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Al día siguiente, Laurence salió hacia el patio a primera hora de la mañana para despedirse de Temerario antes de partir con Rankin. Se detuvo en seco al salir del vestíbulo. Un pequeño grupo del personal de tierra le ponía a Levitas el equipo. Rankin leía un periódico delante de él sin prestar apenas atención al proceso.

—Hola, Laurence —le saludó el pequeño dragón con júbilo—. Mira, éste es mi capitán. ¡Ha venido! Hoy volamos a Edimburgo.

—¿Ha hablado con él? —le preguntó Rankin al tiempo que alzaba la vista—. Veo que no exageraba, que disfruta en verdad de la compañía de los dragones. Espero que no acabe aburriéndose —continuó, dirigiéndose a Levitas—. Hoy me vas a llevar a mí y al capitán Laurence. Debes esforzarte por demostrarle lo veloz que eres.

—Lo haré, lo prometo —respondió enseguida el dragón, subiendo y bajando la cabeza con ansiedad.

Laurence dio una respuesta cortés y se encaminó a toda prisa hacia Temerario para ocultar su malestar. No sabía qué hacer. No había ninguna forma posible de evitar el viaje sin mostrarse verdaderamente insultante, pero se sentía casi enfermo. Durante los últimos días había comprobado en suficientes ocasiones la tristeza y desatención de Levitas. El pequeño dragón esperaba con ansiedad a un cuidador que no aparecía, y si él o el arnés había gozado de algo más que una limpieza por encima se debía a que Laurence había animado a los cadetes a verle y le había pedido a Hollín que continuara ocupándose del arnés. Descubrir que Rankin era el único responsable de semejante negligencia era decepcionantemente amargo; ver a Levitas pagar la mínima y fría atención de su jinete con tal servilismo y gratitud, penoso.

Al darse cuenta de la negligencia con que se ocupaba de su dragón, los comentarios de Rankin sobre los dragones tomaban un cariz de desdén que a oídos de un aviador sólo podían resultar extraños y desagradables. Su aislamiento entre sus compañeros oficiales era también un indicativo del buen juicio de los cuidadores. Cuando se presentaban, todos los demás aviadores tenían el nombre de su dragón en la punta de la lengua. Sólo Rankin había considerado más importante el apellido de la familia, dejando que Laurence averiguara por accidente que Levitas le estaba asignado. Pero él no se había dado cuenta de nada, y ahora se encontraba con que, de la forma más insospechada, había fomentado la amistad de un hombre al que jamás podría respetar.

Dio unas palmadas a Temerario y le susurró unas palabras tranquilizadoras dedicadas casi todas a su propio consuelo.

—Laurence, ¿qué te pasa? —preguntó preocupado el dragón, interesándose amablemente—. No tienes buen aspecto.

—Me encuentro muy bien, te lo aseguro —contestó, haciendo un esfuerzo para parecer normal—. ¿Estás totalmente convencido de que no te importa que me vaya? —inquirió con una débil esperanza.

—En absoluto. Estarás de vuelta por la noche, ¿verdad? —preguntó Temerario—. Ahora que hemos terminado de leer a Duncan, esperaba que tal vez me leyeras algo más sobre matemáticas. Se me ocurrió que sería interesante que me explicaras cómo podías determinar la posición cuando navegabas solo durante mucho tiempo gracias a la hora y algunas ecuaciones.

Laurence, que había entendido a duras penas los conceptos básicos de la trigonometría, abandonaría encantado el tema de las matemáticas.

—¡Faltaría más! Si quieres… —contestó, procurando que no se le notara la consternación en la voz—, pero se me había ocurrido que tal vez disfrutarías leyendo algo sobre dragones chinos.

—Ah, sí, eso también sería estupendo. Podemos leer eso a continuación —dijo Temerario—. Es realmente maravilloso la cantidad de libros que hay, y sobre tantas materias.

Si daba al dragón algo en lo que pensar y le quitaba la pena, estaba dispuesto a llegar hasta donde se lo permitiera su deficiente latín y leerle la versión original de los Principia Mathematica; por ello, se limitó a suspirar en su fuero interno.

—De acuerdo, entonces te voy a dejar en manos de la tripulación de tierra. Ahora la veo llegar.

Hollin lideraba el grupo. El joven había reparado tan bien el arnés de Temerario y había atendido a Levitas con tan buena voluntad que Laurence había hablado de él a Celeritas y le había pedido que le asignaran como jefe de los asistentes en tierra de Temerario. Le complacía que se lo hubieran concedido, ya que aquel paso suponía un avance de cierto significado donde antes había habido cierta incertidumbre. Saludó al joven con un asentimiento y le preguntó:

—Señor Hollin, ¿sería tan amable de presentarme al resto de los hombres?

Después de que se presentaran todos, Laurence repitió en silencio sus nombres hasta memorizarlos. Cruzó con ellos sus miradas uno a uno de forma intencionada y luego dijo con voz firme:

—Estoy seguro de que Temerario no os va a causar ninguna dificultad, pero confío en que le consultéis a la hora de efectuar los ajustes. Temerario, te pido que no vaciles en informar a estos hombres si notas la menor molestia o limitación de movimientos.

El caso de Levitas le había demostrado la evidencia de que algunos miembros del personal de asistencia podían descuidar el equipo del dragón asignado si el capitán no estaba atento; de hecho, poco más se podía esperar. Aunque no temía una posible negligencia de Hollín, quería advertir al resto de los hombres que no iba a tolerar ningún tipo de descuido en lo que concernía a Temerario. Si esa severidad le granjeaba la reputación de ser un capitán duro, que así fuera. Tal vez lo era en comparación con otros aviadores. No iba a renunciar a lo que consideraba su deber en aras de que le apreciaran más.

Le llegó un murmullo de «Muy bien» y «Lo que usted diga» como respuesta. Se las arregló para ignorar las cejas enarcadas y el intercambio de miradas.

—En ese caso, adelante —dijo con un asentimiento final.

Se alejó para unirse a Rankin con no poca renuencia.

Había desaparecido todo el gozo del viaje. Resultó extremadamente desagradable mantenerse al margen mientras Rankin se dirigía a Levitas con brusquedad y le ordenaba que se agachara de forma muy incómoda para que ellos subieran a bordo. Laurence se encaramó lo más deprisa que pudo e hizo todo lo posible por sentarse donde su peso causara menos dificultad al dragón.

Al menos, el vuelo fue breve. Levitas era muy rápido y el suelo pasó a sus pies a un ritmo increíble. Se alegró de que la velocidad de crucero hiciera prácticamente imposible la conversación y se las arregló para dar respuestas breves a los pocos comentarios que Rankin se aventuró a gritar. Aterrizaron en menos de dos horas desde la salida en un gran puesto amurallado que se extendía a la vista del imponente castillo de Edimburgo.

—Quédate aquí en silencio. Que a mi vuelta no me entere de que has molestado al personal de la base —ordenó con acritud Rankin a Levitas después de desmontar. Ató las riendas del arnés a un poste, como si el dragón fuera un caballo al que hubiera que amarrar—. Comerás cuando regresemos a Loch Laggan.

—No deseo molestaros y puedo esperar a comer, pero tengo un poco de sed —dijo el dragón en voz baja—. He intentado volar lo más rápido posible —agregó.

—El viaje ha sido muy rápido, Levitas, y te lo agradezco. Te darán de beber, por supuesto —intervino Laurence; aquello era más de lo que podía soportar—. ¡Eh, ustedes! —llamó a los miembros del personal de tierra que haraganeaban al borde del claro, ninguno de los cuales se había movido cuando aterrizó Levitas—. Traigan un bebedero ahora mismo y échenle un vistazo al arnés ya que se acercan.

Los hombres le miraron sorprendidos, pero se pusieron a trabajar ante la dura mirada de Laurence. Rankin no puso objeción alguna, aunque mientras subían la escalinata de la base y se adentraban hacia las calles de la ciudad le dijo: