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El aire de la mañana era tan claro y fresco que no se había levantado niebla: el cielo brillaba con nitidez y debajo de él las aguas se veían casi negras. Mientras entornaba los ojos para no deslumhrarse, sentía envidia de los alféreces y los guardiadragones, que se estaban untando polvo de galena negro bajo los ojos; como jefe de la vanguardia, él estaría al mando del pequeño grupo mientras siguieran separados de los demás, y era muy probable que al posarse en el buque insignia le ordenaran presentarse ante el almirante lord Gardner.

Gracias al buen tiempo, fue un vuelo agradable, aunque no del todo tranquilo. Una vez sobre mar abierto, las corrientes de aire variaban de forma impredecible y Temerario obedecía un instinto inconsciente que le llevaba a elevarse y dejarse caer para aprovechar las mejores rachas de viento. Después de una hora de patrulla, llegaron al punto donde debían separarse. La capitana Roland se despidió de ellos con la mano mientras Temerario viraba hacia el sur y adelantaba a Excidium. El sol estaba casi sobre sus cabezas y su luz rielaba sobre el océano.

—Laurence, ya veo los barcos delante de nosotros —dijo Temerario después de una media hora.

Laurence tomó el telescopio, pero tuvo que hacerse sombra con la mano y entrecerrar los ojos contra el sol para distinguir las velas sobre el agua.

—Bien divisado —respondió Laurence, y añadió—: Por favor, señor Turner, hágales la señal confidencial.

El alférez de señales empezó a levantar en orden las banderas que los identificarían como una patrulla inglesa. En su caso, gracias al aspecto inconfundible de Temerario, se trataba de una mera formalidad.

Los avistaron e identificaron poco después. La nave insignia británica disparó una elegante salva de nueve cañonazos, tal vez más de los que, en estricta justicia, le correspondían a Temerario, pues no era el jefe oficial de formación. Mas se debiera a un malentendido o a simple generosidad, a Laurence le complació aquel detalle, y ordenó a los fusileros que dispararan una salva de respuesta mientras planeaban sobre los barcos.

La flota ofrecía una vista impresionante. Las goletas surcaban las olas arremolinándose alrededor de la nave insignia para recoger el correo, mientras que los grandes barcos de guerra orzaban hacia el viento norte para mantener sus posiciones. Sus velas blancas se perfilaban brillantes sobre el agua y en cada palo mayor ondeaba una gallarda exhibición de colores. Laurence no resistió la tentación de asomarse sobre el hombro de Temerario, y se inclinó tanto que tensó las correas del mosquetón.

—Una señal del buque insignia, señor —dijo Turner, mientras se acercaban para que los otros pudieran leer las banderas—. Quieren que el capitán suba a bordo cuando nos posemos.

Laurence asintió. Esperaba aquello.

—Devuelva acuse de recibo, señor Turner. Señor Granby, creo que vamos a dar una pasada hacia el sur sobre el resto de la flota mientras hacen los preparativos.

La tripulación del Hibernia y del vecino Agincourt había empezado a botar las plataformas flotantes que luego atarían entre sí para formar una superficie de aterrizaje para los dragones. Una pequeña goleta se movía entre ellas, recogiendo las sogas de remolque. Laurence sabía por experiencia que aquella operación requería cierto tiempo y que no se iba a acelerar por el hecho de que los dragones sobrevolaran directamente la zona.

Una vez completada la pasada, volvieron para comprobar que las plataformas ya estaban listas.

—Que suban los hombres de abajo, señor Granby —ordenó Laurence.

Los tripulantes del pescante inferior se apresuraron a trepar al lomo de Temerario. Los pocos marineros que aún quedaban sobre la plataforma la despejaron cuando el dragón descendió, seguido de cerca por Nitidus y Dulcia. El armazón de madera se balanceó y su línea de flotación bajó al recibir el enorme peso de Temerario, pero las cuerdas aguantaron. Nitidus y Dulcia se posaron en las esquinas opuestas una vez que Temerario terminó de acomodarse, y Laurence desmontó de su lomo.

—Mensajeros, lleven el correo —ordenó, y él mismo tomó el sobre sellado que contenía los despachos enviados por el almirante Lenton al almirante Gardner.

Laurence trepó con facilidad hasta la cubierta de la goleta que le aguardaba, mientras los mensajeros Roland, Dyer y Morgan se apresuraban a entregar las sacas con el correo a los marineros que estiraban las manos sobre la borda. Laurence se dirigió a popa. Temerario se había repantigado sobre la plataforma para no desequilibrarla. Su cabeza descansaba sobre el borde de la tablazón, muy cerca de la goleta, para gran inquietud de los marineros.

—Volveré enseguida —le dijo Laurence—. Si necesitas algo, haz el favor de decírselo al teniente Granby.

—De acuerdo, aunque no creo que me haga falta nada. Estoy perfectamente —respondió Temerario ante las miradas perplejas de los tripulantes de la goleta, que aún se asombraron más cuando añadió—: Pero después me gustaría ir de pesca. He visto unos atunes enormes mientras veníamos.

La goleta era un barco elegante, de líneas afiladas. Le llevó hasta el Hibernia a un ritmo que, en otros tiempos, habría considerado el summum de la velocidad. Ahora, asomado sobre el bauprés y corriendo en las alas del viento, Laurence apenas notaba la brisa que soplaba en su rostro.

Habían tendido una guindola junto al costado del Hibernia, pero Laurence la desdeñó. Aún no había perdido su equilibrio de marino, y en cualquier caso escalar por la borda no representaba ninguna dificultad para él. El capitán Bedford estaba esperando para saludarle. Cuando Laurence saltó a bordo se quedó sorprendido, pues ambos habían servido juntos en el Goliath, en el Nilo.

—¡Dios santo, Laurence! No tenía ni idea de que estabas aquí, en el canal —le dijo, olvidándose de formalidades y recibiéndole con un efusivo apretón de manos—. ¿Así que ésa es tu bestia? —preguntó, mirando a Temerario, cuya mole no era mucho menor que la de un barco de setenta y cuatro cañones como el Agincourt, que asomaba por detrás del hombro de Bedford—. Tenía entendido que salió del huevo hace sólo seis meses.

Laurence no pudo evitar pavonearse. Esperaba que no se le notara mucho cuando respondió:

—Sí, ése es Temerario. Aún no tiene ocho meses, pero ya casi ha alcanzado su tamaño de adulto.

Se reprimió a duras penas para no alardear más. Estaba convencido de que no había nada más irritante que esos tipos que no dejaban de presumir de la belleza de sus amantes o la inteligencia de sus niños. En cualquier caso, Temerario no necesitaba alabanzas: a ningún observador le resultaba indiferente su figura elegante y distinguida.

—Oh, ya veo —dijo Bedford, contemplándole con gesto divertido. En ese momento, el teniente que había a su lado carraspeó. Bedford le miró de soslayo y después dijo—: Perdón. Me ha sorprendido tanto verle que le estoy entreteniendo aquí de pie, señor Laurence. Por favor, venga por aquí. Lord Gardner quiere verle.

El almirante lord Gardner llevaba poco tiempo al mando de las fuerzas del canal, un puesto que había ocupado tras el retiro de Cornwallis. La presión de suceder a un líder de tanto éxito en un cargo tan comprometido le estaba pasando factura. Unos años antes, Laurence había servido como teniente en la flota del canal. Aunque nunca los habían presentado formalmente, Laurence, que había visto al almirante en varias ocasiones, observó que había huellas de envejecimiento en su rostro.