—Sí, señor, la cadete Emily Roland a su servicio. —Se volvió hacia sus compañeros, ignorando de ese modo alegremente la sorpresa del rostro de Laurence—. Y éstos son Andrew Morgan y Peter Dyer. Todos llevamos tres años aquí.
—Sí, es cierto. A todos nos gustaría ayudar —afirmó Morgan.
Dyer, de menor edad que los otros dos y con ojos redondeados, se limitó a asentir.
—Muy bien —consiguió decir Laurence mientras lanzaba una mirada furtiva a la chica, que llevaba cortado el pelo estilo tazón, igual que el de los chicos; era baja y tenía una constitución robusta; su voz apenas era más aguda que las de los otros, por lo que su equivocación era lógica.
Ahora que disponía de un momento para meditarlo, tenía todo el sentido del mundo. La Fuerza Aérea entrenaría a unas cuantas chicas, por supuesto, en previsión de necesitarlas cuando los Largarios salieran del cascarón, y probablemente la capitana Harcourt era el fruto de aquel adiestramiento, pero no pudo evitar preguntarse qué clase de padres entregarían a una niña a la tierna edad de diez años a los rigores del servicio.
Salieron al patio, donde se encontraron con una escena de estruendosa actividad. Una gran confusión de alas y voces de dragón llenaban el aire. La mayoría, si no todos los dragones, acababa de llegar de alimentarse y en ese momento eran atendidos por su personal, muy ocupado limpiando los arneses. A pesar de las palabras de Rankin, Laurence apenas vio un dragón al que su capitán no estuviera acariciando la cabeza o habiéndole. Evidentemente, aquél era el interludio habitual que los dragones y sus cuidadores tenían de asueto.
No vio a Temerario al primer golpe de vista. Después de buscarlo en el atestado patio durante unos segundos, comprendió que se había tumbado fuera de los muros, probablemente con el fin de evitar el ajetreo y el estrépito. Antes de salir en su busca, Laurence enseñó Levitas a los cadetes. El pequeño dragón se había aovillado solo dentro de los muros del patio y contemplaba al resto de los dragones con sus oficiales. Aún llevaba arnés, pero éste tenía mucho mejor aspecto que el día anterior. Parecía que le habían sacado la mugre y lo habían frotado con aceite para que fuera más fino y flexible, y los aros metálicos de las cinchas estaban brillantemente pulidos.
Laurence intuyó que los aros tenían el propósito de ofrecer a los mosquetones un lugar al que engancharse. Aunque Levitas era pequeño en comparación con Temerario, seguía siendo una criatura enorme y Laurence estimó que podría soportar fácilmente el peso de los tres cadetes para el corto trayecto. Al dragón, impaciente y feliz por la atención recibida, los ojos le relucieron cuando Laurence formuló la sugerencia.
—Oh, sí, os puedo llevar sin problema —dijo mientras miraba a los tres cadetes, que le devolvieron la mirada con no menos entusiasmo.
Los tres se encaramaron con la agilidad de las ardillas y cada uno se sujetó de dos aros separados con un movimiento obviamente bien estudiado.
Laurence dio unos tirones a las correas para comprobarlas. Parecían bastante seguras.
—Muy bien, Levitas. Llévalos a la orilla. Temerario y yo nos reuniremos contigo enseguida —dijo a la vez que palmeaba la ijada del dragón.
Una vez que se alejaron, Laurence zigzagueó entre los demás dragones y se abrió camino hacia la puerta. Se detuvo en cuanto vio a Temerario; aunque costaba creerlo, el dragón tenía aspecto alicaído y guardaba una notoria diferencia con la actitud feliz que tenía al finalizar el trabajo de la mañana. Laurence acudió rápido a su lado:
—¿No te sientes bien? —le preguntó mientras examinaba las quijadas. El dragón estaba manchado de sangre y con restos de comida como siempre, parecía haber comido bien—. ¿Te ha sentado mal la cena?
—No, me encuentro perfectamente —respondió Temerario—. Es sólo que… Laurence, soy un dragón de verdad, ¿no?
Laurence le clavó los ojos. La nota de incertidumbre en la voz de Temerario era totalmente nueva.
—Tan verdadero como cualquier otro dragón de este mundo. ¿Qué diablos te hace preguntarme eso? ¿Alguien te ha soltado alguna inconveniencia al respecto?
Le invadió una ola de cólera sólo con pensarlo. Los aviadores podrían mirarle con recelo y decirle lo que les apeteciera, pero no iba a tolerar que nadie hiciera comentarios sobre Temerario.
—Oh, no —contestó Temerario, pero habló de tal forma que le hizo dudar—. Nadie ha sido cruel conmigo, pero no han podido evitar darse cuenta todos, mientras estábamos comiendo, de que no me parezco mucho al resto. Los demás tienen una piel de colores más brillantes que los míos, y sus alas no tienen tantas nervaduras. Además, todos tienen esa especie de caballón a lo largo de sus espaldas mientras que la mía es plana, y tengo más garras en las patas. —Se volvió y se examinó mientras enumeraba las diferencias—. Por eso, me miran de forma un poco rara, pero todos se han mostrado correctos. Supongo que eso es porque soy un dragón chino, ¿no?
—Sí, cierto. Recuerda siempre que los chinos se cuentan entre los criadores más reputados del mundo —contestó Laurence con firmeza—. En todo caso, los demás deberían mirarte como su ideal, y no al revés. Te ruego que no dudes de ti ni por un momento. Limítate a tener en cuenta lo bien que Celeritas habló de tu vuelo esta mañana.
—Pero no arrojo fuego ni escupo ácido —repuso Temerario, tumbándose otra vez, aún con cierto aire de decepción—, y no soy tan grande como Maximus. —Permaneció en silencio durante un momento y luego agregó—: Él y Lily comieron primero, los demás tuvimos que esperar a que terminaran y entonces se nos permitió cazar en grupo.
Laurence torció el gesto. No se le había ocurrido que hubiera una jerarquía entre los propios dragones.
—Amigo, jamás ha habido un dragón de tu especie en Inglaterra, por lo que aún no se ha establecido tu valía —contestó en un intento de hallar una explicación que consolara al dragón—. Además, tal vez guarde alguna relación con el rango de los capitanes: debes recordar que tengo menos antigüedad que el resto.
—Eso es una estupidez. Eres mayor que ellos y cuentas con mucha experiencia —replicó Temerario, cuyo descontento quedó ahogado por la idea de que fuera un desaire hacia Laurence—. Tú has ganado batallas y la mayoría de ellos siguen entrenando.
—Sí, pero eso era en alta mar; las cosas son muy diferentes en el aire —le atajó Laurence—, aunque es muy cierto que la antigüedad y el rango no garantizan ni la sabiduría ni la educación. Te ruego que no lo tomes como algo personal. Estoy seguro de que recibirás el reconocimiento que mereces cuando llevemos uno o dos años de servicio, pero por el momento, ¿has comido bastante? De lo contrario, podemos regresar a la zona de alimentación.
—No, la comida no escaseaba —contestó el dragón—. Logré atrapar a todos los animales que me apetecieron, y los demás no se interpusieron en mi camino en modo alguno.
Se sumió en silencio, aún con el ánimo sombrío. Laurence le dijo:
—Venga, vamos a darte un baño.
El dragón se entusiasmó ante la perspectiva, y su ánimo mejoró de manera notable después de pasar casi una hora jugando con Levitas en el lago y dejar que los cadetes le frotaran. Después, se acurrucó felizmente junto a Laurence en el cálido patio donde se sentaron juntos a leer. En apariencia, el dragón estaba mucho más alegre, pero Laurence aún veía que el animal observaba la cadena de oro y joyas y la tocaba con la punta de la lengua, un gesto que empezaba a reconocer como un signo de querer obtener respuestas. Intentó introducir afecto en su voz al leer y le acarició la pata delantera sobre la que estaba cómodamente sentado.
Mantuvo el gesto preocupado cuando aquella misma noche, más tarde, entró en el club de oficiales, lo cual fue en parte una ayuda, ya que el momentáneo silencio reinante en la habitación al entrar le molestó bastante menos de lo que lo hubiera hecho de otro modo. Granby permanecía en pie junto al pianoforte cercano a la puerta. Se llevó la mano a la frente de forma harto elocuente al saludarle y dijo «señor» cuando Laurence entró.