—Ya está, esto servirá —dijo ella, y tras terminar con la carta de navegación soltó la pluma.
Laurence levantó la vista del equipaje, sorprendido. Se hallaba tan absorto en sus pensamientos que había estado empacando de forma mecánica, sin reparar en lo que hacía. Ahora se dio cuenta de que llevaba callado cerca de veinte minutos y de que tenía en las manos un corsé de Jane. Se apresuró a meterlo en la pequeña maleta, encima de las demás cosas que había guardado meticulosamente, y cerró la tapa.
La luz del sol empezaba a entrar por la ventana. El tiempo se les acababa.
—No estés tan serio, Laurence. He hecho el vuelo a Gibraltar una docena de veces —dijo Jane a la vez que le daba un sonoro beso—. Me temo que aquí lo vais a pasar peor. Cuando sepan que hemos partido intentarán jugaros alguna mala pasada.
—Confío plenamente en ti —dijo Laurence, tocando la campanilla para avisar a los sirvientes—. Sólo espero que no nos hayamos equivocado.
Era la peor crítica que se atrevería a hacerle a Lenton, sobre todo en un asunto en el que no podía ser imparcial. Con todo, tenía la sensación de que, aunque no tuviera un motivo personal para oponerse a que Excidium y su formación corrieran peligro, le habría seguido preocupando la falta de información sobre el enemigo.
Tres días antes, Volly había llegado con un informe plagado de malas noticias. Un puñado de dragones franceses había llegado a Cádiz. Bastaban para evitar que Mortiferus obligara a salir a la flota, pero no eran ni la décima parte de los dragones apostados a lo largo del Rin. Para mayor inquietud de Laurence, aunque todos los dragones ligeros y rápidos que no servían como mensajeros estaban siendo empleados en labores de exploración y espionaje, el mando inglés aún no había averiguado nada más sobre los preparativos de Bonaparte al otro lado del canal.
Caminó con Roland hasta el claro de Excidium y la vio embarcar. Era curioso, pero tenía la impresión de que debería sentir algo más. Habría preferido pegarse un tiro en la cabeza antes de permitir que Edith afrontara el peligro mientras él se quedaba atrás, y sin embargo era capaz de despedirse de Roland sin sentir más congoja que cuando le decía adiós a cualquier otro camarada. Ella, una vez embarcada su tripulación, le lanzó un beso amistoso desde el lomo de Excidium.
—Te veré dentro de pocos meses, estoy segura. O incluso antes, si conseguimos sacar a los franchutes del puerto —le dijo—. Que tengas vientos propicios, y no dejes que Emily se desmande.
Laurence la saludó con la mano.
—¡Buena suerte! —exclamó, y se quedó mirando cómo Excidium batía sus enormes alas y alzaba el vuelo.
Los demás dragones de la formación despegaron para unirse a él, hasta que todos se perdieron más allá de la vista hacia el sur.
Aunque seguían vigilando con cautela los cielos del canal, las primeras semanas después de la partida de Excidium fueron tranquilas y no se produjeron ataques aéreos. Según Lenton, los franceses creían que Excidium aún seguía en la base, lo que los hacía más reacios a emprender cualquier aventura.
—Cuanto más tiempo hagamos que lo crean, mejor —les confío a los capitanes en una reunión tras otra patrulla sin incidentes—. Aparte de que eso nos beneficia a nosotros, conviene que ignoren que hay otra formación acercándose a su preciosa flota de Cádiz.
Todos se sintieron muy aliviados al saber que Excidium había llegado a salvo, noticia que les trajo Volly casi dos semanas después de su partida.
—Cuando partí, ya habían entrado en acción —les dijo el capitán James a los demás capitanes al día siguiente, mientras tomaba un rápido desayuno antes de emprender el viaje de regreso—. Se pueden oír los alaridos de los españoles a kilómetros de distancia. Sus naves mercantes se desintegran bajo las llamas de un dragón tan rápido como cualquier barco de guerra, al igual que sus casas y sus tiendas. Creo que no tardarán en abrir fuego contra los franceses si Villeneuve no aparece pronto, sean aliados o no.
El ambiente se relajó tras estas noticias alentadoras. Lenton acortó un poco las patrullas y les concedió unas horas de asueto: un descanso bien acogido por unos hombres que llevaban tiempo trabajando a un ritmo frenético. Los más dinámicos fueron a la ciudad, pero la mayoría aprovechó para dormir un poco, al igual que hicieron sus exhaustos dragones.
Laurence aprovechó la ocasión para disfrutar con Temerario de una velada tranquila. Se quedaron levantados juntos hasta bien entrada la noche, leyendo a la luz de las linternas. Laurence se quedó adormilado y se despertó poco después de que saliera la luna. La cabeza de Temerario se recortaba oscura sobre el cielo iluminado, con una mirada inquisitiva hacia el norte del claro.
—¿Pasa algo? —preguntó Laurence.
Al enderezarse en el asiento, pudo escuchar débilmente un sonido extraño y agudo.
Pero mientras ambos prestaban atención para escucharlo, se interrumpió.
—Laurence, creo que es Lily —dijo Temerario, poniendo el cuello rígido.
Laurence bajó al suelo al instante.
—Quédate aquí. Volveré lo más rápido que pueda —dijo, y Temerario asintió sin apartar la mirada.
Los senderos que recorrían la base estaban desiertos y sin iluminar. La formación de Excidium había partido, todos los dragones ligeros estaban fuera en misiones de exploración, y la noche era tan fría que hasta los asistentes más dedicados a su trabajo se habían retirado a los barracones. El suelo se había congelado tres días antes y estaba tan duro y compacto que los tacones de Laurence resonaban como un tambor hueco al caminar.
No había nadie en el claro de Lily. Se oía a lo lejos un tenue murmullo que provenía de los barracones; Laurence alcanzó a vislumbrar entre los árboles la luz de sus ventanas. No había nadie junto a los edificios. La propia Lily estaba agazapada e inmóvil. Los ojos de la dragona, amarillos y rodeados por un borde rojo, permanecían abiertos mientras clavaba las garras silenciosamente en el suelo. Laurence oyó voces que cuchicheaban, y también el gemido de alguien que lloraba. Se preguntó si estaba violando la intimidad de alguien, pero la zozobra de Lily era tan evidente que se decidió a entrar en el claro, mientras llamaba en voz alta:
—¿Harcourt? ¿Está usted ahí?
—No siga —le llegó la voz de Choiseul, baja y áspera.
Laurence rodeó la cabeza de Lily y una terrible sorpresa le hizo quedarse clavado en el sitio. Choiseul tenía agarrada a Harcourt por el brazo, y en su rostro se leía un gesto de absoluta desesperación.
—No haga ruido, Laurence —le advirtió. Sostenía una espada en la mano. Detrás de él, Laurence pudo ver a un joven guardiadragón tendido en el suelo, con manchas de sangre oscura que empezaban a extenderse por la parte posterior de su chaqueta—. No haga el menor ruido.
—Dios santo, ¿se puede saber qué pretende? —dijo Laurence—. Harcourt, ¿está bien?
—Ha matado a Wilpoys —dijo ella con voz confusa, tambaleándose en el sitio. Cuando la luz de la antorcha le iluminó el rostro, Laurence vio que tenía una contusión que le cubría media frente y empezaba ya a amoratarse—. No se preocupe por mí, Laurence. Tiene que buscar ayuda: ¡quiere hacerle daño a Lily!
—No, nunca, nunca —dijo Choiseul—. No pretendo hacerle daño ni a ella ni a ti, Catherine, lo juro. Pero si usted se interpone, Laurence, no respondo de mis actos. No haga nada.
Choiseul levantó la espada. En su filo, no muy lejos del cuello de Harcourt, brillaba la sangre. Lily volvió a emitir aquel sonido tenue y fantasmal, un gemido agudo que rechinaba en los oídos. Choiseul estaba pálido, su rostro adquiría un tinte verdoso a la luz y parecía lo bastante desesperado para hacer cualquier cosa. Laurence se quedó donde estaba, esperando a que llegara su oportunidad.
Choiseul le miró en silencio durante un rato, hasta que se convenció de que Laurence no pretendía irse. Después dijo: