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—Señor Carver —dijo—, cuando esté listo…

El interpelado, extremadamente pálido, avanzó hacia la criatura con la mano extendida temblando de forma ostensible:

—Dragón bueno —empezó; las palabras parecían más una pregunta que una afirmación—. Dragón bonito.

El dragoncillo no le prestó la más mínima atención. Estaba ocupado examinándose y quitándose con sumo cuidado los restos del cascarón adheridos a la piel. Aunque no alcanzaba el tamaño de un perro grande, las cinco impresionantes uñas de cada garra medían más de dos centímetros de largo; Carver las miró con ansiedad y se detuvo a un brazo de distancia, donde continuó esperando en silencio. La criatura siguió ignorándolo, y al final, el oficial volvió la cabeza y lanzó una ansiosa mirada de súplica hacia donde se encontraban Laurence y el señor Pollitt.

—Quizá si volviera a hablarle… —apuntó el señor Pollitt de forma dubitativa.

—Inténtelo, por favor, señor Carver —le aconsejó Laurence.

El muchacho asintió, pero cuando se volvió, el dragón ya se le había adelantado, había bajado de un salto de la colchoneta y había pasado junto a él dando saltos. Carver se dio la vuelta con la mano aún extendida y una expresión de sorpresa que casi resultaba cómica mientras los demás oficiales, que se habían acercado entusiasmados por la rotura del cascarón, retrocedían alarmados.

—¡Permanezcan en sus puestos! —ordenó Laurence bruscamente—. Señor Riley, vigile la bodega.

Riley asintió y se colocó delante de la apertura para evitar que el pequeño dragón bajara, pero la criatura, en lugar de ir hacia allí, se giró para explorar la cubierta; al caminar, metía y sacaba una larga y estrecha lengua bífida con la que rozaba todo cuanto se hallaba a su alcance y miraba a su alrededor dando muestras evidentes de curiosidad y perspicacia. Continuó ignorando a Carver a pesar de los repetidos intentos de éste de llamar su atención, y mostraba el mismo desinterés por los demás oficiales. Aunque de vez en cuando se levantaba sobre las dos patas traseras para examinar más de cerca un rostro, se comportó igual que cuando examinaba una polea o el reloj de arena colgante: lo miraba con curiosidad, pero sin inmutarse.

A Laurence se le cayó el alma a los pies. A él precisamente no le podían culpar de que el joven dragón mostrase inclinación alguna por un oficial de la Marina sin adiestrar, pero era un verdadero revés haber permitido que, recién salido del cascarón, se asilvestrara un dragón tan poco común. Habían dispuesto todo en función de lo que todo el mundo sabía, fragmentos de los libros de Pollitt y los recuerdos difusos de una eclosión que éste había observado en una ocasión. Ahora, Laurence temía que se hubieran saltado algún paso esencial. Ciertamente, le resultaba anómalo que la criatura fuera capaz de hablar de inmediato, recién salida del huevo. No habían encontrado en los libros ninguna referencia que describiera una invitación específica ni una treta que lo indujera a hablar, pero sin duda le culparían, y se culparía, si se acababa descubriendo que había omitido algo.

El murmullo de las conversaciones aumentó cuando los oficiales y marineros sintieron que había pasado el gran momento. Pronto debería rendirse y pensar en confinar al animal para impedir que se fuera volando después de haberle dado de comer. El dragoncillo, que seguía explorando, se acercó hasta él y se sentó sobre los cuartos traseros para mirarlo de forma inquisitiva. Laurence bajó la vista sin disimular el pesar y la consternación.

El dragón parpadeó delante de él. Laurence se percató de que la criatura tenía los ojos de un profundo azul y las pupilas rasgadas. Entonces, el dragón le preguntó:

—¿Por qué ponéis mala cara?

Enseguida se hizo un silencio absoluto. A Laurence le resultó difícil no quedarse boquiabierto delante de la criatura. Carver, que hasta ese momento se había considerado indultado, permaneció anonadado detrás del animal y cruzó una mirada desesperada con Laurence, pero recuperó el coraje y se adelantó un paso, listo para dirigirse al dragón una vez más.

Laurence miró a la criatura y al chico lívido y asustado; luego, suspiró y dijo al dragón:

—Os pido perdón, ha sido sin querer. Me llamo Will Laurence, ¿y vos?

Ningún castigo hubiera logrado contener el murmullo de estupefacción que se levantó en cubierta. El pequeño dragón no pareció percatarse, la pregunta le dejó confuso durante unos momentos, y luego, con aire descontento, replicó:

—No tengo nombre.

Laurence había leído el suficiente número de libros de Pollitt como para saber qué debía responder.

—¿Os puedo dar uno? —le preguntó ceremoniosamente.

La criatura, que a juzgar por la voz era sin lugar a dudas un macho, volvió a examinar al marino, se entretuvo rascándose una zona en apariencia impecable de la espalda y luego repuso con poco convincente indiferencia:

—Si os place…

Laurence se quedó con la mente en blanco. No tenía la más mínima idea de cómo enjaezarlo —más allá de hacer cuanto estuviera en su mano y esperar a ver qué ocurría— ni cuál podría ser un nombre apropiado para un dragón. Después de un atroz momento de pánico, sin saber cómo, su mente relacionó dragones con naves y espetó:

—Temerario.

La elegancia con la que se movía el dragón le había recordado la botadura de un majestuoso acorazado que había visto muchos años atrás.

Se maldijo en silencio por no haber previsto aquella eventualidad, pero ya lo había soltado, y al menos era un nombre honorable. Después de todo, él era un hombre de la Armada y sólo valía para… En aquel momento interrumpió el hilo de sus pensamientos y contempló al joven dragón con creciente temor. Ya no pertenecía a la Armada, por supuesto; no con un dragón, y no podría desatar ese nudo en el momento en que la criatura aceptara el arnés.

El dragón, que obviamente no percibía ninguno de aquellos sentimientos, dijo:

—¿Temerario? Sí. Me llamo Temerario.

Asintió inclinando la cabeza con un extraño movimiento al final del largo cuello y dijo con mayor urgencia:

—Tengo hambre.

Si no lo refrenaban, el dragón recién nacido echaría a volar inmediatamente después de que le hubieran dado de comer. La criatura sólo sería controlable, y útil en batalla, si se la llegaba a persuadir de que aceptara de manera voluntaria que lo enjaezaran. Rabson seguía de pie, consternado, boquiabierto, sin acercarse con el arnés. Laurence tuvo que hacerle señas para que acudiera. Le sudaban las palmas de las manos, y el metal y el cuero se le resbalaban cuando Rabson se lo entregó. Lo sujetó con firmeza y, recordando en el último momento el nuevo nombre, dijo:

—Temerario, ¿serías tan amable de dejar que te pusiera esto? Luego, ya podremos irnos de la cubierta y traerte algo para comer.

El animal examinó el arnés que Laurence sostenía delante de él y sacó la fina lengua, con la que recorrió el equipo para reconocerlo.

—De acuerdo —dijo, y permaneció a la expectativa.

Laurence se arrodilló con resolución, sin pensar en nada más que su inmediata tarea, y abrochó con torpeza las correas y hebillas, pasándolas con cuidado sobre el cuerpo liso y caliente, procurando no obstaculizar las alas.

La cincha más amplia recorría la parte central del cuerpo, justo detrás de las patas delanteras, y se abrochaba debajo del vientre. Estaba cosida transversalmente a dos gruesas correas que corrían por las ijadas del dragón y el fornido pecho. Luego, daba la vuelta por debajo de los cuartos traseros y por debajo de la cola. Sobre las correas habían enhebrado varias lazadas pequeñas que se abrochaban alrededor de las piernas y la base del cuello y la cola para mantener fijo el arnés, y varias cintas más estrechas y finas lo sujetaban por el lomo.