Había en su voz una peculiar nota de insolencia a duras penas contenida. Laurence eligió responder como si el saludo hubiera sido sincero y contestó «señor Granby» de buenos modos, con un asentimiento que hizo extensivo a toda la sala, y continuó caminando todo lo rápido que la prisa podía justificar. Rankin leía un periódico sentado junto a una mesita en un rincón de la estancia, al fondo. Laurence se reunió con él y poco después ambos habían preparado el tablero de ajedrez que Rankin bajó de una balda.
El zumbido de la conversación ya se había reanudado. Laurence observó la habitación entre movimiento y movimiento de piezas hasta donde le era posible sin llamar la atención. Ahora que prestaba más interés, también aquí vio a unas cuantas mujeres oficiales diseminadas entre el gentío. Su presencia no parecía imponer compostura a la mayoría de los asistentes. La conversación, aunque de tono afable, no era del todo refinada, y las interrupciones hacían que fuese ruidosa y confusa.
No obstante, había un claro sentido de compañerismo por doquier y no pudo evitar sentir un poco el deseo de pertenecer al grupo, cuya exclusión se debía en parte a ellos y en parte a él mismo al considerar que no encajaba allí, lo que le produjo una sensación de soledad, pero la superó fácilmente casi de inmediato; un capitán de la Armada debía estar acostumbrado a una existencia solitaria y a menudo sin la camaradería que él tenía con Temerario. Ahora, también podía buscar la compañía de Rankin. Volvió a concentrar su atención en el tablero sin mirar de nuevo a los demás.
Tal vez Rankin estuviera algo desentrenado, pero no le faltaba habilidad, y estaban bastante parejos, porque aquel juego no era uno de los pasatiempos favoritos de Laurence. Mientras jugaban, Laurence mencionó a su compañero que le preocupaba Temerario. Rankin le escuchó con pena y dijo:
—Es realmente vergonzoso que no le hayan dado preferencia a él. Es como se comportan en estado salvaje. Las especies más letales exigen los primeros frutos de la caza y las más débiles ceden. Lo más probable es que deba hacerse valer ante los otros para que le muestren más respeto.
—¿Se refiere a que realice algún tipo de desafío? Seguramente, eso no sea una buena política —respondió Laurence, alarmado por la idea misma; había oído las viejas historias de dragones salvajes luchando entre ellos y matándose unos a otros en tales duelos—. ¿Dejar que peleen con desesperación animales de tanto valor por tal nimiedad?
—Casi nunca degenera en una pelea de verdad. Conocen las posibilidades del otro. Le prometo que en cuanto se sienta seguro de su fortaleza, ni lo tolerará ni encontrará gran resistencia —sentenció Rankin.
Laurence no podía confiar mucho en aquello. Estaba seguro de que no era la falta de valor lo que impedía a Temerario imponerse a los demás, sino una sensibilidad más delicada, la misma que, por desgracia, le permitía sentir la falta de aprobación de los demás dragones.
—Me gustaría encontrar algún otro medio para tranquilizarle —repuso Laurence con tristeza.
Veía que en lo sucesivo cada comida iba a ser fuente de nuevo descontento para Temerario; no se podía evitar, a menos que le alimentara a horarios diferentes, y esto sólo le haría sentirse más aislado de los demás.
—Bueno, regálele alguna chuchería y se calmará —dijo Rankin—. Resulta sorprendente cómo les devuelve el ánimo; siempre que mi animal se enfurruña, le entrego una bagatela e inmediatamente todo vuelve a ser dicha, igual que una amante temperamental.
Laurence no logró reprimir una sonrisa ante lo absurdo de la jocosa comparación; luego, ya hablando en serio, dijo:
—Da la casualidad de que me proponía traerle un collar como el de Celeritas, creo que le haría muy feliz; pero supongo que no hay sitio alguno por los alrededores donde se pueda encargar esa clase de artículos.
—En todo caso, le puedo ofrecer un remedio para eso. Voy a Edimburgo con regularidad debido a mis obligaciones como correo; allí hay varios joyeros excelentes, algunos de los cuales incluso disponen de objetos ya preparados para dragones, debido a la abundancia en el norte de bases que se hallan a un vuelo de distancia. Estaré encantado de llevarle allí si desea acompañarme —dijo Rankin—. Mi próximo vuelo será este sábado, y le puedo traer de vuelta perfectamente a la hora de la cena si partimos por la mañana.
—Gracias, se lo agradezco mucho —contestó Laurence, sorprendido y agradecido a un tiempo—. Presentaré una petición de permiso a Celeritas.
El dragón instructor torció el gesto ante la petición que le formuló a la mañana siguiente y se aproximó a mirarle de cerca.
—¿Desea ir con el capitán Rankin? Bueno, éste va a ser el último día libre que tenga en mucho tiempo, porque ha de estar presente, y lo estará, cada segundo de los vuelos de entrenamiento de Temerario.
Se había mostrado casi violento en su reacción. Su vehemencia sorprendió a Laurence.
—Le aseguro que no tengo ninguna objeción —dijo mientras se preguntaba con asombro si el director de prácticas creía que pretendía eludir sus deberes—. Sin duda, no lo imaginaba de otra forma. Soy perfectamente consciente de la urgencia del entrenamiento. Si mi ausencia va a causar alguna dificultad, le ruego que no vacile en rechazar la petición.
Cualquiera que fuera el origen de su inicial desaprobación, aquella afirmación aplacó a Celeritas.
—Da la casualidad de que el personal de tierra va a necesitar un día para ajustar el nuevo equipo a Temerario y estará listo aproximadamente para esa fecha —comentó con tono menos severo—. Supongo que podemos prescindir de usted siempre y cuando Temerario no se ponga muy melindroso en cuanto a que le enjaecen sin estar usted presente; entonces, podrá ir a esa última excursión.
Temerario le aseguró a Laurence que no le importaba, por lo que el plan se hizo firme y, a partir de ese momento, el aviador pasó la mayor parte de las pocas tardes que quedaban tomándole medidas del cuello y también al de Maximus, al suponer que las dimensiones actuales del Cobre Regio podrían ser una buena referencia para las que Temerario podría alcanzar en el futuro. Fingió ante éste que todo aquello era para el arnés, porque quería que el regalo fuera una sorpresa y que al verlo se le pasara parte de aquella callada aflicción que aún perduraba, apagando el buen humor que solía tener.
Rankin miraba divertido los apuntes y dibujos de Laurence. Los dos tenían por costumbre jugar juntos al ajedrez por las noches y sentarse juntos durante las comidas. Por ahora, Laurence mantenía poca conversación con los demás aviadores. Lo lamentaba, pero veía poco sentido a intentarlo, ya que se sentía cómodo con su situación actual y, por otro lado, carecía de cualquier tipo de invitación. Le resultaba claro que Rankin estaba tan excluido de la vida social de los aviadores como él, quizás a causa de la elegancia de sus modales, y si ambos eran igual que dos parias por el mismo motivo, al menos podrían tener el placer de la compañía mutua como compensación.
Él y Berkley se encontraban durante el desayuno y en los entrenamientos todos los días. Siguió considerando al otro capitán un aviador astuto y un estratega del aire, pero permanecía en silencio tanto en la comida como en presencia de compañía. Laurence tampoco estaba seguro de desear alcanzar cierta intimidad con aquel hombre o de si un gesto en esa dirección sería bienvenido, por lo que se contentaba con ser educado y discutir de asuntos técnicos. Por ahora, se conocían de unos pocos días, sobraría el tiempo para tomarle mejor la medida al carácter de ese hombre.