—Ya veo lo que piensa de mí —añadió Choiseul, percibiendo el gesto de disgusto de Laurence—. Está en su derecho, pero debe saber que no tenía más alternativa.
Hasta entonces Laurence se había limitado estrictamente a hacer preguntas, pero aquel patético intento de excusarse hizo que la sangre le hirviera en las venas. Sin poder reprimir su desprecio, dijo:
—Podía elegir ser honrado. Podía elegir cumplir con su deber en el puesto que tanto nos suplicó.
Choiseul soltó una carcajada en la que no había rastro de alegría.
—Tiene razón. Pero ¿qué ocurrirá en navidades cuando Bonaparte entre en Londres? No hace falta que me mire de esa manera. Estoy convencido de que va a ocurrir como le digo, pero le aseguro que, si hubiese creído que alguno de mis actos podía evitarlo, habría obrado en consecuencia.
—En lugar de eso, se ha convertido usted en traidor por partida doble y ha ayudado a Bonaparte, mientras que su primera traición podría haber tenido excusa si se hubiese mantenido fiel a sus propios principios —dijo Laurence.
La certeza de Choiseul sobre lo que iba a ocurrir le había llenado de inquietud, aunque se guardó mucho de permitir que se le notara.
—Ah, los principios —dijo Choiseul. Su jactancia le había abandonado, y ahora sólo parecía resignado y exhausto—. Francia no está tan corta de bestias como ustedes, y Bonaparte ya ha ejecutado a varios dragones por traición. ¿Qué importan los principios cuando la sombra de la guillotina se cierne sobre Praecursoris? ¿Dónde podía llevarlo? ¿A Rusia? El me sobrevivirá dos siglos, y ya sabe usted cómo tratan allí a los dragones. En cuanto a volar con él a América, me resultaba prácticamente imposible sin un barco de transporte. Mi única esperanza era el perdón, y Bonaparte me lo ofreció, aunque a cambio de un precio.
—Se refiere a Lily —atajó Laurence, con voz fría.
Para su sorpresa, Choiseul negó con la cabeza.
—No, su precio no era el dragón de Catherine, sino el de usted. —Ante el gesto inexpresivo de Laurence, añadió—: El trono imperial mandó a Bonaparte aquel huevo chino como presente. Él me envió para que lo recuperara. No sabía que Temerario ya había eclosionado. —Choiseul se encogió de hombros y extendió las manos con las palmas abiertas—. Pensé que tal vez si lo mataba…
Laurence le golpeó de lleno en la cara, con tal fuerza que derribó al francés sobre el suelo de piedra de la celda y la silla se volcó con estrépito. Choiseul tosió y su labio se manchó de sangre. El guardián abrió la puerta y se asomó al interior.
—¿Va todo bien, señor? —preguntó, mirando directamente a Laurence y sin prestarle la menor atención a la herida de Choiseul.
—Sí. Puede irse —respondió Laurence con voz terminante, y cuando la puerta volvió a cerrarse se limpió la sangre de la mano con el pañuelo.
En circunstancias normales se sentiría avergonzado de haber pegado a un prisionero, pero en aquel momento no albergaba el menor remordimiento. El corazón aún le seguía latiendo como un tambor.
Choiseul enderezó su silla con parsimonia y volvió a sentarse. En voz más baja, dijo:
—Lo siento. Al final no tuve valor para hacerlo, y pensé que a cambio… —dijo, pero se interrumpió al ver que el rostro de Laurence recobraba el color.
La idea de que durante todos esos meses la traición hubiese acechado tan de cerca a Temerario y de que se había salvado tan sólo por el repentino remordimiento de conciencia de Choiseul bastaba para helarle la sangre en las venas. Laurence dijo con desprecio:
—A cambio intentó usted seducir y raptar a una chica que apenas acaba de dejar atrás sus años de escuela.
Choiseul no replicó. De hecho, Laurence era incapaz de imaginar qué podría haber alegado en su defensa. Tras una pausa momentánea, añadió:
—Ya no puede seguir fingiendo que tiene honor. Dígame qué planea Bonaparte, y tal vez Lenton ordene que envíen a Praecursoris a los campos de cría de Terranova. Eso, si es cierto que el motivo de sus actos ha sido salvarle la vida a su dragón, y no conservar su miserable pellejo.
Choiseul palideció, pero intentó defenderse:
—Apenas sé nada, pero se lo contaré todo si Lenton me da su palabra.
—No —repuso Laurence—. Lo único que puede hacer es confesar y esperar una clemencia que no se merece. No pienso negociar con usted.
Choiseul agachó la cabeza. Cuando habló, lo hizo con la voz rota, tan bajo que Laurence tuvo que aguzar el oído para escucharle.
—No sé qué pretende exactamente Bonaparte. Pero sí que quería que yo contribuyera a debilitar esta base en particular, haciendo que enviaran al Mediterráneo tantos dragones como fuera posible.
Laurence sintió que el alma se le venía a los pies. Aquel objetivo, al menos, se había cumplido con brillantez.
—¿Tiene algún medio para conseguir que su flota escape de Cádiz? —preguntó—. ¿Acaso imagina que puede traer aquí sus barcos sin enfrentarse con Nelson?
—¿Cree que Bonaparte confía en mí? —dijo Choiseul, sin levantar la mirada—. Para él también soy un traidor. Se me indicó qué misión debía llevar a cabo, y nada más.
Tras unas cuantas preguntas, Laurence se convenció de que era cierto que Choiseul no sabía nada más. Salió de la estancia sintiéndose a la vez sucio y alarmado, y se presentó al momento ante Lenton.
Las noticias cayeron como una pesada mortaja sobre toda la base. Los capitanes no habían difundido los detalles, pero hasta el más humilde de los cadetes o de los asistentes de tierra sabía que una sombra se cernía sobre ellos. Choiseul había calculado bien el momento de su ataque: el mensajero no regresaría hasta dentro de seis días, y después harían falta dos semanas o más para que al menos parte de las fuerzas del Mediterráneo estuviera de vuelta en el canal. Ya se habían solicitado refuerzos de las milicias y de varios destacamentos de la Armada, que llegarían en el plazo de unos días para situar más baterías de artillería a lo largo de la costa.
Laurence, que tenía aún más motivos de inquietud que los demás, habló con Granby y Hollín para que extremaran las medidas de protección sobre Temerario. Si Bonaparte estaba tan celoso porque le hubieran arrebatado aquel regalo personal, era probable que enviase a otro agente, más dispuesto esta vez a matar a un dragón que ya no podía reclamar como suyo.
—Debes prometerme que tendrás cuidado —le dijo también a Temerario—. No comas nada a no ser que alguno de nosotros esté cerca y dé su aprobación. Si alguien a quien yo no te haya presentado intenta acercarse a ti, no se lo permitas bajo ningún concepto, aunque para ello tengas que levantar el vuelo hasta otro claro.
—Tendré cuidado, Laurence, te lo prometo —dijo Temerario—. Aun así, no entiendo por qué el emperador de Francia quiere verme muerto. ¿En qué mejorará eso su situación? Lo mejor que puede hacer es pedirles otro huevo a los chinos.
—Amigo mío, es muy difícil que ellos accedan a entregarle un segundo huevo cuando los franceses extraviaron el primero de mala manera mientras lo tenían bajo su custodia —repuso Laurence—. La verdad es que sigue intrigándome que le dieran tan siquiera ese huevo. Bonaparte debe de tener a un genio de la diplomacia en la corte china. Me imagino que se siente herido en su orgullo al pensar que un humilde capitán inglés ocupa el lugar que él mismo pretendía para sí.
Temerario resopló con desdén.
—Estoy seguro de que, aunque hubiese salido del huevo en Francia, Bonaparte no me habría caído bien —dijo—. Tengo entendido que es una persona muy desagradable.
—Oh, no sabría decirlo. Se cuentan muchas cosas sobre su soberbia, pero no se puede negar que se trata de un gran hombre, aunque también sea un tirano —admitió Laurence a regañadientes; habría preferido convencerse a sí mismo de que Bonaparte no era más que un demente.