselo.

—Se envía una bandeja a quien enferma, por supuesto —respondió Martin—. ¿Tiene apetito? Supongo que no ha comido. Eh, Tolly —gritó. Un sirviente que cruzaba la habitación llevando un montón de manteles se volvió para mirarlos. Enarcó una ceja—. Este es el capitán Laurence. Acaba de aterrizar. ¿Puedes conseguirle algo o ha de esperar hasta la cena?

—No, no, gracias. No tengo hambre. Hablaba por pura curiosidad —dijo Laurence.

—Oh, no es problema —dijo el hombre respondiéndole directamente—. Me atrevería a decir que uno de los cocineros puede cortar un par de rebanadas y servirle algunas patatas. Le preguntaré a Nan. Está en la habitación de la torre del piso tercero, ¿verdad?

Saludó con la cabeza y continuó su camino sin esperar siquiera una respuesta.

—¡Listo! Tolly cuidará de usted —aseguró Martin, evidentemente sin tener la menor conciencia de haber hecho nada fuera de lo normal—. Es el mejor de todos. Jenkins nunca está dispuesto a hacer un favor y Marvell lo hubiera hecho, pero se habría estado quejando tanto tiempo que desearíais no habérselo pedido.

—Imagino que será difícil encontrar criados a quienes no les asusten los dragones —aventuró Laurence.

Empezaba a amoldarse al estilo informal que tenían los aviadores de dirigirse unos a otros, pero descubrir un grado de confraternización tan similar con un sirviente le había desconcertado de nuevo.

—Oh, no. Todos han nacido y crecido en los pueblos de los alrededores, por lo que están acostumbrados a los dragones y a nosotros —explicó Martin mientras cruzaban el gran salón—. Supongo que Tolly lleva trabajando aquí desde que era un crío. No se inmutaría delante de un Cobre Regio enrabietado.

Una puerta de metal cerraba la escalera que descendía hacia los baños; una ráfaga de aire caliente y húmedo salió y se convirtió en vapor en el frío moderado del pasillo cuando Granby la abrió de un tirón. Laurence siguió a los otros por la angosta escalera de caracol. Después de cuatro vueltas, desembocó abruptamente en una gran habitación con pocos muebles y baldas de piedra que sobresalían de las paredes en las que había pinturas desvaídas y desconchadas en algunas partes, evidentes reliquias de la época romana. En un costado había montones de mantas de lino; en el de enfrente, unos cuantos montones de ropas desechadas.

—Deje sus cosas en las baldas —animó Martin—. Los baños son un circuito, por lo que volveremos aquí al salir.

El y Granby ya se estaban quitando la ropa.

—¿Tenemos tiempo para bañarnos ahora? —preguntó Laurence un poco receloso.

Martin se detuvo en su intento de quitarse las botas.

—Esto sólo era un paseo, ¿no, Granby? No es como si hubiera necesidad de apresurarse. La cena no se va a servir hasta dentro de unas horas.

—A menos que tenga algo urgente que atender —dijo Granby a Laurence de forma tan poco cortés que Martin los miró sorprendido, como si acabara de darse cuenta en ese momento de la tensión existente entre ellos.

Laurence frunció los labios y se tragó unas duras palabras. No podía controlar a todos los aviadores hostiles a un miembro de la Armada, y en cierto modo comprendía el resentimiento. Tendría que salir adelante igual que si fuera un guardiadragón recién llegado a bordo.

—No, en absoluto —fue todo lo que dijo.

Laurence los imitó, salvo que dispuso las ropas con más cuidado en dos ordenados montones y depositó la chaqueta encima de ambos en lugar de arrugarla al doblarla, aunque no estaba muy seguro de por qué se tenían que desnudar para recorrer los baños.

Luego, salieron de la sala hacia la izquierda por un pasillo al término del cual cruzaron otra puerta metálica. Vio que servía para desvestirse en cuanto la traspasaron. La habitación siguiente estaba tan llena de vapor que apenas podía ver a más de un brazo de distancia, y nada más entrar empezó a chorrear. La chaqueta y las botas se hubieran estropeado y todo lo demás se hubiera empapado de haber entrado vestido. El efecto del vapor sobre la piel desnuda era muy agradable, le faltaba poco para quemar, y los músculos se relajaban después del largo viaje de una forma muy confortable.

La estancia estaba enlosada, con bancos que salían de la pared a intervalos regulares. Había unos pocos hombres más tumbados en medio del vapor. Granby y Martin saludaron a un par con sendos asentimientos de cabeza mientras se dirigían a la estancia oscura del fondo. Era una sala más calurosa, pero se trataba de un calor seco, y una piscina recorría la práctica totalidad de su extensión.

—Ahora estamos debajo del patio —dijo Martin a la vez que señalaba con el dedo— y por este motivo la Fuerza Aérea posee este lugar.