Entonces, se acordó del adiestramiento y se incorporó con urgencia. Se había dormido con la camisa y los pantalones de montar puestos, pero por fortuna tenía una muda de cada, y su chaqueta estaba razonablemente limpia. Tenía que acordarse de encontrar un sastre en la zona al que le pudiera encargar otra. Se debatió un poco al ponérselas sin ayuda de un criado, pero se las arregló y se sintió presentable cuando descendió al fin.
La mesa de oficiales de alto rango estaba casi vacía. Granby no se encontraba allí, pero notó el efecto de su presencia en las miradas de soslayo de dos jóvenes que se sentaban juntos en la esquina desocupada de la mesa. Casi en un extremo de la habitación, un hombretón rechoncho de rostro rubicundo, sin chaqueta, comía a buen ritmo un plato lleno de huevos, morcilla y tocino. Laurence, con aire de inseguridad, miró a su alrededor en busca de un aparador.
—Buenos días, capitán. ¿Café o té? —preguntó Tolly, que estaba pegado a él, sosteniendo una tetera y una cafetera a la altura de su codo.
—Café, gracias —contestó Laurence con gratitud. Vació la taza y la extendió para que le sirviera más sin darle tiempo a que se alejara—. ¿Nos servimos nosotros mismos? —le preguntó.
—No. Ahí viene Lacey con huevos y tocino para usted. Si le apetece algo más, sólo tiene que pedirlo —respondió Tolly, que siguió su camino.
La sirvienta llevaba un grueso vestido hilado a mano. Dijo «buenos días», y a Laurence le pareció tan agradable ver un rostro amistoso que se descubrió devolviendo el saludo. Llevaba un plato tan caliente que humeaba, y no le importaron nada las convenciones sociales en cuanto probó el espléndido tocino, curado de una forma inusual y muy sabroso. Las yemas de los huevos eran de un naranja casi resplandeciente. Comió a toda prisa, con un ojo puesto en las áreas del suelo iluminadas por los haces de luz que penetraban por las altas ventanas.
—No se vaya a atragantar —dijo el hombre regordete, que le miró de arriba abajo—. Tolly, más té —bramó. Su voz era tan potente como para hacerse oír en medio de una tormenta—. ¿Es usted Laurence? —quiso saber mientras volvían a llenarle la taza.
El interpelado terminó de tragar y contestó:
—Sí, señor, pero usted me lleva ventaja…
—Me llamo Berkley —dijo el otro—. Escuche un momento, ¿qué clase de tonterías le está metiendo a su dragón en la cabeza? Mi Maximus ha estado rezongando toda la mañana algo de que quería bañarse y de que le quitara el arnés. Todo estupideces…
—No lo veo de ese modo, señor. Para mí, eso es preocuparme por la comodidad de mi dragón —contestó Laurence en voz baja, sujetando con fuerza los cubiertos.
Berkley le devolvió una mirada iracunda.
—¡Anda! Maldita sea, ¿sugiere que desatiendo a Maximus? Nadie ha lavado jamás a los dragones. No les importa ir un poco sucios, para eso tienen esa piel…
Laurence contuvo el genio y la lengua. Sin embargo, había perdido el apetito, por lo que depositó en la mesa cuchillo y tenedor.
—Evidentemente, su dragón está en desacuerdo. ¿Se considera usted mejor juez que él para determinar lo que le desagrada?
Berkley le puso cara de pocos amigos y luego soltó una risotada.
—Bueno, es usted un verdadero escupefuegos, no cabe duda. ¡Y yo que pensaba que los tipos de la Armada eran todos tan estirados y prudentes! —Vació la taza de té y se levantó de la mesa—. Le veré más tarde. Celeritas quiere evaluar cómo vuelan juntos Maximus y Temerario.
Saludó con un asentimiento, al parecer con sincera simpatía, y se marchó.
Laurence se quedó un poco perplejo ante aquel cambio de humor tan brusco. Entonces, se dio cuenta de que se iba a retrasar y no quiso dedicar más tiempo al incidente. Temerario le aguardaba con impaciencia. Laurence pagó entonces el precio de su virtud al tener que ponerle de nuevo el arnés, y estuvo a punto de llegar con retraso al patio a pesar de la ayuda de dos miembros del personal de tierra a los que hizo acudir.
Celeritas aún no había llegado al patio cuando ellos aterrizaron, pero poco después de su entrada, Laurence vio emerger al dragón de las aberturas talladas en la pared del risco. Evidentemente, aquéllos eran aposentos privados, tal vez para los dragones de más edad o mayor reputación. Celeritas desplegó las alas y sobrevoló el patio para aterrizar limpiamente sobre las patas traseras. Examinó a Temerario con gesto pensativo.
—Mmm. Sí, excelente capacidad torácica. Aspira, por favor. Sí, sí. —Se apoyó sobre las cuatro patas—. Vamos a ver… Déjame echarte un vistazo. Da dos vueltas completas al valle, la primera vuelta en horizontal y la segunda en vuelo invertido. Ve a un ritmo cómodo. Pretendo evaluar tu forma de volar, no tu velocidad.
Le empujó con la cabeza con suavidad y Temerario saltó hacia atrás para subir a lo alto rápidamente.
—Con cuidado —gritó Laurence a la vez que daba un tirón a las riendas para recordárselo. Temerario voló a un ritmo más moderado a regañadientes. Planeó con facilidad para hacer los giros y luego los rizos. Celeritas lo llamó cuando regresaban de dar la segunda vuelta—. Ahora hazlo de nuevo, pero deprisa.
Laurence se pegó al cuello de Temerario cuando empezó a batir las alas a un ritmo frenético. Al pasar, el viento le silbó en los oídos con fuerza. Iba más rápido de lo que habían volado jamás, y resultaba estimulante. No pudo evitar proferir un pequeño chillido al oído del dragón cuando entraron en la curva a toda velocidad.
Se dirigieron de regreso al patio una vez completada la segunda vuelta. La respiración de Temerario apenas se había acelerado, pero un bramido estruendoso y repentino llegó de lo alto, y una enorme sombra negra les cayó encima cuando habían cruzado la mitad del valle. Laurence alzó la vista alarmado y vio a Maximus lanzándose en picado hacia su trayectoria de tal modo que creyó que les iba a embestir. Temerario se tensó y se detuvo bruscamente para mantenerse suspendido en el aire. Maximus pasó volando cerca de ellos para remontar el vuelo otra vez cuando estaba rozando el suelo.
—¿Qué diablos pretendía con eso, Berkley? —rugió Laurence con toda la fuerza de sus pulmones mientras se alzaba sobre el arnés. Estaba hecho un basilisco y agitaba las manos con que sujetaba las riendas—. Señor, va a explicarse ahora mismo o…
—¡Dios mío! ¿Cómo ha hecho eso? —le contestó Berkley con total normalidad, aunque a Laurence no le parecía haber hecho nada fuera de lo corriente. Maximus seguía volando con calma de vuelta al patio—. Celeritas, ¿has visto eso?
—Sí. Haz el favor de venir y aterrizar, Temerario —dijo Celeritas, llamándole desde el patio—. Se le han echado encima cumpliendo órdenes, capitán. No se sulfure —le explicó a Laurence en cuanto Temerario aterrizó limpiamente en el borde—. Es de vital importancia verificar la reacción natural de un dragón cuando se le sorprende desde arriba, desde donde no podemos ver. A menudo, es un instinto que no se puede superar con ningún tipo de entrenamiento.
Laurence seguía aún bastante agitado, al igual que Temerario, quien le dijo a Celeritas con tono de reproche:
—Ha sido muy desagradable.
—Sí, lo sé. También me lo hicieron a mí cuando comencé a entrenar —intervino Maximus con tono jovial, sin señal de arrepentirse—. ¿Cómo has conseguido quedarte suspendido en el aire de esa manera?
—Ni lo he pensado —respondió Temerario, que se había aplacado un poco—. Supongo que me limité a batir las alas de otro modo.
Laurence acarició el cuello de su dragón para confortarlo mientras Celeritas examinaba de cerca la articulación de sus alas.
—Había asumido que se trataba de una habilidad normal, señor. Entonces, ¿es algo inhabitual? —preguntó Laurence.