Se puso los tres arneses en el brazo y, por la cincha que recorría el lomo, trepó a la parte más ancha de los hombros. Granby y los dos guardiadragones seguían trabajando en las heridas de la ijada de Temerario. Le dedicaron una mirada confusa y Laurence comprendió que no veían la cercana cincha seccionada, oculta por la pata delantera de Temerario. En cualquier caso, no quedaba tiempo para pedirles ayuda; la cincha comenzaba a deshacerse muy deprisa.
No se podía acercar de forma normal. Sin duda, la cincha del lomo se rompería de inmediato si intentaba apoyar su peso en cualquiera de las anillas que pendían de ella. Moviéndose lo más deprisa que podía bajo el rugiente azote del viento, enganchó dos de los arneses con los mosquetones y luego hizo una lazada alrededor de la cincha.
—Temerario, muévete lo menos posible al volar —gritó.
Luego, colgando de los extremos de los arneses, abrió sus propios mosquetones y se encaramó cautelosamente hacia los hombros, sin otra seguridad que la fuerza con la que agarraba el cuero.
Granby le gritaba algo, pero el viento se llevó sus palabras sin que lograra distinguirlas. Laurence intentó mantener la vista fija en las correas. El suelo de debajo tenía el precioso verdor de comienzos de la primavera; aunque resultara extraño, era bucólico y estaba en silencio: volaban lo bastante bajo como para que viera las ovejas como puntitos blancos. Ahora tenía las correas al alcance de la mano. Con pulso tembloroso, abrochó el primer mosquetón abierto del tercer arnés en la anilla que había encima del corte y el segundo en la de debajo. Tensó las correas echando el cuerpo hacia atrás y apoyando en ellas su peso hasta donde se atrevía. Le dolían los brazos y temblaba como si fuera presa de una fiebre alta. Centímetro a centímetro, tensó el pequeño arnés hasta que al fin la separación entre los mosquetones tuvo el mismo tamaño que la zona cortada de la cincha y soportó buena parte de su peso. El cuero dejó de deshilacharse.
Alzó la vista y vio a Granby trepando lentamente en su dirección. Las anillas chasqueaban bajo su peso. La tensión no era un peligro tan inmediato ahora que había puesto el arnés en su sitio, por lo que Laurence no le hizo señales de que se alejara y se limitó a decir a voz en grito:
—Llame al señor Fellowes.
Después de hacer llamar al encargado del arnés, señaló el lugar a Granby, que abrió unos ojos como platos cuando cruzó la pata delantera y vio la cincha rota.
La deslumbrante luz del sol le dio de lleno en el rostro cuando Granby se volvió para hacer señales de petición de ayuda a los ventreros. Encima de ellos, Victoriatus daba bandazos mientras las alas le temblaban. Su pecho cayó pesadamente sobre la espalda de Temerario, que se tambaleó en el aire, con un hombro desequilibrado a causa del golpe. Laurence se estaba resbalando a lo largo de las cintas de los arneses unidos, ya que las palmas húmedas le impedían agarrarse bien. El mundo verde daba vueltas a sus pies y su presa sobre las correas empezaba a fallar al tener las manos cansadas y resbaladizas a causa del sudor.
—¡Laurence, aguanta! —gritó Temerario con la cabeza vuelta para mirarle.
Los músculos y las articulaciones de las alas empezaron a moverse mientras se preparaba para atrapar al aviador en el aire.
—No debes dejar caer al dragón —gritó Laurence aterrado. Temerario sólo le podía atrapar si dejaba caer a Victoriatus de su espalda y enviaba al Parnasiano a su muerte—. ¡No debes hacerlo, Temerario!
—¡Laurence! —gritó el dragón con las garras flexionadas, los ojos abiertos y afligidos y moviendo la cabeza de un lado a otro en señal de negación.
Laurence supo que no tenía intención de obedecer. Se afanó por sujetarse a las correas de cuero e intentó subir. No era sólo su vida la que estaba en juego si se caía, sino las del dragón herido y todos los tripulantes a bordo del mismo.
Granby apareció de pronto para sujetar el arnés de Laurence con ambas manos.
—Acóplese a mí —gritó.
Laurence vio de inmediato a qué se refería. Aferrándose todavía a los arneses unidos con una mano, cerró sus mosquetones sueltos a las anillas del arnés de Granby y luego se agarró a las correas que cruzaban el pecho de éste. Entonces, los guardiadragones los alcanzaron y enseguida numerosas manos firmes sujetaron y subieron a Laurence y Granby hasta el arnés principal. Sostuvieron a Laurence hasta un lugar donde pudo asegurar sus mosquetones a las anillas adecuadas.
Apenas era capaz de respirar aún, pero se apoderó de la bocina y gritó con urgencia.
—Todo está en orden.
Su voz apenas se oyó. Respiró hondo y volvió a intentarlo, esta vez con voz más clara:
—Estoy bien, Temerario. Sigue volando.
Los tensos músculos que había debajo de él se relajaron lentamente y el dragón volvió a aletear, recuperando un poco de la altura que habían perdido. Todo el proceso había durado alrededor de unos quince minutos, pero sentía un tembleque tal que parecía que había hecho frente a una galerna de tres días en cubierta, y el corazón le palpitaba desbocado a punto de salírsele del pecho.
Granby y los guardiadragones tampoco parecían mucho más serenos.
—Bien hecho, caballeros —les dijo Laurence en cuanto confió en que no se le iba a quebrar la voz—. Dejemos espacio para que trabaje el señor Fellowes. Señor Granby, haga el favor de enviar a alguien al capitán de Victoriatus para saber qué ayuda nos pueden prestar. Hemos de adoptar todas las precauciones posibles para evitar nuevos sustos.
Le miraron boquiabiertos durante unos instantes. Granby fue el primero en poner en orden las ideas y comenzó a dar órdenes. Para cuando Laurence, con suma cautela, se hubo abierto camino de vuelta a su puesto en la base del cuello de Temerario, los guardiadragones ya habían envuelto con vendas las garras de Victoriatus para evitar que volviera a herir al Imperial y Maximus apareció en lontananza, apresurándose a prestar su ayuda.
El resto del vuelo transcurrió sin acontecimientos dignos de mención, siempre y cuando se considerase normal el esfuerzo de llevar por el aire a un dragón casi inconsciente. Los cirujanos acudieron apresuradamente para examinar a Victoriatus y a Temerario en cuanto depositaron sano y salvo al primero en el suelo del patio. Para gran alivio de Laurence, los cortes resultaron ser en efecto de poca profundidad. Los limpiaron y examinaron para luego diagnosticarlos de poca gravedad y colocar encima unas gasas sueltas para impedir que se irritara la piel herida. Luego, dejaron libre a Temerario y a Laurence le dijeron que el dragón durmiera y comiese lo que quisiera durante una semana.
No era la mejor vía para conseguir unos pocos días de asueto, pero agradecieron infinitamente el respiro. De inmediato, Laurence llevó andando al animal a un claro despejado cercano a la base, sin querer forzarle a que hiciera otro vuelo en el aire. Aunque el claro se encontraba en la cima de la montaña, no estaba a demasiada altura, y lo cubría una capa de suave hierba verde. Estaba orientado al sur y lo bañaba el sol casi todo el día. Allí durmieron los dos desde aquella tarde hasta última hora del día siguiente. Laurence permaneció tendido sobre el lomo caliente de Temerario hasta que el hambre los despertó a ambos.
—Me siento mucho mejor. Estoy seguro de que puedo cazar casi con toda normalidad —dijo Temerario.
El aviador no quiso ni oír hablar de ello; en su lugar, anduvo de vuelta a los talleres y movilizó a toda la dotación de tierra. En muy poco tiempo, condujeron a un pequeño grupo de ganado desde el redil y lo sacrificaron. El dragón se comió hasta el último trozo de carne y luego se fue directamente a dormir de nuevo.
Con cierta inseguridad, Laurence le pidió a Hollín que hiciera que los criados le llevaran algo de comida. Se sentía muy incómodo por tener que pedirle al joven un favor personal, pero era reacio a dejar a Temerario solo. Hollín no se ofendió, pero volvió con el teniente Granby, Riggs y otro par de tenientes.