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Temerario no despertó hasta que el sol se ocultó en el horizonte. Laurence dormitaba encima de un libro que describía los hábitos de los dragones de un modo francamente aburrido. La criatura le tocó la mejilla con el redondeado hocico para despertarlo y anunció:

—Vuelvo a tener hambre.

Laurence ya había reevaluado las reservas de la nave antes de la eclosión, pero debía revisar su estimación ahora que había visto a Temerario devorar, con huesos y todo, lo que quedaba de la cabra y dos pollos sacrificados apresuradamente. Hasta el momento, el dragón había consumido en dos ingestas el peso de su cuerpo en comida. Ya parecía haber crecido algo y movía la cabeza con ansiedad en busca de más alimento.

Laurence mantuvo una reunión urgente y privada con Riley y el cocinero de la nave. Si era necesario, podía llamar al Amitiéy hacer uso de las reservas del barco, que disponía de más de las que necesitaba para llegar a Madeira, ya que los infortunios acaecidos habían mermado de modo considerable el número de tripulantes. Sin embargo, andaban escasos de carne en salazón, y la situación del Reliant no era mucho mejor. A ese ritmo, Temerario devoraría toda la carne fresca en una semana, y Laurence ignoraba si un dragón comería carne curada o si, por el contrario, la sal no le sentaría bien.

—¿Come pescado? —sugirió el cocinero—. Tengo un atún estupendo, lo he pescado esta misma mañana, señor. Pensaba prepararlo para vuestra cena. Eh, esto, yo…

Se detuvo con torpeza, mirando a uno y otro lado, al antiguo y al nuevo capitán, sin saber a quién dirigirse como su superior.

—Si le parece bien, debemos hacer el intento, señor —dijo Riley, mirando a Laurence y sin prestar atención al cocinero.

—Gracias, capitán —contestó Laurence—. Se lo podemos ofrecer. Imagino que nos dirá si es o no de su gusto.

Temerario contempló el pescado con recelo y a continuación lo mordisqueó. Poco después se lo tragó entero de golpe. Debía de pesar cinco kilos y medio. Se relamió y dijo:

—Es muy crujiente, pero me gusta mucho.

Luego, un eructo suyo sobresaltó a los marinos y a él mismo.

—Bueno —comentó Laurence mientras estiraba el brazo para alcanzar el trapo de nuevo—, eso es realmente alentador. Capitán, tal vez podamos preservar el buey unos días más si fuera posible poner a pescar a unos cuantos hombres.

Más tarde hizo bajar a Temerario. La escalera presentó algunos problemas y al final hubo que bajarlo a pulso mediante un juego de poleas fijadas al arnés. El dragón olfateó con suma curiosidad el escritorio y la mesa, y asomó la cabeza por los ventanales para ver la estela del Reliant. Habían colocado el cojín de la incubación en un catre colgante que tenía dos veces su tamaño, cerca del de Laurence, al que saltó fácilmente desde el suelo.

Casi de inmediato, los somnolientos ojos del animal se cerraron por completo. Entonces, Laurence, libre de sus deberes y sin que pudiera ser visto por la tripulación, se dejó caer en la silla y se puso a contemplar al dragón dormido como a un instrumento del destino.

Dos hermanos y tres sobrinos mediaban entre él y la herencia paterna. Había invertido su propio capital en fondos, cuya administración no exigía esfuerzo alguno. Esa parte al menos no presentaba mayores dificultades. Había permanecido impertérrito en la cofa en una veintena de batallas y no se había mareado a pesar de haberse quedado en cubierta en plena galerna. No iba a amedrentarse por tener a bordo un dragón.

Pero, por lo demás, era un caballero, hijo de un caballero. Aunque se había embarcado a la edad de doce años, había tenido la suerte de servir en buques de guerra de primera o segunda categoría a las órdenes de capitanes adinerados que proporcionaban a sus oficiales finas viandas en la mesa y entretenimiento con regularidad. Le encantaba hacer vida social. Sus pasatiempos favoritos eran conversar, bailar y las amigables partidas de cartas. Cuando pensaba que jamás podría volver a ir a la ópera, sentía la urgencia manifiesta de arrojar por la ventana el catre con su ocupante.

Intentó no oír la voz de su padre en la cabeza, tachándole de imbécil. Se esforzó por no imaginar qué pensaría Edith cuando se enterara. Ni siquiera podía escribirle para informarla. Aunque se consideraba comprometido hasta cierto punto, no habían establecido ningún acuerdo formal debido en primer lugar a su falta de capital y más recientemente a su prolongada ausencia de Inglaterra.

Le había ido bien acumulando su parte en los botines de las naves apresadas, lo bastante para superar el primer problema, y lo más probable es que ya se hubiera formalizado el compromiso si hubiera pasado algún tiempo en tierra durante los últimos cuatro años. Le rondaba por la mente pedir un breve permiso para ir a Inglaterra al final de aquel periplo. Resultaba difícil desembarcar voluntariamente cuando no tenía la seguridad de conseguir después el mando de otra nave, y no era un candidato tan bueno como para suponer que Edith le iba a esperar, desdeñando a todos los demás aspirantes por la simple fuerza de un acuerdo medio en broma entre un joven de trece años y una niña de nueve.

Ahora sus perspectivas habían empeorado. No tenía la menor idea de cómo y dónde podría vivir como aviador ni la clase de hogar que podría ofrecer a una esposa. La familia de Edith podría oponerse si no lo hacía ella misma; sin duda, aquello no encajaba en lo que ella esperaba. Puede que la esposa de un oficial de la Armada debiera tener serenidad para encarar las frecuentes ausencias de su marido, pero no tenía que abandonar su casa e irse a vivir en algún lugar de la remota espesura cada vez que aparecía su marido, con un dragón a la puerta de casa y un montón de tipos rudos como única compañía.

Siempre había albergado en secreto el sueño de tener una casa propia, había imaginado los detalles durante las largas y solitarias noches en alta mar. Por supuesto, sería más pequeña que la mansión en la que había crecido, pero elegante, llevada por una esposa a quien pudiera confiar tanto la gestión de sus asuntos como la educación de los hijos; un refugio cómodo cuando estuviera en tierra y un cálido recuerdo al navegar.

Todos sus sentimientos clamaban ante el sacrificio de su sueño. A tenor de las circunstancias, ni siquiera estaba seguro de poder hacer una oferta honorable que Edith fuera incapaz de rechazar. El cortejo de cualquier otra mujer quedaba descartado; ninguna con el suficiente sentido común y personalidad entregaría a sabiendas su afecto a un aviador, a menos que fuera de las que preferían tener a un marido ausente y displicente que dejara la administración de la hacienda en sus manos, y vivir separadas de él aun cuando viviera en Inglaterra. Un arreglo de ese tipo no le atraía lo más mínimo.

El dragón dormido, que no paraba de dar vueltas en el catre y de vez en cuando movía la cola de forma inconsciente, constituía un sustituto muy pobre de un hogar y un amor. Laurence se incorporó y se dirigió hacia las ventanas de popa para contemplar la estela del Reliant, una corriente de espuma blanca a la luz de los faroles que surgía de debajo de la nave. Ver el flujo y reflujo de la marea resultaba agradablemente adormecedor.

Giles, el mayordomo, le trajo la cena con gran estrépito de platos y tenedores, procurando mantenerse bien alejado del catre del dragón. Las manos le temblaban mientras colocaba la bandeja. Laurence le despidió nada más servir la cena y suspiró débilmente cuando se hubo ido. Tenía pensado pedirle que le acompañara, en el supuesto de que un aviador pudiera tener un sirviente, pero no le servía de nada una persona a la que le aterraban estas criaturas. Tener cerca un rostro conocido hubiera sido de ayuda.

Comió una cena frugal, deprisa y sin compañía. Sólo se componía de carne de ternera en salmuera con un vaso de vino, ya que Temerario había devorado todo el pescado. En cualquier caso, tenía poco apetito. Más tarde, intentó escribir algunas cartas, pero resultó inútil. Su mente divagaba por lúgubres derroteros y debía esforzarse para concentrarse en cada línea. Al final, se rindió; se asomó para decirle a Giles que no cenaría nada más y se encaramó a su propia litera. Temerario se movió y se acurrucó más entre la ropa del catre. Después de un breve debate interior, lleno de resentimiento y encono, Laurence extendió el brazo y le cubrió mejor; el aire nocturno era algo frío. Luego se durmió con el sonido de la respiración profunda y acompasada del dragón, similar al subir y bajar de un fuelle.