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Ella enarcó una ceja.

—Si tengo que hacerlo, claro que sí —repuso—. ¿De qué se trata?

A Lenton no pareció molestarle aquella pregunta tan directa.

—Tenemos que pensar en enviar a Excidium a Cádiz en cuanto Lily empiece a volar bien —contestó—. No estoy dispuesto a dejar que el reino se pierda por no tener un dragón en el sitio apropiado. Aquí, con la ayuda de la flota del canal y las baterías costeras, podemos resistir las incursiones aéreas durante mucho tiempo. En cambio, no debemos permitir que la flota enemiga escape.

Si Lenton se decidía a alejar a Excidium y a su formación, su ausencia dejaría el canal vulnerable a los ataques aéreos. Pero si las flotas francesa y española escapaban de Cádiz, acudían al norte y se unían a las naves amarradas en Brest y Calais, la ventaja, aunque tan sólo durara un día, sería lo bastante avasalladora para que Napoleón se decidiese a embarcar su ejército de invasión.

Laurence no envidiaba la responsabilidad de Lenton. No sabía si las divisiones aéreas de Bonaparte estaban a medio camino de Cádiz por tierra o seguían aún en la frontera austríaca, por lo que su decisión sólo podía basarse en conjeturas. Aun así, tenía que tomarla, aunque fuese eligiendo no hacer nada, y era obvio que Lenton estaba dispuesto a arriesgarse.

Ahora era evidente el sentido de las órdenes que Temerario había recibido. El almirante quería tener a mano una segunda formación, aunque fuese pequeña, y hubiese recibido un entrenamiento incompleto. Laurence creía recordar que Auctoritas y Crescendium, del grupo de apoyo de Excidium, eran dragones de combate de peso medio. Quizá Lenton pretendía combinarlos con Temerario para convertirlos a los tres en una fuerza de choque con capacidad de maniobra.

—Tratar de superar en astucia a Bonaparte. La idea hace que se me hiele la sangre en las venas —dijo la capitana Roland, haciendo eco de los sentimientos de Laurence—. Pero estaremos listos para partir en cuanto usted lo ordene. Y mientras nos quede tiempo, haré maniobras de vuelo sin Auctor ni Cressy.

—Bien, póngase a ello —dijo Lenton, mientras subían las escaleras que llevaban al vestíbulo—. Ahora he de dejarles. Por desgracia, aún tengo que leer diez despachos más. Buenas noches, señores.

—Buenas noches, Lenton —dijo Roland, que se estiró y bostezó una vez se hubo ido el almirante—. Bueno, volar en formación puede ser mortalmente aburrido si no se introducen cambios de vez en cuando, del tipo que sean. ¿Qué le parece si cenamos algo?

Tomaron sopa y pan tostado, y también queso azul de Stilton con oporto, y después volvieron a la habitación de Roland para jugar al piquet. Tras unas cuantas manos y un rato de conversación superficial, ella, con la primera nota de timidez que Laurence había escuchado en su voz, le preguntó:

—Laurence, ¿me permite un atrevimiento?

Él se quedó mirándola de hito en hito, pues Roland nunca dudaba a la hora de tomar la iniciativa en cualquier materia.

—Desde luego —respondió, tratando de imaginar qué iba a pedirle Roland.

De pronto fue consciente de lo que les rodeaba: la cama grande y arrugada, a menos de diez pasos; el cuello abierto del camisón que ella se había puesto cuando entraron en la alcoba, después de quitarse la chaqueta y los calzones detrás de un biombo. Laurence bajó la vista hacia sus cartas. El rostro le ardía y las manos le temblaban un poco.

—Si tiene alguna reticencia, le ruego que me lo diga cuanto antes —añadió.

—No —se apresuró a responder Laurence—. Me encantará complacerla. Estoy seguro —añadió con retraso al darse cuenta de que ella aún no le había preguntado nada.

—Es muy amable —dijo ella. Su cara se iluminó con una sonrisa amplia, aunque algo torcida, pues la comisura derecha de su boca se levantaba más que la parte quemada que tenía a la izquierda. Después prosiguió—: Le agradecería que me dijera con total sinceridad qué opina del trabajo de Emily, y de su interés por esta forma de vida.

Laurence se concentró para no ruborizarse, pues se había imaginado lo que no era, mientras ella añadía:

—Ya sé que es una ruindad pedirle que me hable mal de ella, pero he comprobado más de una vez lo que sucede cuando se confía demasiado en la herencia familiar sin un entrenamiento adecuado. Si tiene algún motivo para dudar de que esté capacitada, le ruego que me lo diga ahora que aún queda tiempo para poner una solución.

Ahora su desazón era evidente. Al pensar en Rankin y el trato tan indigno que le daba a Levitas, Laurence se puso en el lugar de Roland. La empatia le ayudó a sobreponerse de la situación tan embarazosa en que él mismo se había metido.

—Le puedo jurar que hablaría con franqueza si apreciara señales de algo así. De hecho, jamás la habría elegido como mensajera si no me sintiera seguro de que es una muchacha de fiar y está consagrada a su deber. Sin duda, es joven, pero también prometedora.

Roland resopló, se retrepó en la silla y dejó caer las cartas, sin molestarse en fingir que les estaba prestando atención.

—Dios, cuánto me alivia oírle decir eso —dijo—. Yo también esperaba lo mismo, pero he descubierto que en este asunto no puedo confiar en mí misma —se rió, desahogada, y se levantó a buscar otra botella de vino en el escritorio.

Laurence le tendió el vaso para que se lo llenara.

—Por el éxito de Emily —brindó, y ambos bebieron.

Después, ella se acercó, le quitó el vaso de la mano y le besó. Ciertamente, Laurence se había equivocado de medio a medio: en este asunto, Roland no mostró la menor vacilación.

Capítulo 11

Laurence no pudo evitar una mueca al ver el descuido con el que Jane sacaba sus cosas del guardarropa y las arrojaba sobre la cama en un confuso montón.

—¿Puedo ayudarte? —le preguntó por fin, desesperado, al tiempo que se apoderaba de su equipaje—. No, te lo ruego, permíteme este atrevimiento. Mientras yo hago esto puedes estudiar el itinerario de vuelo —añadió.

—Gracias, Laurence, eres muy amable. —Ella lo dejó y se sentó con sus mapas—. Será un vuelo sencillo, espero —añadió mientras se dedicaba a garabatear cálculos y mover las piezas de madera con las que representaba las naves de transporte dispersas que proporcionarían a Excidium y a su formación lugares de descanso en su viaje a Cádiz—. Si el tiempo sigue igual, deberíamos llegar allí en menos de dos semanas.

La situación era apremiante, por lo que los dragones no iban a viajar a bordo de un solo transporte. El plan era volar de un transporte a otro, usando las corrientes y el viento para intentar vaticinar sus posiciones.

Laurence asintió con cierta gravedad. Sólo faltaba un día para octubre, y en aquella época del año lo más probable era que el tiempo cambiara. En tal caso, la capitana tendría que enfrentarse con una alternativa muy peligrosa: encontrar un transporte que bien podía haberse desviado de su curso, o buscar refugio tierra adentro, delante mismo de la artillería española. Eso, por supuesto, dando por sentado que una tormenta no rompiera la formación. A veces un ventarrón o un relámpago podían derribar a un dragón; si caía sobre un mar picado, era probable que se ahogara con toda la tripulación.

Pero no había alternativa. Lily se había recuperado con gran rapidez en las últimas semanas. De hecho, la víspera había guiado a la formación durante una patrulla completa y había aterrizado sin dolores ni rigidez. Lenton la había examinado, había intercambiado unas cuantas palabras con ella y con la capitana Harcourt, y después había acudido directamente a entregar a Jane las órdenes para ir a Cádiz. Laurence ya se lo esperaba, desde luego; pero no podía evitar sentirse preocupado tanto por los dragones que iban a partir como por los que iban a permanecer en la base.